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Diario
Estaba dormido cuando padre y madre regresaron. Bueno, la verdad sea dicha, estaba fingiendo que dormía, o de otro modo no los habría oído.
Al principio hubo gritos, pero no pude distinguir lo que decían. Padre y madre nunca se peleaban, y no me los podía imaginar discutiendo en la calle, donde cualquier vecino los podría oír, pero allí estaban…, vociferando en el camino de entrada.
No pude sino pensar en el señor Carter gritando a la señora Carter y a madre el día anterior.
Debieron de callarse de golpe, porque todo quedó de pronto en silencio. La puerta se abrió y se cerró, y unos pasos furiosos atronaron por el salón. Creo que padre tiró las llaves del coche. Hicieron ruido por la encimera y cayeron al suelo. Madre se limitó a decir:
—Haz lo que quieras. Yo no me voy a prestar a eso.
A continuación pasó decidida por delante de mi puerta, recorrió el pasillo hasta su dormitorio y cerró de un portazo a su espalda.
Silencio.
El silencio más atronador que jamás he oído.
Me podía imaginar a padre en la cocina, con el rostro encendido. Los puños apretados con fuerza, abriendo las manos y volviendo a apretarlas.
Retiré las sábanas y me bajé de la cama. Caminé de puntillas y pegué la oreja a la puerta.
—¿Campeón? —voceó padre desde el otro lado.
Casi me tropiezo con mis propios pies al retroceder de un brinco, con fuertes palpitaciones mientras pensaba si salir disparado hacia la seguridad de las sábanas.
Nunca llegaría hasta ellas.
—¿Campeón? ¿Estás levantado?
Alargué la mano hacia el picaporte de la puerta y la abrí, con seguridad y rapidez. El cuerpo de padre llenaba el marco, su oscura expresión ensombrecida por el contraluz de la iluminación de la cocina. Aún tenía la mano allí donde había estado el picaporte un momento antes, y la otra en la espalda, sujetando algo.
—¿Trasnochando, colega?
La ira que había oído en su voz con madre o bien había desaparecido o bien la había enmascarado con mucha habilidad, porque ya no quedaba ni rastro. En su expresión no había más que una sonrisa, un centelleo en los ojos.
Padre me enseñó una vez la importancia de proyectar una emoción. Me dijo que siempre debía detectar la emoción que se esperaba de mí en unas circunstancias determinadas y asegurarme de que la transmitía con confianza y sinceridad por fuera, sin importar lo que de verdad sintiese por dentro. Lo practicamos en numerosas ocasiones. Cuando nuestra perra Ridley tuvo cachorritos, padre le partió el cuello a uno de ellos delante de mí y me obligó a reírme. Al no ser capaz de hacer lo que me pedía, cogió otro cachorro, y dejé que corriesen las risas con tal de no ver morir a otro. Sin embargo, aquello no fue suficiente; me dijo que no había sonado sincero. Al llegar al cuarto ya había aprendido a controlar mis emociones. Era capaz de pasar de feliz a triste, de furioso a sombrío, de solemne a aturdido tan solo con que él chasquease los dedos. Ridley se marchó poco después de aquello, no sé adónde. Yo solo tenía cinco años por aquel entonces, y mis recuerdos de aquellos días son, en el mejor de los casos, intermitentes.
Padre me estaba sonriendo de oreja a oreja, y yo no tenía forma de saber cómo se sentía realmente, ni tampoco quería saberlo. Si llegaba a sospechar que se me estaba pasando por la cabeza que él pudiese estar de algún modo que no fuera feliz, la noche no sería un camino de rosas para madre o para mí.
—No me quería ir a dormir hasta que llegase, padre, por si acaso necesitaba ayuda con algo.
Alargó la mano y me alborotó el pelo.
—Eres mi soldadito, ¿verdad, hombretón?
Asentí.
—Pues verás, me encantaría que me ayudaras con una cosita de nada, si es que estás en condiciones. ¿Te apetece un poco de diversión?
Volví a asentir.
—Ve a por la ensaladera grande de plástico de tu madre, en el armario de la cocina, y baja al sótano. Tengo una sorpresita para nuestra invitada. —Sacó una bolsa grande de papel de detrás de la espalda y la sostuvo en alto; después la sacudió un poco. Algo arañó en el interior—. ¡Esto va a ser genial!
Sonrió.
Esta vez supe que de verdad estaba feliz.