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Diario
—¿Quieres un poco de miel con los copos de avena, cariño?
Madre preparaba unos copos de avena maravillosos. No eran de los que vienen empaquetados, no señor. Compraba granos crudos de avena, los cocinaba para convertirlos en una mágica delicia y los servía con pan tostado y zumo de naranja en el rinconcito del desayuno de nuestra cocina.
—Sí, madre —respondí—. Más zumo también, por favor.
Apenas habían pasado unos minutos de las ocho de la mañana de un soleado jueves de verano.
Oí que llamaban con delicadeza a nuestra puerta mosquitera, y ambos nos dimos la vuelta para encontrarnos a la señora Carter de pie en la entrada.
Madre sonrió.
—Eh, hola. Venga, pasa.
La señora Carter correspondió a su sonrisa y tiró de la puerta para abrirla. Gracias a la intensidad del sol, pude verle la silueta de las piernas a través del vestido cuando atravesó el umbral de la puerta. Me apretó el hombro y me sonrió antes de dirigirse hacia mi madre y darle un beso muy ligero en la mejilla.
He de decir que, después del día anterior, fue algo bastante insulso. Sin embargo, capté la mirada que cruzaron entre ellas.
Madre acarició el cabello de la otra mujer.
—Hoy llevas el pelo absolutamente ideal. Mataría por tener un pelo así. Me estoy tomando un café irlandés. ¿Te apetece uno?
—¿Qué es un café irlandés?
—Ay, querida mía, qué bisoña eres en las cosas de la vida, ¿no crees? El café irlandés es un café con un chorrito de whisky Jameson. A mí me parece el reconstituyente perfecto en una cálida mañana de verano —le contó madre.
—¿Whisky por la mañana? ¡Qué maldad! Sí, por favor.
Madre le sirvió una taza de café recién hecho, y después bajó una botellita verde con la etiqueta amarilla del armario que no me permitían abrir. Le quitó el tapón y remató la taza de café antes de dársela a la señora Carter. No pude evitar darme cuenta de que sus manos habían permanecido juntas un instante más de lo que cabría juzgar necesario.
La señora Carter dio un sorbito y sonrió.
—Está para morirse. Debe de hacer maravillas en invierno.
Madre miró a la mujer y ladeó la cabeza.
—¿No es ese el mismo vestido que te pusiste ayer?
La señora Carter se sonrojó.
—Me temo que sí. Tengo verdadera necesidad de hacer hoy la colada.
—No puedo permitir que te pases todo el día con la ropa de ayer. Sígueme. —Se levantó y se dirigió a su habitación, llevándose consigo la botella—. Tengo unos cuantos vestidos que ya no me pongo. Estoy segura de que te quedarían perfectos.
La señora Carter me sonrió y salió detrás de madre con su café irlandés en la mano. Las vi desaparecer por el pasillo, y la puerta del cuarto de madre se cerró cuando entraron.
Por un breve instante, me planteé quedarme allí en la mesa y terminarme el desayuno. Al fin y al cabo, es la comida más importante del día. Al estar en edad de crecer, comprendía la importancia de la nutrición. Aun así, no lo hice. Recorrí de puntillas el pasillo y pegué la oreja a la puerta.
No se oía nada del otro lado.
Salí y rodeé la casa.
La ventana de madre estaba en la fachada este, sobre un rosal grande a la sombra de un viejo álamo de Virginia. Tomé las precauciones necesarias para asegurarme de que no se me vería desde la calle, me situé a un lado del árbol y me volví hacia la ventana. Por desgracia, aún era bastante bajo, mi cuerpecillo era el de un crío, y desde aquel ángulo solo era visible el techo de la habitación.
Corrí veloz a la parte de atrás de la casa y regresé con un cubo de plástico de veinte litros. Lo coloqué boca abajo junto al árbol, me subí a él y me volví a asomar a la ventana.
La señora Carter estaba de espaldas, mirando a madre mientras ella escarbaba en su vestidor con la ferocidad de un perro que cava un agujero para su hueso preferido. Cuando madre apareció, sostenía tres vestidos. Intercambiaron unas palabras, pero fui incapaz de distinguirlas, ya que la ventana de madre estaba cerrada. No era partidaria de abrir la ventana de su dormitorio, ni en los momentos de mayor calor veraniego.
La señora Carter se llevó la mano detrás de la cabeza y se desató el lazo que mantenía sujeta la espalda del vestido. Se me cortó la respiración cuando cayó la fina tela. Aparte de unos pantis finos de algodón blanco, estaba desnuda. Madre le entregó uno de sus vestidos, y ella se lo deslizó por la cabeza. Madre retrocedió entonces y elogió a la otra mujer. Sacó la botellita verde con la etiqueta amarilla y bebió directamente de ella. Se estremeció, sonrió y le pasó la botella a la señora Carter, que apenas dudó un segundo antes de llevársela a los labios y tomar un trago.
Yo ya sabía qué era el alcohol, pero no recordaba haber visto a madre bebiendo, solo a padre. Era algo bastante común que él se sirviese un trago o dos después de una larga jornada laboral, pero no que lo hiciese madre. Eso era nuevo. Era diferente.
Nuestra vecina le entregó la botella a madre, que volvió a beber y se la pasó otra vez entre las risas de ambas, silenciosas detrás del cristal.
Madre sostuvo en alto uno de los vestidos, y la señora Carter asintió con entusiasmo. Se quitó el vestido y se acercó al espejo grande de madre sujetándose el segundo vestido contra el pecho.
Se me aceleró el pulso.
Madre se colocó detrás de ella, le apartó el pelo hacia un lado y dejó al descubierto la curvatura de su cuello. Yo miraba mientras madre la besaba con extrema ternura en aquel lugar donde el cuello se encuentra con el hombro. La señora Carter cerró los ojos e inclinó levemente la cabeza hacia atrás, presionando contra ella. Dejó caer al suelo el vestido. Vi en el espejo que la mano de madre ascendía muy despacio por el vientre de la otra mujer y encontraba su pecho derecho.
Al contrario que la señora Carter, madre tenía los ojos abiertos. Lo sé porque podía verlos. Veía cómo me miraban fijamente en el espejo mientras sus manos recorrían el cuerpo de la otra mujer y descendían hasta desaparecer en sus pantis.