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Emory
Día 2 – 8:06
¿Cielo? De verdad, tienes que levantarte. Tanto dormir no puede ser sano, ni lo más mínimo.
Emory soltó unos manotazos distraídos al aire a su alrededor, a la densa niebla que había descendido sobre su pensamiento. Cuando parpadeó y abrió los ojos, no vio nada. Tan solo era capaz de distinguir que los tenía abiertos por lo secos que estaban: sentía el aire frío tan reseco en las pupilas que tuvo que volver a cerrarlos. Intentó darse la vuelta, pero no pudo.
¡Alguien la estaba sujetando! Alguien le presionaba en la espalda y la empujaba contra el suelo de cemento. ¡Señor, no permitas que me saque los ojos! ¡No le dejes quitarme la lengua! Se preparó, a la espera del dolor de la cuchilla al clavarse en la córnea y sacarle los ojos, o una mano que la agarrase por la garganta y ejerciese la suficiente presión para obligarla a abrir la boca y…
Relájate, cielo. No es más que la camilla. ¿Es que no te acuerdas? Ese monstruo de metal se te cayó encima cuando intentabas pegarle un lametón a un charquito de agua como si fueras un perro callejero.
Todo regresó en un rápido fogonazo, que vino seguido de un dolor tan grande en la sien que pensó que volvería a perder el conocimiento. Emory se tocó la frente; notó los dedos pegajosos de sangre que se le estaba secando.
¿Conseguiste probar el agua, al menos, antes de que todo el infierno entero se te viniera encima, querida? No sé tú, pero yo estoy seca.
A juzgar por el estado en que tenía la garganta, no lo había conseguido.
Al principio no le dolía la muñeca. No sintió nada hasta que cambió de postura y trató de salir de debajo de la camilla, pero cuando llegó el dolor, lo hizo de golpe. Fue como si le estuvieran separando la mano del resto del brazo a la altura de la muñeca, como si unos dientes furiosos le estuvieran atravesando la piel y el hueso. Intentó gritar, pero lo único que salió de su garganta seca fue un leve gruñido.
Entre la muñeca y el golpe en la cabeza, una oscura semiinconsciencia amenazó con volver a apoderarse de ella. Aun así, luchó contra ella. Emory se dijo que mientras sintiese dolor estaba viva, y que mientras estuviera viva se recuperaría, a pesar de todo lo que pudiera depararle aquella situación.
Ah, tú misma, hija. Las chicas son guerreras y todo eso. Nada quedará mejor en las cadenas de ámbito nacional que una chica sin una oreja y con un muñón por mano contándole al mundo que es una superviviente. Matt Lauer se lo tragaría enterito. «¿Cómo conseguiste mantener el control cuando se te cayó la mano y empezó a manar toda la sangre? Supongo que te sentirías bien al verte libre, pero, diantres, seguro que te dolió una barbaridad, ¿no?».
¿Estaba sangrando?
Emory estiró la mano buena y palpó el músculo hinchado y la piel en la zona de las esposas. Había sangre, pero no mucha. Las esposas le habían despellejado casi todo el contorno de la muñeca, pero no era eso lo que más le preocupaba. Ese pánico en particular se lo reservaba para el hueso de la muñeca que le abultaba al tacto en un ángulo un tanto raro. No le había perforado la piel, pero no porque no lo hubiese intentado. Cuando Emory trató de mover la muñeca, el hueso le hizo tal daño que se quedó sin fuerza, respirando hondo entre los dientes.
Sin duda tenía la muñeca rota. Por una vez se alegró de no poder ver nada.
Algo le decía que debía ponerse de pie y, antes de que otro «algo» la convenciese de lo contrario, hizo justo eso. Tiró de la camilla con la muñeca maltrecha, la agarró con cuidado y la levantó hasta que quedó equilibrada y firme sobre las cuatro ruedas. A continuación se incorporó y esperó en absoluto silencio, apoyando su tembloroso cuerpo en la camilla, a que llegase el dolor que había de llegar.
Y el dolor la invadió en una oleada. No solo en la muñeca, sino en las piernas y en los brazos también. No estaba segura de cuánto tiempo había estado inconsciente, pero estaba claro que se trataba más de una cuestión de horas que de unos minutos. Cada centímetro del cuerpo le quemaba del entumecimiento, después con el cosquilleo y finalmente con los latidos del dolor que se asentaron, decididos a quedarse un buen rato.
Esta vez no gritó. Estaba demasiado aturdida para darse cuenta de que se lo había hecho encima, la primera vez desde que entró allí. La sensación de calor le goteó por la pierna y se le encharcó en los dedos de los pies.
Allí estaba Emory de pie cuando la voz de Rod Stewart comenzó a gritar desde arriba el estribillo de «Maggie May».
Y siguió allí de pie, preguntándose cuánto tiempo más pasaría antes de que muriese.