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Diario

Dejamos a la señora Carter en el sótano.

Nos había dicho que volverían, y lo hicieron. Menos de una hora más tarde, oímos el rumor del Duster que bajaba por la calle. El señor Desconocido pisó el acelerador tres o cuatro veces antes de dejar el motor en reposo; quería que supiéramos que estaban ahí fuera.

Nos reunimos los tres en la ventana y nos quedamos mirando el coche verde durante cerca de cinco minutos antes de que padre soltase un brusco resoplido y empujase la puerta de la cocina para salir y dirigirse a la calle.

Permanecí en el umbral con la puerta abierta y madre a mi espalda, mientras padre cruzaba nuestro césped con paso lento y directo hacia el Plymouth aparcado en la calle entre la entrada de nuestra casa y la de la casa de los Carter. Se encontraba a unos tres metros del coche cuando el señor Desconocido engranó la marcha y salió disparado levantando a su paso polvo y gravilla.

Padre se quedó allí de pie un rato largo, mirando el lugar donde había estado el coche, antes de regresar a la casa. Cerró la puerta al entrar y echó el pestillo. Rara vez cerrábamos la puerta de madera durante los meses de verano. Sin aire acondicionado, el calor se volvía sofocante dentro de nuestra pequeña casa, y crear una corriente con las puertas y las ventanas abiertas era una de las pocas maneras que teníamos de combatirlo.

Nos vio a madre y a mí observándolo.

—Esto va a acabar mal.

—No saben que la tenemos aquí —respondió madre.

—Lo saben —afirmó él—. No sé cómo lo han averiguado, pero lo saben.

—Entonces, ¿por qué no se la entregamos y les dejamos que hagan lo que quieran?

Padre pensó en aquello un momento e hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Creo que sabe perfectamente dónde están escondidos los papeles del trabajo de su marido.

Madre atravesó la habitación hasta la cafetera y pulsó el interruptor de encendido. Del armario sacó una bolsa marrón de café PT’s Roasting Company, añadió dos cacitos al filtro y presionó el botón para hacerlo. Un minuto después, el aroma a felicidad bien tostada inundaba la habitación, y aunque padre decía que yo era demasiado pequeño para tomar café (decía que la cafeína me atrofiaría el crecimiento e incrementaría mis posibilidades de padecer insomnio de adulto), agradecí aquel olor. Me resultaba tranquilizador, como si generase una calma que se asentaba en la habitación. Madre cogió dos tazas, las llenó y las llevó a la mesa de la cocina, donde ambos se sentaron.

—Quizá deberíamos llevárnosla de paseo hasta el lago y ahogarla, hacer que parezca un accidente —sugirió madre.

—Eso podría provocar un follón aún mayor. El señor Carter está dando de comer a los peces en el fondo de ese lago. No creo que debamos arriesgarnos a atraer la atención de nadie sobre esa masa de agua en particular —respondió padre.

—¿En su propia bañera entonces?

Padre bebió un sorbo de café y volvió a dejar la taza en la mesa, dándole vueltas entre las manos.

—Esos hombres ya han registrado su casa, y saben que no está allí. Si tenemos en cuenta que los Carter se marcharon con prisas, no resulta verosímil que ella regresara a darse un baño.

Se me ocurrió una idea. De dónde salió, no estoy seguro, pero era una idea que merecía la pena, así que la expuse.

—Podrían estrangularla y meter el cuerpo en el maletero del coche de los Carter. Si preparan las cosas bien, parecerá que el señor Carter la mató y huyó a alguna parte.

Tanto padre como madre se volvieron hacia mí con una mirada de perplejidad. Me había metido en un lío. No tendría que haber dicho nada. Quizá debería irme a mi cuarto y…

—¡Excelente idea, campeón! —se maravilló padre—. Dejamos el coche en la estación de tren; ese puede ser el escenario perfecto para la huida de un marido.

Madre estaba de acuerdo y asentía.

—Pero antes deberíamos averiguar dónde están los papeles.

Padre tenía los ojos clavados en su café.

—¿Un seguro de vida?

Madre asintió.

—Un seguro de vida. Si esos hombres no se creen esta pequeña farsa, tampoco sería malo contar con algo valioso con lo que negociar. ¿Y si les robó también el dinero? Esos fondos podrían venir bien.

—No somos ladrones —respondió padre.

—Si tenemos que trasladarnos, vamos a necesitar ese dinero. ¿Quién sabe cómo se desarrollará el resto de esta debacle? Es culpa de ellos que estemos implicados. Nos lo deben.

Teniendo en cuenta que madre había matado al señor Carter y que ahora teníamos a la señora Carter esposada en el sótano, no conseguía ver cómo podía ser aquello «culpa de ellos», pero padre debía de tener en cierta medida la misma opinión, porque no le puso mayores objeciones.

Madre se terminó su café, se levantó y dejó la taza vacía en el fregadero.

—¿Lo hacemos esta noche o mañana?

—Es mejor ir durante el día. La estación de tren se queda muy tranquila durante la noche, y creo que es más probable que nos vean —dijo padre.

Y madre le preguntó:

—¿Cómo piensas conseguir que nos cuente dónde están esos papeles del trabajo?

Padre se terminó su café y dejó su taza junto a la de madre.

—Esa es la cuestión. Es dura de pelar. ¿Te apetecería probar un ratito?

A madre se le puso en la cara la mayor de las sonrisas.

—¡Ah, desde luego que sí!

El Cuarto Mono
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