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Diario
Recién duchado, con el pelo húmedo y oliendo a polvos de talco para bebé, salí pavoneándome de mi cuarto para volver a la cocina. Menudo apetito se me había abierto, y el estofado de ternera olía maravillosamente bien. Me dejé caer en mi silla, ante la mesa, y me metí en la boca una cucharada detrás de otra, obligándome a recordar que tenía que masticarlas. Se me había metido en la cabeza la canción de Ritchie Valens que madre estaba cantando antes, y me sorprendí tarareándola mientras comía. Siempre tuve un excelente sentido del ritmo, incluso a tan temprana edad.
Padre y madre continuaban en el sótano. Sus risas ascendían por los escalones y resonaban al llegar arriba. Cómo se estaban divirtiendo. Yo perdí el interés cuando el señor Carter se dobló por tercera y definitiva vez. Creo que fue el corazón lo que le falló. Había perdido un montón de sangre, eso desde luego, pero no lo suficiente para matarlo. Por lo general, el cuerpo humano puede perder el cuarenta por ciento de su volumen total antes de venirse abajo. Una persona del tamaño del señor Carter tendría fácilmente unos cuatro o cinco litros. Dudo mucho que hubiese perdido más de un litro, o litro y medio en total. En ocasiones puede resultar difícil saberlo, pero cuando se encharca en el cemento como lo hizo en el sótano, es fácil medirlo.
No, no fue la pérdida de sangre: el miedo acabó con él.
Yo miraba desde las escaleras cuando padre le sacó los ojos con un «pop». No creo que el señor Carter se diese cuenta siquiera, pero entonces padre le puso al hombre sus propios ojos en la mano para que se los guardase. Los agarró con demasiada fuerza. Padre se echó a reír con aquello, mientras madre le seguía haciendo cortes. Eran pequeños al principio, solo unos pocos eran profundos. Así de irritante era mi madre: le cortaba un par de centímetros en el hombro, lo justo para atraer su atención, y después le hundía bien profundo el cuchillo y lo retorcía (le encantaba retorcer el cuchillo). Sin los ojos, el señor Carter no sabía dónde ni cuándo recibiría el siguiente corte. Imagino que aquel suspense hizo que el corazón se pusiera a bombear a base de bien. Cuando el señor Carter empezó a entrar en estado de shock, padre me envió arriba a buscar las sales para oler. Nadie quería que se nos fuese a desmayar en el momento más emocionante. ¿Qué diversión habría en ello? Pasado un rato, sin embargo, poco fue lo que pudimos hacer para mantenerlo consciente. El shock, que suele estropearlo todo.
Al final, cogió aire con fuerza. El cuerpo se le contrajo en un espasmo y se le quedó rígido. Después cayó inerte contra el cemento. Creo que se lo volvió a hacer encima, pero estaba hecho ya tal desastre que no pude saberlo con seguridad. Este lo había comenzado madre, de manera que yo sabía que padre le haría limpiarlo. Esa era la regla. A padre le encantaban sus propias reglas.
Otra ronda de carcajadas desde abajo. ¿Qué podrían estar haciendo ahí todavía?
Alargué el brazo en busca de otra ración de estofado cuando oí que llamaban a la puerta mosquitera de la cocina. Me di la vuelta y vi a la señora Carter de pie al otro lado. Tenía ambos ojos de un horrendo tono violáceo. Una magulladura grande le cubría también la mejilla izquierda. Se acunaba la muñeca izquierda con la otra mano.
—¿Está aquí mi marido? —dijo con voz débil.
Cogí la servilleta y me limpié la comisura de los labios. No había motivo, en realidad; no es que fuera descuidado al comer, sino que necesitaba un momento para pensar.
—No ha venido a casa. Hace ya horas.
Su voz era grave, ronca. Había pasado mucho tiempo llorando. Tan solo me pregunté por qué querría ella que su marido volviese a casa. Menuda la que le había hecho. ¿De verdad quería dejarle volver como si nada hubiera sucedido?
Me levanté de la mesa y me dirigí a la puerta. Me fijé en el cerrojo: no estaba echado. En ningún momento me planteé invitarla a pasar, pero eso tampoco significaba que ella no fuera a entrar por su propia iniciativa. No era una extraña en nuestra casa. Solía llamar un par de veces en el marco y pasar directamente. ¿Por qué no? Sin embargo, esta vez no lo hizo. Se quedó en los escalones de atrás, tambaleándose. Me miraba, allí de pie, con unos ojos maltrechos, morados, que tenían verdaderas ganas de cerrarse, poco más que dos ranuras.
—Deje que le pregunte a madre. ¿Me da usted un minuto? —le dije con mi voz de adulto como si nada pasara, aquella voz que llevaba implícita una absoluta naturalidad y confianza, esa que decía: «Puede usted confiar en mí. ¡Estoy aquí para ayudarla en todo lo que pueda, amable señora!».
Ella asintió, un acto que debió de dolerle, porque se le torció el gesto en una leve mueca con el movimiento.
Le ofrecí una sonrisa antes de bajar dando saltitos por las escaleras hasta el sótano.