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Porter

Día 1 – 6:45

Porter cogió la avenida de Lake Park, se dio bastante prisa y llegó a las siete menos cuarto. La Metropolitana de Chicago tenía completamente cortado el cruce de Woodlawn con la Cincuenta y cinco. Pudo ver las luces desde varias manzanas de distancia: una docena de unidades, por lo menos, una ambulancia y dos camiones de bomberos. Veinte agentes, tal vez más. Y también la prensa.

Redujo la velocidad de su Dodge Charger último modelo al aproximarse al caos y mostró la placa por la ventanilla. Un agente joven, poco más que un chaval, se agachó para pasar por debajo de la cinta amarilla de la escena y se acercó corriendo.

—¿Detective Porter? Nash me ha dicho que le espere. Aparque donde sea…, hemos acordonado la manzana entera.

Porter asintió, aparcó al lado de uno de los camiones de bomberos y se bajó del coche.

—¿Dónde está Nash?

El chico le dio un vaso de café.

—Ahí, cerca de la ambulancia.

Localizó el corpachón de Nash charlando con Tom Eisley, de la oficina del forense. Con su estatura cercana al metro noventa, parecía gigantesco al lado del otro hombre, mucho más bajo. Tenía pinta de haber cogido unos cuantos kilos en las semanas que habían pasado desde la última vez que Porter lo había visto; la reveladora barriga de policía le colgaba prominente sobre el cinturón.

Nash le hizo un gesto con la mano para que se acercase.

Eisley saludó a Porter con un leve gesto de la barbilla y se subió las gafas por el puente de la nariz.

—¿Cómo lo llevas, Sam?

Sujetaba un portapapeles cargado con al menos un paquete entero de folios. En el mundo de hoy en día, con sus tabletas y sus teléfonos inteligentes, aquel hombre siempre parecía llevar un portapapeles en la mano. Los dedos iban pasando nerviosos las hojas.

—Imagino que estará cansado de que la gente le pregunte cómo lo lleva, cómo está, cómo le va o cualquier otra variante de reafirmación de su bienestar —refunfuñó Nash.

—Fenomenal, lo llevo fenomenal. —Forzó una sonrisa—. Gracias por preguntar, Tom.

—Lo que necesites, solo tienes que pedirlo. —Eisley lanzó una mirada a Nash.

—Te lo agradezco. —Porter se volvió hacia Nash—. Así que… ¿un accidente?

Nash hizo un gesto con la barbilla para señalar un autobús urbano aparcado cerca del bordillo de la acera, a unos quince metros.

—El hombre contra la máquina. Vamos.

Porter le siguió, con Eisley unos pasos por detrás, con el portapapeles a cuestas.

Un técnico del Laboratorio de Criminalística fotografiaba el morro del autobús. La calandra abollada. La pintura agrietada unos dos centímetros y medio por encima del faro delantero derecho. Otro inspector tiraba de algo que estaba metido en la banda de rodadura del neumático delantero derecho.

Cuando se aproximaron, vio la bolsa negra del cadáver entre la marea de uniformes que se encontraban ante un gentío cada vez más numeroso.

—El autobús se desplazaba a una buena velocidad; tiene su siguiente parada más o menos a un kilómetro y medio calle abajo —les contó Nash.

—¡Que no iba corriendo, joder! Comprueben el GPS. ¡Y no se dediquen a ir por ahí lanzando acusaciones de esa manera!

Porter se volvió hacia su izquierda para toparse con el conductor del autobús. Era un hombre grande, de ciento cuarenta kilos, no menos. Llevaba la chaquetilla negra de la empresa municipal de transportes de Chicago en tensión para sujetar la mole que le habían encomendado. Tenía el pelo cano e hirsuto, apelmazado en la izquierda y de punta en la derecha. Su mirada nerviosa saltaba de Porter a Nash, después a Eisley y vuelta a empezar.

—Ese loco hijo de puta se ha tirado justo delante de mí. Esto no ha sido un accidente. Se ha matado él.

—Nadie está diciendo que usted haya hecho nada malo —le tranquilizó Nash.

Sonó el teléfono de Eisley. Miró la pantalla, sostuvo un dedo en alto y se apartó unos pasos hacia un lado para coger la llamada.

El conductor prosiguió:

—Empiezan ustedes a correr la voz de que iba disparado, y se acabó mi trabajo, mi pensión… ¿Creen que me apetece ponerme a buscar trabajo a mi edad? ¿Con esta crisis de mierda?

Porter captó de un vistazo el nombre de la chapa del conductor.

—Señor Nelson, ¿qué tal si respira hondo e intenta tranquilizarse?

Al hombre le goteaba el sudor por la cara enrojecida.

—Me va a tocar ponerme por ahí con una escoba, y todo porque ese capullo ha escogido mi autobús. Tengo treinta y un años en mis espaldas sin un solo incidente, y ahora, esta mierda.

Porter le puso la mano en el hombro.

—¿Cree que va a ser capaz de contarme lo que ha pasado?

—Lo que tengo que hacer es tener la boca cerrada hasta que llegue mi representante sindical, eso es lo que tengo que hacer.

—No podré ayudarlo si no habla conmigo.

El conductor frunció el ceño.

—¿Y qué va a hacer por mí?

—Para empezar, puedo hablarle bien de usted a Manny Polanski, de Tráfico. Si usted no ha hecho nada malo, si coopera con nosotros, no hay motivo para que le suspendan.

—Mierda. ¿Cree que me van a suspender por esto? —Se quitó el sudor de la frente—. Dios mío, eso no me lo puedo permitir.

—No creo que lo hagan si saben que ha colaborado con nosotros, que ha intentado ayudar. Es posible que ni siquiera sea necesario que comparezca —le aseguró Porter.

—¿Comparecer?

—¿Por qué no me cuenta lo que ha pasado? Entonces le podré hablar bien de usted a Manny y, quizá, ahorrarle todas esas molestias.

—¿Conoce a Manny?

—Trabajé con Tráfico en mis dos primeros años de uniforme. Él me escuchará. Usted nos ayuda, y yo hablo bien de usted, se lo prometo.

El conductor se lo pensó, y por fin respiró hondo y asintió.

—Ha sido justo como se lo he contado aquí, a su amigo. He hecho la parada en Ellis, puntual, he recogido a dos y he dejado a uno. He ido al este por la Cincuenta y cinco, he girado en el cruce. El semáforo de Woodlawn estaba en verde, así que no había ninguna necesidad de frenar…, pero no iba tan rápido. Compruebe el GPS.

—Estoy seguro de que no lo iba.

—Es que no lo iba, solo avanzaba con el resto del tráfico. Tal vez unos pocos kilómetros por encima del límite, pero no iba corriendo —dijo.

Porter hizo un gesto con la mano para restarle importancia.

—Se dirigía hacia el este por la Cincuenta y cinco…

El conductor asintió.

—Sí, claro. He visto a unas cuantas personas en la esquina, no muchas. Tres, a lo mejor cuatro. Después, justo al acercarme, va ese tío y salta delante de mi autobús. Sin aviso de ninguna clase. Estaba ahí de pie y, un segundo después, está en medio de la calzada. He pisado el freno, pero este trasto tampoco es que se detenga en una baldosa, precisamente. Le he dado de lleno, y lo he lanzado a diez buenos metros.

—¿Cómo estaba el semáforo? —le preguntó Porter.

—En verde.

—¿No en ámbar?

El conductor lo negó con la cabeza.

—No, en verde. Lo sé porque lo he visto ponerse verde. No se ha puesto en ámbar hasta unos veinte segundos después o así. Ya me había bajado del autobús cuando lo he visto cambiar. —Señaló el poste—. Comprueben la cámara.

Porter alzó la mirada. A lo largo de la última década habían colocado cámaras de vigilancia en prácticamente todos los cruces de la ciudad. Le recordaría a Nash que se hiciera con la grabación cuando regresaran a la comisaría. Lo más probable era que su compañero ya hubiese entregado la orden.

—No estaba cruzando la calle; ese tío se ha tirado. Lo verán cuando pongan el vídeo.

Porter le entregó una tarjeta.

—¿Puede quedarse un rato por aquí, por si acaso tengo más preguntas?

El hombre se encogió de hombros.

—Va a hablar con Manny, ¿verdad?

Porter asintió.

—¿Nos disculpa un segundo? —Se llevó a Nash aparte y bajó la voz—. No lo ha matado a propósito. Aunque esto fuera un suicidio, aquí no pintamos nada. ¿Por qué me has llamado?

Nash le puso la mano en el hombro a su compañero.

—¿Seguro que estás bien para hacer esto? Si necesitas más tiempo, lo entenderé…

—Estoy bien —dijo Porter—. Cuéntame qué está pasando.

—Si necesitas hablar…

—Nash, que no soy un puto crío. Déjate ya de paños calientes.

—Muy bien —transigió por fin—. Pero si resulta que se te hace muy grande, demasiado pronto, tienes que prometerme que lo vas a dejar, ¿vale? Nadie le va a dar más vueltas si tienes que hacerlo.

—Creo que me vendrá bien trabajar. Me he estado volviendo loco sentado en casa —admitió.

—Esto es algo muy gordo, Porter —le dijo en voz baja—. Te merecías estar aquí.

—Cielo santo, Nash. ¿Piensas soltarlo ya?

—Es muy posible que nuestra víctima se dirigiese a ese buzón de correos de ahí. —Miró hacia un buzón postal de color azul frente a un edificio de apartamentos de ladrillo.

—¿Cómo lo sabes?

Su compañero sonrió de oreja a oreja.

—Llevaba una cajita blanca atada con un cordel negro.

A Porter se le pusieron los ojos como platos.

—Nooo.

—Ajá.

El Cuarto Mono
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