31
Diario
No recuerdo haberme quedado dormido, pero debí de hacerlo en algún momento, porque me vi metido en la cama con el mejor de mis pijamas y el dolor de todos los dolores de cabeza martilleándome en las sienes. El sol matinal se colaba entre las persianas y me picoteaba en los ojos con tal ferocidad que pensé que la luz me iba a dejar ciego.
Anoche, padre me reprendió por beber, y traté de explicarle por qué lo había hecho, pero no estaba dispuesto a escuchar. O quizá sí lo hiciese. Tenía borrosa gran parte de la noche.
Retiré las sábanas y bajé los pies al suelo.
A pesar de haberlo hecho con el más delicado de los movimientos, el impacto se me propagó por el cuerpo y me llegó directo hasta el dolor de cabeza. Pensé en volver a meterme bajo las cálidas sábanas y dormir durante otro año, o algo así, pero sabía que si no me levantaba pronto mis padres vendrían a buscarme. En nuestra casa, si no estabas en la mesa a las nueve, el servicio de desayuno se cerraba y te encontrabas de pie ante el frigorífico sin nada más que un plato vacío y un rugido en la tripa. Madre lo cerraba con llave, ya ve usted. A las nueve en punto le echaba el cierre al frigorífico y apestillaba la puerta con un flamante candado Stanley nuevecito. Se quedaba cerrada hasta la hora del almuerzo, y el proceso se repetía en la cena. Si bien me veía perfectamente capaz de ayunar hasta el mediodía, algo me decía que un pequeño sustento en la panza sería de ayuda con los persistentes efectos de la juerga de la noche anterior y que tal vez me recuperara para el resto del día.
Tenía la ropa de la víspera apilada a mis pies, y pensé en ponérmela hasta que el olor a vómito ascendió procedente de la camiseta. No recordaba haber devuelto, pero tampoco tenía ningún motivo para creer que aquella inmundicia procediese de nadie que no fuese yo mismo. ¿Por qué se iba a tomar alguien la molestia de vomitar en mi cuarto? La idea era absurda. No, lo más probable era que se me hubiese revuelto el estómago. Digamos que parte del bourbon sintió la necesidad de abandonar mis reducidas instalaciones por la rampa de acceso.
Dejé el montón de ropa en el suelo, tomé nota mentalmente de que tenía que quemarla a la primera oportunidad que se me presentara y saqué de la cómoda una camisa y unos vaqueros. A continuación, recorrí el pasillo camino de la cocina.
—¡Aquí está mi chico! —Padre sonrió desde detrás de una fuente a rebosar de huevos y salchichas—. Toma asiento, hijo. Un poco de comida grasienta ayudará a que se te asiente ese estómago furibundo. Eres un poco joven para una resaca, desde luego que sí, pero seguro que es resaca lo que tienes ahora si de verdad consumiste las cantidades de alcohol de las que fanfarroneabas anoche.
Me abrí paso hasta mi silla e hice lo que pude por retener el contenido del estómago revuelto. El bourbon era una bebida de hombres, y me había tomado hasta la última gota como un hombre. No tenía la menor intención de mostrar ninguna debilidad bajo la atenta mirada de padre.
Alargó el brazo hacia el otro extremo de la mesa, cogió una botella de boca ancha con zumo de naranja y me sirvió un vaso. Acto seguido sacó un vaso de chupito de debajo de una servilleta con la ceremonia de un mago que extrae un conejo de su sombrero negro de copa.
—Te he preparado esto. Es el mejor de Kentucky, y tal vez el método más rápido conocido por la civilización para hacer que se desvanezca la resaca. —Deslizó el vaso hacia mí con una sonrisa de oreja a oreja.
Me quedé mirando el vaso de chupito con los ojos —sin duda— inyectados en sangre y las mejillas pálidas, a la espera de que soltase la gracia que rematase aquella bromita suya, pero no llegó. Le dio un toquecito al vaso para acercármelo más.
—Bebe, campeón. Te prometo que tomar un poco de lo mismo que anoche te hará sentir mejor.
—¿En serio?
Padre asintió.
Alargué la mano hasta el vaso y me lo llevé a los labios, con delicadeza, entre las punzadas de dolor en el cráneo. El olor a caramelo tibio y vainilla tostada me hizo cosquillas en la nariz.
—Ahora, rápido. Los hombres de verdad se toman el chupito de un solo trago y sin tirar una gota.
Respiré hondo, vacié el vaso y me obligué a tragar, con una mueca mientras la quemazón me descendía por el gaznate hacia el estómago. Me pareció extraño poder sentir cada milímetro del recorrido. Jamás se me había ocurrido pensar en el trayecto que recorría lo que comía y bebía. Qué cosa tan rara es el alcohol, sin duda.
—Ahora, estampa el vaso contra la mesa —me indicó padre con regocijo.
Hice lo que me dijo, golpeando el vaso de chupito contra la madera con tal fuerza que pensé que se me haría añicos en la mano.
Padre aplaudió de alegría.
—¡Ese es mi chico!
Me limpié la boca con la manga, y el bourbon se me quedó en el aliento. Me hizo pensar en tostadas quemadas y melaza.
Padre cogió el vaso y sirvió otro chupito. Este se lo bebió él, y después pegó también un golpe en la mesa con el vaso. Dejó escapar un gruñido, se estremeció con un sonoro suspiro y se volvió hacia mí con una repentina expresión seria en la cara.
—Quiero que recuerdes este momento como tu primer trago. ¿Crees que serás capaz de hacerlo, campeón? Cuando seas mayor y eches la vista atrás, quiero que pienses en este ratito nuestro como la primera vez que probaste el zumo de la fruta prohibida, un simple chupito con tu viejo. Un momento importante entre padre e hijo. Olvídate de anoche. Olvídate de que bebiste con nuestra encantadora vecinita. Olvídate del motivo de esos tragos. Cuando seas mayor, no quiero que recuerdes que te emborrachaste con la señora Carter. No quiero que pienses en ella siquiera, solo quiero que recuerdes esto. ¿Qué te parece, campeón? ¿Podrás, o nanay, ni loco?
Pensé en sus palabras e hice un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Podré, padre —dije con una sonrisa—. Seguro que podré.
—¿Juramento de meñiques?
Acerqué la mano, tan pequeña, a la suya y así lo juramos.
—Bien, porque es así como uno debe recordar su primer trago: un momento alegre con papaíto, y no bebiendo y haciendo el tonto con la puta loca de la vecina.
Jamás le había oído decir nada tan malsonante. A madre tampoco. Nunca decían palabrotas. Aquel término no era nuevo para mí; ya lo había oído muchas veces en clase, y en boca de otros adultos, pero jamás en la de padre, nunca con su voz.
—Ah, perdona, campeón. Quizá no debería utilizar tales términos en tu presencia. Nunca debes llamar a nadie semejantes cosas, en particular a una mujer. Estoy dando un ejemplo horrible. Como suelo decir, a las mujeres hay que amarlas y tratarlas con el más absoluto de los respetos.
Observé el resto de la habitación. Aún no había visto a madre aquella mañana.
—Está abajo, con nuestra invitada —dijo padre. A veces era como si me leyese el pensamiento.
Ya me estaba preguntando si la señora Carter seguía viva. Francamente, me sorprendió el hecho de que lo estuviese. Aunque padre y madre no tuvieran la noche anterior la mejor disposición, solían ser muy cuidadosos en lo referente a sus indiscreciones. No dejaban cabos sueltos.
—¿Se va a quedar la señora Carter con nosotros una temporada?
Padre reflexionó.
—Sí, campeón, creo que sí. ¿Sabes? No podemos culparla a ella por los actos de su marido, la verdad es que no, pero tuvo que hacer algo para ponerlo en tal estado de nervios. Y si ella no lo hubiese hecho, él nunca habría tenido que venir aquí y amenazar a tu madre, que no se habría encontrado en un aprieto y no habría tenido que hacerle daño. Seguramente, el señor Carter estaría ahora mismo sentado en su porche, disfrutando de la brisa veraniega con su adorable esposa, y madre no se estaría pasando la mañana entera de rodillas, frotando el suelo del sótano para limpiar toda esa repugnancia. —Hizo un gesto negativo con la cabeza y se rio—. Qué forma de sangrar la de ese tío, ¿verdad?
No pude sino coincidir. Y me sorprendí sonriendo.
Padre se pasó la mano por el pelo.
—Ahora, la pregunta es: ¿qué hizo la señora Carter para enfadar tanto a su marido? ¿Acaso él vio algo? ¿Viste tú algo, campeón?
Pronunció aquellas palabras tan rápido que me pillaron por sorpresa.
Se me atragantó el aliento, y cuando traté de hablar, no me salió nada. Lo negué con la cabeza y, por fin, dije:
—No lo creo, padre.
Entornó los ojos.
—¿No lo crees?
No dije nada ante aquello. Me daba la sensación de que se me estaba hinchando la lengua en la boca y taponando las palabras que deseaban salir. Padre me miró fija e intensamente. No había ira en su mirada, pero estudió cada guiño de mis ojos y cada tic de mi nariz. No aparté los ojos, ya que él lo habría interpretado como el claro signo de una inminente mentira.
—Quiero decir que no creo que él viese nada, padre. Yo, desde luego, no vi nada.
Inclinó la cabeza y me observó durante un buen rato. Finalmente, sonrió y me dio unas palmaditas en la mano.
—Bueno, la verdad no tardará en salir a la luz. Siempre lo hace, y ya me encargaré yo de la situación en ese momento, con premura. Por ahora, sin embargo, luce el sol, el ambiente rebosa de vida, y no pretendo desperdiciar tan glorioso día de verano.
Alargué la mano sobre la mesa para coger una tostada. Ya no estaba caliente, pero me convenía meterme algo en el estómago.
—¿Cómo tienes la cabeza?
Me percaté de que el dolor casi me había desaparecido, todo salvo unos latidos sordos que sentía detrás del ojo izquierdo. También habían desaparecido las náuseas.
—¡Mucho mejor!
Estiró el brazo y me despeinó.
—Eso es. Come. Cuando hayas terminado, quiero que bajes un plato a nuestra invitada. Y un vaso de zumo de naranja también. Me imagino que se le habrá abierto el apetito. Yo me voy a dar un paseo hasta la casa de los Carter, a poner un poco de orden. Creo que le voy a preparar una maleta a la vecina. Será mejor que parezca que se han ido de viaje por carretera, por si acaso le da a alguien por pasarse a ver qué tal están.
—Padre, a lo mejor debería cambiar de sitio el coche de los Carter —le sugerí mientras mordisqueaba la tostada.
Volvió a alborotarme el pelo.
—De tal palo tal astilla, ¿verdad que sí?
Le sonreí.