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Emory
Día 2 – 16:18
El universo de Emory se quedó en silencio, un silencio tan ensordecedor que le tiraba de detrás de los ojos con un calor incandescente, le atravesaba el oído bueno a toda velocidad y le entraba en el cerebro para volver a salir por el otro lado con la violencia del aceite hirviendo. Se presionaba con la mano libre un lado de la cabeza y maldecía la que tenía encadenada.
¿Por qué no se acababa aquella pesadilla?
—Mátame ya, por favor —susurró Emory con una voz que no era la suya, una voz débil y seca que le lijaba el fondo de la garganta. Era la voz de una chica a la que no deseaba conocer.
Ya no había música, había sido sustituida por un fuerte pitido que ya sabía que solo existía en su mente pero que parecía rebotar asimismo en las paredes. Alimentaba la migraña que había surgido a partir de un dolor de cabeza que a su vez procedía de su singular deseo de morir antes que aguantar otra hora de aquel infierno.
La música había desaparecido otra vez, pero volvería. La música siempre volvía.
La última canción que había sonado era Whole Lotta Love, de Led Zeppelin. Conocía aquella canción, pero no sabía de qué. Le sorprendió el hecho de que el nombre del grupo le hubiese venido con tanta facilidad a la cabeza cuando era incapaz de acordarse de en qué día de la semana estaba. Eran los que cantaban Stairway to Heaven, y esa era la canción que había estado esperando. Ya la había oído cuatro veces desde que entró en aquel lugar, y estaba empezando a pensar en aquella cancioncilla como su marcador oficial del paso de otro día, pero no había sonado hoy. ¿O sí? ¿Cuándo sonó por última vez? No se acordaba. No era capaz de recordar nada.
Querida, estás deshidratada. Y creo que también se te ha infectado la mano. Estás hecha un desastre. En estas condiciones, nadie te va a pedir que le acompañes al baile de fin de curso, eso seguro.
Era posible que tuviese infectada la mano. Las punzadas de dolor en la muñeca eran casi equiparables a las de la cabeza.
Se negaba a volver a tocarse la muñeca.
No lo iba a hacer.
No, señor.
La última vez que se la había tocado, ni siquiera le había parecido que fuese suya. Era como un guante relleno. La tenía hinchadísima —del doble de su tamaño normal—, y la carne de alrededor de las esposas estaba húmeda y blanda. Extrañamente, esa parte no le dolía tanto como la propia muñeca, y no podía evitar preguntarse por qué. ¿Las esposas le habrían cercenado los nervios?
Además, los huesos formaban un ángulo extraño. Los dedos señalaban hacia atrás, hacia donde no debían señalar, en un gesto que solo harían los personajes de los dibujos animados. No era bueno; no era nada bueno, en absoluto.
Debería tomarse otra vez el pulso, pero ese tipo de cosas ya no le parecían importantes.
Seguro que serías capaz de comerte una rata.
—No me voy a comer una rata —respondió Emory frotándose la sien—. Antes prefiero morirme.
¿En serio, querida? Porque yo preferiría comerme una rata. Lo haría sin pensármelo dos veces, en caso de estar en tu situación. Le podrías partir el cuellecito y usar el borde afilado de la camilla para rajarla y abrirla. Si lo haces rápido, la carne aún estará caliente. Sería como comerse las sobras del cubo de pollo frito. Eso ya lo has hecho, yo te he visto.
—No me voy a comer una rata —volvió a decir Emory, esta vez en un tono más alto, más desafiante.
Está tan oscuro que podrías hacer como si te estuvieras comiendo cualquier cosa. ¿Qué tal unas costillas? Te encantan las costillas.
Rugió el estómago de Emory.
Tampoco es que se vayan a enterar tus amigas, y aunque se enteren, ¿crees que te culparían? Seguro que te felicitarían por tu valentía y por ser una chica con recursos.
Aunque Emory no era capaz de ver ninguna rata, estaba segura de que había más de una en su celda. Le habían pasado de vez en cuando por los pies y por las piernas cuando estaba tirada en el suelo. Incluso ahora, allí sentada en lo alto de la camilla, tenía la sensación de que algo la estaba observando. Se le había erizado el vello de la nuca. ¿Las ratas pueden ver en la oscuridad? ¿Había pensado ya en aquello? Ya no se acordaba.
Claro que primero tendrías que atrapar una. Venga, yo creo que deberías intentarlo, ¿no? Sería nuestro secretillo. Te lo prometo, no se lo contaré a nadie. Un tentempié te haría mucho bien, recuperarías las fuerzas, serías capaz de concentrarte. Quizá podrías volver a cavilar sobre este pequeño dilema y se te ocurriese una manera de salir. Me han dicho que la rata es un alimento buenísimo para el cerebro, muy bueno para la memoria.
Emory cerró los ojos y respiró hondo, y acto seguido comenzó una cuenta atrás desde diez en un intento de acallar aquella voz. Cuando llegó al uno, todo estaba en silencio.
Seguro que los ojos saben a caramelo.
—¡Cállate! —gritó—. ¡Que no me voy a comer una rata!
Tú misma, cielo, aunque tengo la completa seguridad de que ellas no vacilarán a la hora de comerte a ti, cuando por fin te mueras de hambre. Ahora mismo se estarán rifando a quién le toca darte el primer mordisquito.
Un sonoro clic.
La visión de Emory se volvió de un blanco cegador. Cerró los ojos con fuerza y, al ver que con eso no bastaba, presionó la cara contra la pierna y se cubrió con el brazo, pero no sirvió de nada. Percibía un color rosa a través de todo aquello, veía los vasos sanguíneos de sus párpados. Todo a su alrededor se inundaba de luz, y era tan intensa que quemaba.
Oyó a alguien chillar, un horrible grito que resonó por todo su cuerpo, y hasta que tomó una bocanada de aire no se percató de que aquel chillido procedía de ella misma. Se lo tragó y se quedó en silencio salvo por el fuerte palpitar de su corazón y el resollar de su aliento.
Emory se obligó a abrir los ojos, y a través de las lágrimas pudo distinguir que la luz intensa venía de arriba. Arqueó la espalda y elevó el rostro para verla.
Una sombra se movía en lo alto, a una altura imposible, y con la sombra llegó una voz, una voz que descendió con un eco sobre ella, reverberó en las paredes y sonó como si estuviese apenas a un metro de distancia.
—Hola, Emory. Lamento haber tardado tanto en venir a verte. Soy un chico muy ocupado.