19
Diario
Padre llegó puntual del trabajo a las 17:43. Su Porsche negro ascendió agazapado por la entrada como un felino salvaje que acechara a su presa vespertina con el motor en un ronroneo de emoción. Se bajó con brío del asiento del conductor y dejó el maletín sobre el coche.
—¿Cómo te va, campeón?
La capota debió de ir bajada en algún momento, porque llevaba el pelo desarreglado. Padre siempre lucía un perfecto peinado hacia atrás, nunca iba despeinado. Se pasó la mano por la espesa melena, y todo volvió a estar bien.
Miré nervioso hacia nuestra casa. Habían pasado las horas, pero el señor Carter no había salido de allí. La señora Carter también había desaparecido, aunque eso lo agradecí. Quedarse llorando en el porche de tu casa es algo impropio de una dama, incluso de una tan hermosa como la señora Carter.
—Tengo hambre —dijo padre—. ¿Y tú, tienes hambre? Seguro que tu madre tiene todo un banquete esperándonos ahí dentro. ¿Qué te parece si entramos y nos hacemos con algo de comer? ¿Qué tal estaría eso?
Me despeinó con una de sus fornidas manos. Intenté quitármelo de encima, y él lo volvió a hacer, pero esta vez añadió una pequeña carcajada.
—Vamos, campeón.
Con el maletín en una mano y la otra sobre mi hombro, me condujo hacia la casa.
Me daba vueltas el estómago, y pensé que iba a devolver, pero se me pasó aquella sensación. Intenté caminar despacio, frenarlo, aunque de poco sirvieron mis esfuerzos. Tiraba de mí con él.
Subimos por los escalones de la puerta de atrás y la empujamos para entrar en la cocina. Sentí una mirada en la nuca. Me volví un instante y vi a la señora Carter en una ventana, de pie, observándonos. Se sujetaba algo contra un lado de la cara. Parecía una bolsa de guisantes congelados.
Madre se encontraba ante el fregadero de la cocina, secando los platos. Cuando entramos, esbozó una cálida sonrisa y le dio a padre un besito en la mejilla.
—¿Qué tal te ha ido el día, cielo?
Padre le devolvió el beso y dejó el maletín sobre la encimera.
—Bah, lo mismo de siempre… Hay algo que huele fenomenal. ¿Qué es? —Inspiró con fuerza y se acercó a la cacerola grande que había en el fogón.
Madre lo rodeó con el brazo.
—¡Pues he hecho estofado de ternera, tu preferido! ¿Qué otra cosa podría ser?
Mi mirada se disparaba como loca. Primero por la cocina, después el salón, el pasillo. Estaban abiertas las puertas de ambos dormitorios y del salón. No había ni rastro del señor Carter. Sabía que no se había marchado. De eso estaba seguro. Habría tenido que pasar por delante de mí. Habría tenido que…
—Bueno, pues huele delicioso —canturreó padre—. ¿Por qué no pones la mesa, campeón? Yo voy a ponerme un vasito de algo rico con hielo.
Madre me sonrió.
—Cuencos de sopa, y el resto completo, cariño. ¿Los rojos bonitos, quizá?
Imagino que tenía los ojos como platos, pero no parecía que madre se percatase. Empezó a silbar, se puso los guantes del horno y llevó a la mesa la cacerola con el estofado.
Me quedé petrificado por un instante, con la mirada fija en ella, y acto seguido me dirigí hacia el cajón de la cubertería y saqué tres cucharas soperas. A pesar de haber crecido muchísimo aquel año, aún no llegaba al armario que contenía los cuencos. Teníamos una escalera pequeña en la cocina para aquellas ocasiones. Me subí, cogí tres y me dirigí a poner la mesa.
Padre regresó con su bebida, tomó asiento y se embutió una servilleta en la camisa.
—Bueno, ¿y qué has hecho hoy, colega? —me preguntó.
Me volví para mirar a madre. Estaba ocupada cortando una barra de pan.
El señor Carter no estaba en la cocina, ni en los dormitorios, ni en el salón. Padre lo habría visto. No se había marchado. Yo sabía que no.
—Por aquí. No mucho —respondí.
Madre colocó el pan en la mesa y se sentó. Cogió un cucharón entero de estofado y me llenó el cuenco hasta el borde.
—¡Raciones grandes para todos! —Sonrió de oreja a oreja.
Yo no apartaba la mirada del estofado.
Padre sonrió a madre.
—¿Y tú? ¿Qué tal tu día?
Madre se llenó el cuenco con una ración igual que la mía.
—Ah, todo ha estado muy tranquilo por aquí. No hay mucho que merezca la pena contar.
Yo no apartaba la mirada del estofado.
Madre no habría… No podría. ¿No?
Al ir a coger la cuchara, se me revolvió el estómago. Me sentí como si estuviese a punto de echar hasta la primera papilla. Intenté no inhalar el olor de la ternera que ascendía desde el cuenco, las especias y los aromas. La verdad es que el estofado olía maravillosamente, y aquel pensamiento hizo que el vómito ascendiera un poco más hacia la puerta de salida.
Vi cómo padre cogía una cucharada entera, se la metía en la boca y masticaba encantado. Madre nos miraba a los dos mientras se tomaba otra cucharada, con mucha más delicadeza que padre. La vi sonreír y, a continuación, limpiarse la comisura de los labios con la servilleta.
—¿Te gusta? —preguntó—. He probado una receta nueva.
Estaba horrorizado.
Padre asintió feliz.
—Es posible que este sea el mejor estofado que hayas hecho nunca. Eres todo un genio culinario, querida.
—¿Me puedo levantar? —dije, con el estómago revuelto.
Padre y madre se volvieron hacia mí mientras masticaban al pobre señor…
Se oyó un quejido sonoro procedente del sótano.
Padre y yo nos volvimos hacia el sonido. Madre no. Continuó comiendo, con la mirada fija en su cuenco.
—¿Que ha sido…?
Se oyó otra vez, inconfundible ahora: un hombre se quejaba en el piso de abajo.
Padre se puso en pie.
—Viene del sótano.
—Cielo, deberías terminarte la cena —dijo madre.
Padre caminó despacio hacia la puerta que conducía al sótano.
—¿Qué está pasando? ¿Quién es ese?
—Se te va a enfriar el estofado, y frío no hay quien se lo coma.
Me levanté y me coloqué detrás de padre cuando alargó la mano hacia el picaporte y giró el latón desgastado.
No me gustaba nada bajar al sótano. La escalera era empinada y crujía bajo el menor peso. Las paredes estaban húmedas y mugrientas. En el techo había más arañas que en todo el bosque de detrás de nuestra casa. Allí solo había una cosa: una simple bombilla que colgaba en el centro de la habitación. Siempre me daba miedo que se fuera a fundir conmigo allí abajo. Si sucediera, no habría escapatoria. Me quedaría allí atrapado para siempre, con las arañas, que caerían sobre mí de una en una.
El sótano estaba habitado por monstruos.
Padre abrió la puerta y pulsó el interruptor de la luz. La bombilla cobró vida con un resplandor amarillento en la base de la larga escalera.
Otro quejido. Este más fuerte, más apremiante.
—Quédate aquí, campeón.
Lo rodeé con los brazos y le dije que no con la cabeza.
—No baje ahí, padre.
Se quitó mis brazos de encima.
—Quédate aquí arriba con tu madre.
Madre continuaba sentada a la mesa de la cena, tarareando para sí una cancioncilla con la boca cerrada. Creo que era una de Ritchie Valens.
Padre comenzó a bajar la escalera.
Había llegado a la mitad antes de que me decidiese a ir detrás de él.