58

Diario

La rata estaba muerta.

Al perseguir a padre y a madre escaleras abajo hacia el sótano, eso fue lo primero en lo que reparé. El cuerpecillo negro del animal parecía un trapo de cocina empapado con ojos. La cabeza miraba hacia el lomo, y estaba despatarrada, una pata hacia acá, otra hacia allá. El maltrecho roedor yacía en un pequeño charco de sangre junto al catre en el que ahora estaba sentada la señora Carter, con la mano libre roja, teñida de muerte.

Alzó la mirada y nos sonrió cuando bajamos. El temor que unas horas antes se había apoderado de sus ojos ya se había desvanecido, y una mirada fija y fría, gélida, había ocupado su lugar.

—Nos va a matar a todos, lo sabéis.

Su voz también era distinta, tranquila, serena. Segura.

—¿Quién? —preguntó padre, aunque yo estaba seguro de que sabía perfectamente quién. La pregunta que me ocupaba la cabeza era cómo sabía la señora Carter sobre quién o sobre qué veníamos a hablar con ella, pero que lo sabía resultaba evidente. Sabía a la perfección por qué estábamos allí abajo.

—¿Se ha ido? Porque si se ha ido, yo no confiaría en que sea por mucho tiempo. —La señora Carter se limpió la mano ensangrentada con el fondo del catre y dejó una franja roja por el camino—. En serio, no deberíais haber matado a mi marido.

Padre echó la mano hacia atrás, y pensé que le iba a pegar. No me lo podía imaginar haciendo tal cosa; siempre me había dicho que jamás pegase a una mujer, aunque ella me pegara a mí, aunque ella te pegase con algo contundente: no había ninguna excusa para pegar a una mujer. Nunca.

Llevó la mano hacia atrás, agarró una toalla de lo alto de la lavadora y se la lanzó a la señora Carter.

Ella le dio las gracias con una sonrisa y se limpió la sangre de la mano lo mejor que pudo.

—Si me soltáis, puedo tratar de explicarle lo que ha sucedido, pero dudo que me vaya a creer. Y, aunque me crea, dudo que le importe.

—Quiere los papeles del trabajo de tu marido. Ha dicho que trabajaba para el mismo jefe que él —dijo padre.

La señora Carter ladeó la cabeza.

—Bueno, pues no ha mentido.

—¿Sabes tú dónde están?

La señora Carter volvió a sonreír, pero no dijo nada. Acto seguido tiró de las esposas.

Madre, que había guardado silencio durante aquella conversación, cargó contra ella. Padre la agarró para evitar que la atacara. Madre se retorció e intentó alcanzarla con las uñas.

—¡Mira lo que has traído a mi casa! —le gritó.

La señora Carter le puso cara de pocos amigos.

—Fuiste tú quien me trajo a tu casa. Yo no pedí esto. Yo no te dije que mataras a mi marido, puta loca.

Eso puso a madre hecha una furia, y por un segundo creí que padre no sería capaz de contenerla, pero de algún modo lo hizo. Le pasó el brazo por el cuello y le hizo una llave de las que te dejan inconsciente; no la hizo tan fuerte como para que se desmayase, pero sí lo suficiente para que supiese que podría hacerlo si quisiera, y eso fue cuanto hizo falta, porque madre acabó cediendo y se quedó quieta. Padre, sin embargo, no aflojó su sujeción, y yo sabía perfectamente por qué: cuando me enseñó a utilizar esa llave, me dijo que la víctima a veces se hacía la dormida o fingía cooperar, y te atacaba en el instante en que aflojabas el brazo. Esto no solo me lo dijo para que supiera ejecutar esta llave como es debido, sino para que lo aplicara en caso de que me la hicieran a mí. Me había enseñado, incluso, a fingir un desmayo. Padre era extremadamente listo.

—Si te suelto, tienes que prometerme que te comportarás —le indicó padre en voz baja a madre, al oído.

Cuando ella asintió, él abrió lentamente los brazos. Permaneció listo para volver a agarrarla si hacía algún otro movimiento, pero no lo hizo. Madre se apoyó en la lavadora y fulminó con la mirada a la otra mujer.

Padre volvió a mirar a la señora Carter.

—¿Para quién trabaja tu marido?

—Querrás decir para quién «trabajaba» mi marido.

Padre hizo un gesto en el aire con la mano para restarle importancia.

—Semántica.

La señora Carter guardó silencio y, por primera vez desde que habíamos bajado allí, vi aquel temor previo asomarse a su mirada. Trató de mantenerlo a raya, mostrarse dura, pero ahí estaba, inconfundible. Padre también lo vio. Cuando la señora Carter habló por fin, su voz era más suave, más frágil.

—Tenemos que marcharnos, todos.

Padre se arrodilló junto al catre y puso las manos sobre las de la señora Carter.

—¿Para quién «trabajaba»?

La señora Carter miró a madre un instante, después a mí, y después otra vez a padre.

—Criminales. Una docena de ellos, tal vez más. Incluso para algunos miembros de la familia Genovese. Los ayudó a ocultar su dinero.

Padre no perdió un instante.

—¿Qué les ha quitado?

La señora Carter cogió aire con fuerza, cerró los ojos y lo volvió a soltar.

—Todo. Hasta el último centavo.

El Cuarto Mono
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