16

Diario

Madre me vio, pero no me marché corriendo. Sabía que debía irme. Sabía que aquello era un momento de intimidad, algo que yo no debía ver, pero de todas maneras continué mirando. No creo que hubiese podido parar ni aunque hubiera querido. Permanecí junto a aquel árbol hasta que madre y la señora Carter desaparecieron de mi vista. Para ser más exactos, descendieron fuera de mi vista, ya fuese en la cama o en el suelo, no estaba seguro.

Bajo mis pies, el cubo se tambaleó. Yo me tambaleé. Sentí las piernas de gelatina. ¡Menuda flojera! El corazón me palpitaba con la cadencia de un desfile. ¡Qué le voy a decir, si aquello era, como poco, emocionante!

Me encontraba tan cómodamente instalado en aquella actividad que no oí el coche del señor Carter al pasar por delante de nuestra casa. No me percaté hasta que hizo crujir la gravilla del camino de la casa de al lado. La señora Carter debió de oírlo también en aquel momento. Como una marmota en el último día del invierno, su cabeza apareció en el marco de la ventana, con el bamboleo de los pechos y la boca abierta en un grito ahogado. Me vio en el preciso instante en que yo la vi a ella. No había nada que hacer, me quedé petrificado devolviéndole la mirada. Se dio la vuelta y gritó algo, y entonces se asomó mi madre. Ella no me miró.

Ambas desaparecieron de la ventana.

Sonó el portazo del coche del señor Carter. Nunca estaba en casa a esas horas. Normalmente, no regresaba del trabajo hasta pasadas las cinco, a la misma hora que mi padre, más o menos. Me vio allí de pie junto al árbol, encaramado en lo alto del cubo, y me lanzó una mirada de perplejidad. Le saludé con la mano. No me devolvió el saludo. En cambio, subió por su camino de entrada y desapareció en su casa.

Un segundo después, la señora Carter salió por nuestra puerta principal caminando con brío y cruzó el césped alisándose el vestido con las manos. Me lanzó una mirada fugaz al pasar. Le ofrecí un «Qué tal», pero ella no me correspondió. Cuando se metió en su casa, lo hizo con precaución, cerrando la puerta con extrema suavidad.

Me bajé del cubo de un salto y la seguí.

No diría de mí que fuese un crío entrometido. Tenía curiosidad, eso es todo. Así que crucé hasta el césped de los Carter sin pensármelo dos veces. Estaba a medio camino de su sendero de entrada cuando oí la bofetada.

Aquel sonido en particular era del todo inconfundible. Mi padre era un firme partidario de la disciplina, y me había puesto la mano en el trasero en más de una ocasión. Sin entrar en detalles, estoy dispuesto a reconocer que me gané un buen sopapo o dos en todas y cada una de aquellas ocasiones, y no le guardo ningún rencor por haberlo hecho. Conocía bien aquel sonido, y después de haber sido yo el sujeto pasivo (el juego de palabras no era intencionado), también reconocí el rápido grito que venía después del dolor.

Al oír que la señora Carter gritaba justo después de la bofetada, me di cuenta de que el señor Carter le había pegado. Otra bofetada llegó enseguida, y otro chillido agudo.

Llegué hasta el coche del señor Carter. El motor aún emitía un constante tic, tic, tic. El calor ascendía del capó, y el olor del escape inundaba el aire.

El señor Carter salió con estrépito por la puerta principal mientras yo me quedaba quieto, allí de pie junto a su coche.

—¡¿Qué cojones haces tú aquí fuera?! —gruñó antes de pasar por delante, de apartarme con un empujón y de cruzar el césped camino de mi casa.

La señora Carter apareció en la puerta, pero se detuvo en el umbral. Se llevaba una toalla húmeda a un lado de la cara. Tenía el ojo derecho hinchado, de color rosa y lloroso. Cuando reparó en mí, le temblaron los labios:

—No dejes que haga daño a tu madre —susurró.

El señor Carter llegó ante la puerta de nuestra cocina y aporreó el marco con el puño. Me resultó extraño que estuviera cerrada. Prácticamente todos los días del verano, la puerta se abría por la mañana y así se quedaba hasta bien tarde por la noche, con la puerta mosquitera como lo único que mantenía a las criaturas de la madre naturaleza fuera de la casa. Madre debía de haber…

Localicé a madre de pie en una ventana lateral. Fulminaba con la mirada al señor Carter, en nuestra entrada trasera.

—¡Tú, abre la puerta, hija de la gran puta! —gritó—. ¡Que abras la maldita puerta!

Madre le observaba, pero permaneció quieta.

Arranqué para volver hacia la casa, pero ella alzó la mano de inmediato y me hizo un gesto para que me quedase donde estaba. Me detuve en seco, sin saber muy bien lo que debería hacer. Al pensar en ello ahora, me doy cuenta de lo ingenuo que era al creerme capaz de hacer algo. El señor Carter era un hombre grande, tal vez más grande que padre. Si intentaba detenerle de algún modo, me apartaría de un manotazo como si fuera una mosca molesta que le zumba por la cabeza.

—¿De verdad crees que puedes convertir a mi mujer en tu propio servicio personal, el que te limpia el felpudo? —Aporreó la puerta—. Lo sabía, joder, es que lo sabía, hija de puta insaciable. Ya sabía yo que algo pasaba. Siempre metida en tu casa, apestando a ti. He notado tu sabor en ella, ¿lo sabías? Pues créetelo. Seguro de cojones que lo he notado. Y ahora creo que me debes una. Ojo por ojo. ¿O mejor coño por coño? ¿Lo entenderás mejor así, si rebajo el nivel? Hay consecuencias, pedazo de guarrilla. Y te toca pagar. ¡En este mundo no hay nada gratis!

Madre desapareció de la ventana.

La señora Carter comenzó a sollozar a mi espalda.

El señor Carter se dio la vuelta y le mostró un airado dedo admonitorio a su mujer.

—¡Cierra la puta boca! —Tenía la cara al rojo vivo. El sudor le brillaba en la frente—. No creas que he terminado contigo. Cuando acabe con esto de aquí, tú y yo vamos a tener una larga y dolorosa charla. Créeme. Cuando termine de pedirle cuentas a esta golfa, te toca a ti. ¿Crees que ese rasguño duele? ¡Pues espera a que vuelva a casa a por el postre!

Fue entonces cuando se abrió la puerta de atrás de nuestra casa. Madre salió a la luz y le hizo un gesto para que entrase.

El señor Carter se quedó allí de pie un momento, fulminando a madre con la mirada. Tenía la cara tan roja como una señal de stop, la frente arrugada y sudorosa, los puños bien cerrados. Al principio pensé que le iba a pegar, pero no lo hizo.

Madre me miró por encima del hombro del señor Carter, y sus ojos permanecieron fijos en los míos por un segundo antes de volverse hacia él.

—Esta es una oferta que no se va a repetir. Ahora o nunca. —Jugueteó con un dedo alrededor de un bucle de cabello rubio, y después lo deslizó hacia abajo por el lateral del cuello con una sonrisa asomándose a sus labios.

—¿Me estás tomando el pelo?

Madre se volvió de nuevo hacia el interior de la cocina y asintió.

—Ven.

El señor Carter la vio desaparecer por la puerta, y entonces se volvió hacia su mujer.

—Considera esto la primera parte de la lección. Cuando haya terminado aquí, iré a casa a enseñarte la segunda parte. —Soltó un bufido como si hubiera hecho el chiste de todos los chistes, entró en nuestra casa y cerró de un portazo a su espalda.

La señora Carter sollozaba.

Yo no era más que un crío, y no tenía ni idea de cómo consolar a una mujer que llora, ni tampoco tenía el menor deseo de hacerlo. En cambio rodeé nuestra casa corriendo hasta la ventana de madre y me volví a subir a mi cubo. Me encontré la habitación vacía.

Desde algún lugar del interior de la casa, oí un grito horrible. Y no era de madre.

El Cuarto Mono
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