54

Porter

Día 2 – 9:23

Porter y Watson siguieron al agente de uniforme por los pasillos de la comisaría de la calle Cincuenta y uno hasta que se detuvo ante una puerta en la segunda planta.

—El oficial al mando de la investigación se llama Ronald Baumhardt. Los espera dentro. —El agente se miró un instante los zapatos y miró a Porter—. Por si sirve de algo, lamento lo sucedido.

Porter le hizo un leve gesto de asentimiento y entró en la salita.

Baumhardt era un hombre bajo y fornido que rondaba los cuarenta y cinco, con algunas canas y perilla. Estaba sentado en el borde de una mesa, revisando una carpeta. Porter le ofreció la mano.

—Detective, gracias por permitirme venir hoy.

Baumhardt le estrechó la mano.

—No me puedo ni imaginar por lo que está pasando…, es lo menos que podemos hacer. —Miró a Watson—. Usted es…

—Paul Watson, del Laboratorio de Criminalística del centro. Estoy ayudando al detective Porter en otro caso.

—¿El Cuarto Mono? —Baumhardt soltó un silbido—. Menuda mierda esa. Llevan persiguiéndolo, ¿cuánto?, ¿cinco o seis años? Y va y se tira delante de un autobús municipal. Le ha ahorrado un montón de dinero al contribuyente. Espero que el conductor diera marcha atrás y volviese a pasar por encima del cabrón de mierda.

—Salió despedido, pero bien muerto —dijo Watson—. El conductor no habría podido hacer mucho más.

—Sí, claro —respondió Baumhardt mirándolo con una expresión rara.

Porter hizo un gesto con la barbilla hacia la carpeta que tenía en la mano.

—Y bien, ¿cómo está el tema?

Baumhardt les hizo un gesto para que se acercaran y abrió la carpeta sobre la mesa.

—Se llama Harnell Campbell. Entra anoche en un 7-Eleven a una manzana de aquí, a las diez y cuarto, y le pone un treinta y ocho en la cara al cajero, le exige el contenido de la caja registradora y el de la caja fuerte. La misma mierda de siempre, solo que su elección del lugar es lamentable. La mitad de esta comisaría pasa por esa tienda antes y después de su turno. Está prácticamente en la esquina en diagonal con nuestro parque de vehículos. Un agente fuera de servicio se encuentra al fondo, en la cámara de las cervezas frías, saca una Coors Light del paquete que está a punto de comprar, la agita a base de bien y la lanza a la otra punta de la tienda, contra la puerta. Nuestro aspirante a atracador se da la vuelta hacia el barullo y se queda mirando cómo revienta la lata el tiempo justo para que el agente se le acerque por detrás y le ponga al tío la pipa en la nuca. Es la primera detención con una lata de cerveza de la que he oído hablar en mi vida.

—No sé yo si a la Coors Light se le puede llamar cerveza, la verdad.

—Cierto, mi mujer la llama «cerveza de fogueo» —dijo Baumhardt—, pero está claro que tiene su utilidad como arma táctica. En fin, hemos analizado un proyectil de ese treinta y ocho, el protocolo habitual, y obtuvimos una coincidencia con…

—La bala que mató a mi mujer —agregó Porter.

Baumhardt asintió.

—Fui a la academia con Dalton, su capitán, así que le he llamado enseguida y le he contado lo que estaba pasando.

—Agradezco la oportunidad de estar presente. Muchas gracias.

Sonó un teléfono en la pared. Baumhardt lo descolgó y se lo llevó al oído.

—Baumhardt. Perfecto, traedlo para acá.

La puerta de la sala de observación se abrió un instante después, y entró Tareq acompañado. Al ver a Porter se le tensó la expresión y le ofreció la mano.

—Cuánto lo siento, Sammy. Si hubiera pensado que el chaval iba a disparar, habría…, no sé, habría hecho algo distinto. Pero es que nunca disparan. Suelen entrar y salir. Dios mío, yo…, cuánto lo siento…

Al parecer, allí había sentimiento de culpa para dar y tomar.

Porter le estrechó la mano y le apretó el hombro.

—Yo no te culpo, Tareq. Me contaron lo que hiciste, que intentaste ayudarla. Gracias por estar ahí con ella. Me consuela el hecho de que la última cara que vio fue la de un amigo. No murió sola.

Tareq asintió y se pasó la manga por los ojos.

Baumhardt se acercó, se presentó y le explicó lo que iba a pasar unos instantes después.

—Vamos a traer a seis tíos, se van a colocar ahí en fila, y cada uno va a sostener un número. —Bajó la vista al papeleo que había en la mesa—. Según su declaración, el tío que le atracó le dijo «La pasta en una bolsa, ya». Le voy a pedir a cada uno de ellos que dé un paso al frente y repita esa frase. Quiero que estudie a cada uno de ellos con mucha atención. Tenga en cuenta que el que le atracó podría no estar aquí siquiera, así que no se sienta obliado a elegir a uno. Quiero que esté seguro al cien por cien de que es el hombre correcto. Si tiene alguna duda, si no le parece que sea ninguno de ellos, no pasa nada, solo dígamelo. ¿Entendido?

Tareq asintió.

—No pueden vernos, así que tampoco tiene que preocuparse por eso. No se preocupe por nada que no sea dar con nuestro hombre —le indicó Baumhardt.

—Muy bien —dijo Tareq.

Baumhardt presionó el botón del intercomunicador de la pared.

—Adelante, hacedlos pasar.

Porter permaneció en el fondo de la sala. Tenía las manos frías y pegajosas. Se las restregó en los pantalones. Sentía los latidos del corazón en un lado del cuello, oía el pulso detrás de las orejas. Junto a él, Watson miraba fijamente la sala blanca de la rueda de reconocimiento cuando se abrió de golpe una puerta y dos agentes de uniforme hicieron entrar a seis hombres.

—El número cuatro —indicó Tareq—. Es él, estoy seguro.

Baumhardt miró a Porter y después otra vez a Tareq.

—¿Quiere que digan la frase? Tiene que estar seguro para que esto se tenga en pie.

Tareq asintió.

—Jamás olvidaré la cara de ese chaval. Es él.

Porter dio un paso al frente para ver mejor.

Un poco por debajo del metro ochenta y tres según las marcas de estatura en la pared, era un chaval de raza blanca de apenas veinte años, con la cabeza afeitada y múltiples piercings alineados en ambas orejas. Tenía el brazo derecho cubierto por una manga de tatuajes que iban desde un dragón en el hombro hasta un piolín en el antebrazo. En el izquierdo, extrañamente, no tenía ninguno. Les devolvía la mirada con la mandíbula encajada y los ojos fijos.

Baumhardt estaba rebuscando de nuevo en la carpeta.

—No mencionó nada sobre los tatuajes en su declaración.

—Llevaba una cazadora: no le pude ver los brazos —respondió Tareq—, pero sí tenía un tatuaje en la oreja derecha. Eso lo recuerdo. Sé que se lo dije al agente de la investigación.

—Dijo que temblaba tanto que apenas era capaz de sujetar derecha la pistola. No parece muy nervioso ahora —señaló Baumhardt—. Ahora mismo parece absolutamente sobrio.

—Es él. Comprueben la oreja.

Baumhardt volvió a presionar el botón del intercomunicador.

—Número cuatro: dé un paso al frente y gire a su izquierda, por favor.

Porter juraría haber visto al chaval sonreír antes de hacer lo que le estaban diciendo, como si de algún modo estuviera disfrutando con aquello. Al girarse, Porter localizó las letras oscuras en el lóbulo interno.

—Ahí, lo veo.

—¿Dónde? Yo solo veo una tonelada de chatarra colgando —dijo Baumhardt.

—No, en el interior, bajo los piercings, con tinta negra.

Baumhardt se aproximó al cristal y entornó los ojos.

—Joder, ¿puede ver eso? Yo apenas lo distingo. —Cogió de la mesa una ficha policial—. Según esto, pone «Filtro».

Tareq se volvió hacia ellos.

—¡Eso es! Ya les he dicho que era él.

Baumhardt soltó un suspiro.

Porter le puso una mano en el hombro a Tareq.

—Gracias.

Tareq se volvió hacia él con una mirada intensa.

—Ojalá hubiera podido hacer algo más.

—No puedes culparte.

No más de lo que me culpo yo.

Baumhardt hizo una señal a uno de los agentes de uniforme.

—Lleve al número cuatro a una sala de interrogatorios. Vamos a tener una larga charla. —Se volvió hacia Tareq—. Le dejaremos irse de aquí lo antes posible. Solo necesitamos que nos rellene el papeleo.

Porter le dio un golpecito a Watson.

—Vámonos con ese reloj a ver a tu tío.

Watson frunció el ceño.

—¿No quiere presenciar el interrogatorio?

Porter negó con la cabeza.

—Ya estoy que me hierve la sangre. No puedo seguir aquí. Pensaba que tenía que ver esto, pero no. Es mejor que me vaya.

Baumhardt, que estaba de pie a menos de un metro, comenzó a recoger sus papeles.

—¿Quiere que le llame, que le cuente lo que ha pasado?

—Me gustaría.

—El chaval se está haciendo el duro, pero se vendrá abajo. Y aunque no lo haga, tenemos la prueba de balística y el testimonio de Tareq. He visto a un jurado condenar con mucho menos.

Porter le estrechó la mano.

—Gracias otra vez.

Watson le miraba con el entrecejo fruncido.

—¿Qué?

—Que está un poco pálido, nada más.

—Estaré bien. Solo necesito que me dé el aire —respondió Porter—. Vámonos.

Empujó la puerta, la abrió, salió al ajetreo del pasillo y se dio de bruces con un detective corpulento que llevaba cuatro cafés de Starbucks en un soporte. El líquido caliente reventó entre los dos y cayó al suelo en un diluvio. Watson se apartó de un salto.

—¡Pero qué cojones…! —gruñó el detective—. ¿Es que no mira por dónde va?

—Lo siento mucho, yo…

—Me importa una mierda. ¿Es que quiere mandar a alguien a la unidad de quemados o qué? —Se frotaba frenético la mancha de la camisa con una servilleta.

Porter no había salido mucho mejor parado. Le goteaba el café por la manga y por la chaqueta, y tenía una buena mancha en una pernera del pantalón. Era como si el zapato se hubiera llevado la mitad de la catarata y el calcetín lo estuviese absorbiendo. Metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó una tarjeta de visita mojada.

—Estoy en Homicidios, en el centro. Envíeme la factura de la lavandería y me haré cargo de ella.

—Ya le digo si se va a hacer cargo —dijo el hombre al tiempo que le arrebataba la tarjeta—. Suerte tiene de que no le obligue a ir al cajero ahora mismo y lo mande al Starbucks a por café.

Se marchó airado por el pasillo mascullando algo sobre la calidad del café de la cafetería.

—Vámonos —le dijo Porter a Watson—. Mi casa está de camino a la tienda de tu tío. Pararemos allí y me cambiaré.

El Cuarto Mono
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