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Diario

Di un respingo cuando alguien aporreó la puerta principal.

—¿Le he dado a alguien? —preguntó el señor Desconocido desde el otro lado de la puerta—. Mira que lo siento, pero me he dejado llevar un pelín. Es que hace mucho que no salgo de caza, y estaba como loco por pegar unos tiros desde que salimos de la ciudad.

—Mantente lejos de las ventanas —ordenó padre en voz baja.

Asentí y me acerqué a la esquina del sofá, pero no estaba asustado. Bueno, un poco tal vez, pero tampoco iba a permitir que mis padres se dieran cuenta. Quería mi navaja.

Sonó otro fuerte impacto cuando el señor Desconocido volvió a golpear la puerta. No pude distinguir si había utilizado el puño o la culata del rifle, pero me sobresaltó igual.

Y dijo su voz amortiguada:

—Probé a pedírselo con amabilidad, sí señor, pero voy a dejar de ser tan amable. Necesito los documentos que robó su querido vecino. Sé que los tienen ustedes, así que vamos a dejarnos de fingir que no es así. No sé muy bien qué es lo que está pasando ahí, y, sinceramente, tampoco es que me importe mucho. Ustedes nos dan esos papeles y nos señalan el camino hacia el agujero donde se hayan escondido los Carter, y nosotros nos largamos, sin más preguntas. El trato no está tan mal, ¿no? Creo que estoy siendo justo y razonable con esta situación.

—Cree que todavía están vivos los dos —dijo madre en voz baja. Se había apartado de padre e intentaba asomarse a la ventana lateral.

—Claro, que si resulta que ese agujero está ahí dentro y los están escondiendo, bueno, esa ya es otra historia completamente distinta. No querrán ustedes dar cobijo a unos criminales, ¿verdad que no? Porque eso es lo que es ese hombre, ya saben. Si alguien roba algo de su lugar de trabajo, aunque solo sea información, eso lo sitúa dentro del grupo de los delincuentes según mis baremos, justo después de los violadores y los asesinos. Su mujer no es mucho mejor que digamos. Tiene toda una caja de secretitos guardada en el armario.

La voz sonaba fuerte y firme. Me dio la sensación de que estaba de pie allí mismo, en el porche, justo al otro lado de la puerta. Si tuviéramos un arma, podríamos haberle dado de lleno a través de la madera. Probablemente habría bastado con una bala en el centro. Quizá el hombre pensaba que teníamos un arma de fuego, una grande, porque de lo contrario ya habría tirado la puerta. Sé que yo lo haría. Padre, sin embargo, no creía en las armas de fuego, y jamás permitiría que una entrara en la casa. «Con las armas de fuego hay accidentes —decía siempre—. Con un cuchillo, por el contrario…, no se apuñala a alguien por accidente. Un cuchillo no se dispara de manera accidental». Me pregunté si estaría revisando su postura. No me veía capaz de interpretar su expresión. Apenas se había movido, pero no era la herida de bala lo que le mantenía inmóvil —solo era un rasguño—, estaba concentrado. Me imaginé que estaría ideando un plan. Padre nunca era presa del pánico, ni reaccionaba de forma exagerada. Siempre parecía saber qué hacer y cuándo hacerlo.

Madre llegó a rastras hasta la ventana de detrás del sofá, la que daba a nuestro jardincillo lateral, y asomó la cabeza para ver por encima del alféizar. Apareció una cara, madre pegó un salto y soltó un chillido. El hombre del pelo rubio y largo y las gafas gruesas se encontraba al otro lado del cristal con una sonrisa en los labios finos y rojos. Gesticuló con los labios la palabra hola y apretó la palma de la mano contra el cristal de la ventana. Vi cómo se condensaba la humedad a su alrededor, y cuando la retiró, quedó la huella perfecta de la palma. Mostró entonces el cañón de un rifle y dio unos golpecitos con él contra el cristal. Su sonrisa se hizo aún más grande cuando se agachó y desapareció. Madre y yo nos miramos el uno al otro y después miramos a padre en busca de algún tipo de orientación.

Otro porrazo en la puerta principal.

—¿Siguen ahí?

Padre se llevó un dedo a los labios.

El señor Desconocido prosiguió:

—Todo ese lío del coche de esta gente me ha parecido un pelín desconcertante. Supongo que dejarlo así en la estación de tren era perfectamente lógico: hace que parezca que se largaron de viaje. Pero ¿por qué dejarse las maletas en el coche? ¿Quién se va de viaje y se olvida de coger las maletas? Cuando encontramos el coche y vi las maletas, tuve claro que alguien lo había simulado todo. Al principio pensé que los Carter estaban intentando crear un rastro falso, hacer que los perros perdieran su pista para irse por aquí mientras los demás nos íbamos por allí, pero cuando lo pensé con detenimiento, descarté la idea. Simon no es tan brillante. Es un genio de los números, sin duda, pero como la mayoría de los que aprenden a base de estudiar, no tiene sentido común, le falta el ingenio de la calle. Si pretendiese huir, habría huido. Eso significa que si de verdad hubiera sido él quien dejó el coche abandonado en la estación, las maletas habrían subido con él al tren. Una vez descubierta la pequeña treta, no tardé mucho en deducir que estaban ustedes implicados. Tienen las dos únicas casas que hay en este trozo de calle de mala muerte. ¿Adónde, si no, iban a ir? Su chaval casi se caga en los calzones cuando me pasé por aquí el otro día. Es espabilado, se lo reconozco, pero necesita algo más de práctica en el temario del embuste. Nada que no puedan arreglar unos pocos años más de experiencia en la vida.

Padre señaló a madre, después hacia la cocina, y después hizo un gesto como si apuñalase en el aire. Madre lo entendió y pasó a rastras por delante de mí en busca de unos cuchillos.

—En fin, que ya estoy hablando de más. Da igual cómo haya acabado aquí, en su porche, lo que importa es que yo estoy aquí y ustedes ahí, y que las cosas que necesito están en algún lugar entre medias. Imagino que no están dispuestos a jugarse la vida por unos papelotes, y quizá ni siquiera a dar cobijo a esos delincuentes de sus vecinos. A ver, ¿por qué morir por ellos? ¿Por qué dejar que su hijo muera por culpa de los problemas de otro? Eso es lo que va a pasar si no salen pronto.

Madre regresó con dos cuchillos grandes sacados del cuchillero de madera de la cocina. Le entregó uno a padre y conservó el otro para sí.

El señor Desconocido carraspeó.

—Como ya he dicho, ya se lo he pedido con amabilidad. Ahora se lo voy a pedir de un modo no tan amable. Mientras ustedes y yo hemos estado aquí departiendo, mi amigo el señor Smith ha estado dando vueltas a esta casa tan preciosa que tienen, y lo ha hecho con un par de latas de gasolina. ¡Huele que apesta! La ha esparcido bien alto por las paredes, en el hueco de debajo del suelo de madera, e incluso por un par de árboles para que podamos prender todo esto y hacer que luzca con verdadero fulgor.

Algo cayó sobre el tejado y rodó durante unos segundos antes de detenerse.

—¡Vaya! ¡Ojalá pudieran ver esto! Ha tirado una lata entera en el tejado. Joder, está cayendo por los caños de los canalones. Lo ha empapado todo de arriba abajo con gasolina de noventa y tres octanos. —El señor Desconocido estaba riéndose por lo bajo, con una voz cada vez más emocionada—. Ahora viene cuando se lo pido de un modo no tan amable. Tienen cinco minutos para salir de ahí con los Carter, o empezaremos a echar cerillas y montaremos una buena hoguera. Por supuesto, eso significa que perderemos nuestros documentos y a sus vecinos, pero estoy dispuesto a aceptarlo. Dormiré como un niño sabiendo que todo esto acaba aquí mismo. Si intentan huir, van a caer como pichones en un campo de tiro. Cinco minutos, señores. Ni un segundo más.

El Cuarto Mono
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