13

Porter

Día 1 – 10:04

Nash aparcó el Charger en una plaza de minusválidos delante del edificio Flair Tower y apagó el motor.

—¿De verdad vas a aparcar ahí? —Porter le miró con el ceño fruncido.

Nash se encogió de hombros.

—Somos la poli; podemos hacer este tipo de cosas.

—Recuérdame que pida que me cambien de compañero cuando todo esto acabe.

—Eso me parece un plan excelente. Entonces, a lo mejor me encasquetan a una novata buenorra recién salida de la academia —sonrió Nash.

—Quizá puedas solicitar una a la que le vayan los maduritos que le recuerdan a su papi.

—No recuerdo esa pregunta en el formulario, pero me la pude haber saltado.

El portero les abrió las grandes puertas de cristal del edificio, y los dos policías lo dejaron atrás camino del mostrador de recepción. Porter mostró la placa.

—¿El ático veintisiete?

Una joven morena de pelo muy corto y ojos azules correspondió a su sonrisa.

—Sus compañeros han llegado hace veinticinco minutos. Cojan el ascensor número seis hasta la planta veintisiete. Tendrán el ático a su derecha conforme salgan. —Les entregó una llave de tarjeta—. Necesitarán esto.

Entraron en el ascensor número seis, y la puerta se cerró a su espalda con un rápido bufido de aire. Porter presionó el botón de la planta veintisiete, pero no sucedió nada.

—Tienes que pasar la tarjeta por el chisme —le indicó Nash.

—¿El chisme? ¿Cómo cojones llegaste tú a detective?

—Oye, perdona por no haber consultado esta mañana la palabra del día en el calendario, ¿eh? —le contestó—. Ese lector de tarjetas de ahí. Parece una máquina para tarjetas de crédito.

—Lo pillo, Einstein. —Porter deslizó la tarjeta plástica de acceso por el lector y pulsó de nuevo el botón. Esta vez el panel se iluminó de un azul intenso y comenzaron a ascender.

Se abrió la puerta del ascensor y accedieron a un pasillo que se extendía en ambas direcciones. Unos grandes espacios abiertos con barandillas se asomaban a un enorme atrio en el piso de abajo. Cerca del final del pasillo, a la derecha, había una puerta abierta, con un policía de uniforme montando guardia.

Porter y Nash se aproximaron, mostraron las placas y entraron.

Las vistas eran sobrecogedoras.

El ático ocupaba toda la esquina noreste del edificio; las paredes exteriores consistían en unos ventanales del techo al suelo, con balcones. La ciudad se extendía a su alrededor, con el lago Michigan visible en la distancia.

—Cuando yo tenía quince años —dijo Porter—, mi habitación no se parecía en nada a esto.

—Mi apartamento entero cabría en este salón —dijo Nash—. Después de lo de hoy, quizá tenga que devolver la placa y hacerme magnate inmobiliario.

—No creo que puedas entrar así como así en algo como eso —dijo Porter—. A lo mejor te toca hacer algún tipo de curso por internet.

Nash se sacó del bolsillo dos pares de guantes de látex, le entregó uno a Porter y se puso el otro.

Varios técnicos de criminalística ya se estaban empleando a fondo en el interior. Paul Watson los vio llegar y se aproximó desde la estantería de libros que iba del techo al suelo en el extremo opuesto.

—Si hubo algún tipo de lucha, no hay rastro de ella. Es el apartamento más limpio que he visto nunca. El frigorífico está completamente provisto. He encontrado en la papelera un recibo de hace dos días. Estamos sacando los registros telefónicos, pero tampoco creemos que vayamos a encontrar nada ahí. He podido remontarme hasta los diez últimos números entrantes, y todos pertenecen a su padre.

—¿Tiene teléfono fijo? ¿En serio?

Watson se encogió de hombros.

—Quizá viniera con el apartamento.

—Es probable que se lo pusiera papaíto. Con la línea fija no puede usar la excusa de la falta de cobertura ni las llamadas perdidas —señaló Nash.

—¿Y las llamadas salientes? —preguntó Porter.

—Tres números. Los estamos comprobando ahora —dijo Watson.

Porter empezó a pasearse por el apartamento; sus zapatos chirriaban en el suelo de parqué.

La cocina tenía muebles de cerezo y encimeras de granito oscuro. Todos los electrodomésticos eran de acero inoxidable: cocina Viking y frigorífico Sub-Zero. En el salón había un gran sofá modular de cuero beige. Parecía tan cómodo que Porter se hartó de mirar aquellos lujosos cojines. La televisión era, por lo menos, de ochenta pulgadas.

—Eso es una pantalla 4K —le contó Watson.

—¿4K?

—Cuatro veces más píxeles que una televisión estándar en full HD.

Porter se limitó a asentir. Aún tenía en casa una tele de tubo de diecinueve pulgadas. Mientras funcionara, se negaba a cambiar aquella antigualla por una pantalla plana, y la muy puñetera no cascaba.

Había un rinconcito con una mesa grande de roble. Un técnico estaba copiando los archivos de un iMac de veintisiete pulgadas.

—¿Algo útil? —preguntó.

El técnico le hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Nada que llame la atención. Analizaremos los archivos y su actividad en las redes sociales cuando estemos de vuelta en la comisaría.

Porter continuó y entró en el dormitorio principal. La cama estaba hecha con pulcritud. No había pósteres en las paredes, solo algunos cuadros.

—Esto no me encaja.

Nash abrió algunos cajones, todos ellos llenos de ropa perfectamente doblada.

—Sí. Tiene más pinta de piso piloto, casi un montaje. Si aquí vive una quinceañera, es la adolescente más ordenada con la que me he cruzado —dijo Nash.

Había una única fotografía enmarcada en la mesilla de noche, de una mujer entre los veinticinco y los treinta. Cabello castaño al viento, los ojos más verdes que Porter hubiera visto nunca.

—¿Su madre? —preguntó a nadie en particular.

—Creo que sí —respondió Watson.

—Talbot ha dicho que murió de cáncer cuando Emory tenía solo tres años —dijo Porter mientras estudiaba la fotografía—. Un tumor cerebral, nada menos.

—Puedo investigarlo, si quiere —propuso Watson con entusiasmo.

Porter asintió y dejó la fotografía en su sitio.

—Eso sería útil.

—Se puede hacer botar una moneda en esta cama —dijo Nash—. No creo que la haya hecho una cría.

—Yo sigo sin estar convencido de que aquí viva una cría.

El cuarto de baño principal era increíble: todo de granito y azulejos de porcelana. Dos lavabos. Se podía dar una fiesta en aquella ducha. Porter contó no menos de seis rociadores con chorros adicionales empotrados en las paredes.

Se acercó al lavabo y tocó la punta del cepillo de dientes.

—Húmedo aún —dijo.

—Me encargaré de que alguien lo guarde en una bolsa —le dijo Watson—. Por si acaso necesitamos el ADN. Deme también ese cepillo del pelo.

Había una sala de estar adyacente a la principal. Las paredes estaban forradas de estanterías rebosantes de libros, varios cientos, o más. Porter localizó de todo, desde Charles Dickens a J. K. Rowling. Una novela de Thad McAlister descansaba abierta sobre un sillón reclinable grande y de aspecto blando en el centro de la estancia.

—Tal vez sí viva aquí, al fin y al cabo —dijo Porter mientras cogía el libro—. Este salió hace unas semanas.

—¿Y cómo sabes tú eso? —preguntó Nash.

—Heather se lo compró. Es muy fan de este tío.

—Ah.

—Miren esto —dijo Watson. Sujetaba un libro de texto de literatura inglesa—. Recuerdo haber visto un libro de cálculo en la mesa del rinconcito. Esta editorial concreta, Worthington Studies, es muy conocida entre los que se forman en casa. ¿Dijo el señor Talbot a qué instituto iba?

Porter y Nash se miraron el uno al otro.

—No se lo hemos preguntado.

Watson estaba hojeando el libro.

—Si estaba matriculada en algún sitio, podremos seguir la pista de algunos de sus amigos. —Se puso colorado—. Lo siento, señor. Quiero decir que ustedes podrán seguir la pista de algunos de sus amigos. Si es que les parece que eso podría ser útil.

Talbot le había dado a Porter una tarjeta de visita con su número de móvil. Se dio unos golpecitos en el bolsillo para confirmar que seguía estando allí.

—Lo contrastaré con su padre cuando hayamos terminado aquí.

Salieron del dormitorio principal y continuaron por el pasillo.

—¿Cuántas habitaciones tiene este sitio?

—Tres —respondió Watson—. Miren esta. —Hizo un gesto hacia la habitación a su derecha.

Porter entró. Había una cesta de la colada sobre una cama de tamaño medio. Una gran cruz católica colgaba sobre el cabecero. El tocador estaba cubierto de fotografías enmarcadas, dos filas enteras.

Nash cogió una.

—¿Es ella? ¿Emory?

—Supongo.

Las edades iban desde un bebé que aprende a caminar hasta la foto de una chica despampanante con un vestido azul marino junto a un chico de unos dieciséis años con el pelo largo y ondulado. Un pequeño pie de foto en una esquina decía: «Instituto Whatney Vale, baile de bienvenida, 2014».

—¿Está matriculada ahí? —preguntó Porter.

—Lo averiguaré. —Watson señaló al chico que estaba de pie junto a ella—. ¿Creen que es su novio?

—Podría serlo.

—¿Puedo verla? —preguntó Watson.

Porter le entregó el marco.

Watson le dio la vuelta, deslizó las pestañitas y retiró la trasera de cartón. Extrajo la fotografía con mucho cuidado.

—Em y Ty.

Les mostró la parte de atrás. Los nombres estaban escritos con una letra pequeña, abajo a la derecha.

—Elemental, querido Watson —dijo Porter.

—No, Whatney Vale es un instituto, no una escuela elemental.

Nash se carcajeó.

—Me encanta este tío. ¿Nos lo podemos quedar?

—El capitán me mata como le lleve a otro que he recogido de la calle —dijo Porter.

—Lo digo en serio, Sam. Vamos a necesitar personal. Nos quedan dos, quizá tres días ahí fuera para encontrar a la chica. Tiene la cabeza bien puesta sobre los hombros —dijo Nash—. Como no rellenes tú la plantilla del operativo lo hará el capitán y nos endilgará a alguien como Murray. —Señaló con la barbilla hacia un detective que se encontraba de pie en el pasillo y que tenía la mirada fija en la punta de su bolígrafo—. Estaba pensando en llevarnos al chaval como enlace con criminalística.

Porter se lo pensó un momento y regresó con Watson.

—¿Algún conflicto de intereses con el caso?

—Soy un contratado externo de criminalística. ¿Puedo trabajar como agente de la ley?

—Mientras no dispares a nadie… —dijo Nash.

—No voy armado —respondió—. Nunca he sentido la necesidad de sacarme la licencia. Tengo más de ratón de biblioteca.

—La Metropolitana de Chicago tiene un acuerdo con el Laboratorio de Criminalística. Oficialmente, serás un consultor cedido —le explicó Porter—. ¿Crees que lo podrás arreglar con tu supervisor?

Watson dejó la foto en el tocador y sacó el móvil.

—Deme un minuto…, le llamaré. —Se marchó a la otra punta de la habitación y marcó el número.

—Espabilado, el chaval —dijo Nash.

—Vendrá bien una mirada nueva sobre esta historia —coincidió Porter—. Todo el mundo sabe que tú no eres de mucha ayuda.

—Que te jodan a ti también, colega. —Nash metió la foto en una bolsa de pruebas—. Me llevaré esto a la comisaría, para la sala de operaciones.

Porter se pasó la mano por el cabello y echó un vistazo por el cuarto.

—¿Sabes lo que no he visto aún?

—¿Qué?

—Una sola foto del padre —respondió—. No hay ni un puñetero detalle en esta casa que indique su parentesco. Estoy seguro de que, si comprobamos los registros, no encontraremos nada que lo vincule con este lugar. Es probable que el apartamento sea propiedad de una compañía que es propiedad de otra empresa que es propiedad de una empresa fantasma en alguna isla tan remota que lo mismo tiene enterrados los huesos de Gilligan en una playa.

Nash se encogió de hombros.

—¿Y eso te sorprende? El tío tiene su familia, su vida. Es de los que tienen un cargo político metido entre ceja y ceja. Los hijos ilegítimos no te dan nada bueno en una campaña a menos que sean de tu contrincante…, y lo mismo las amantes. Seamos claros: aunque él dijera que esa mujer le importaba mucho, eso es lo que era para él, o si no habría dejado a su esposa y se habría casado con ella en vez de esconderla en esta torre, lejos de las miradas de los curiosos, con hija o sin ella.

Watson regresó y se metió el móvil en el bolsillo.

—Ha dicho que le parece bien mientras me mantenga al día con mis casos asignados.

—¿Será eso un problema?

Lo negó con la cabeza.

—Puedo con ello. Francamente, creo que disfrutaré del cambio de ritmo. Estará bien salir un rato del laboratorio.

—Perfecto, entonces. Bienvenido al operativo del Cuarto Mono. Ya nos ocuparemos del papeleo en la comisaría.

—No es muy ceremonioso que digamos, Sam. Eso vas a tener que trabajarlo —dijo Nash.

Watson señaló la foto.

—¿Quiere que trate de localizar a Ty?

—Claro —respondió Porter—. A ver qué puedes sacar de ahí.

Dejó caer la fotografía en una bolsa para pruebas.

Nash abrió el cajón de arriba a la izquierda del tocador. Ropa interior femenina. La estiró entre las manos y soltó un silbido.

—Esto es grande.

—Estaba pensando que esta será la habitación de alguna niñera o criada —dijo Porter—. Emory solo tiene quince años. Seguro que no vive aquí sola.

—Vale, pero ¿dónde está ahora? ¿Por qué no ha denunciado la desaparición de la chica? —preguntó Nash—. Ya ha pasado un día, por lo menos, tal vez más.

—No ha informado de nada a la policía. Quizá llamó a otra persona —sugirió Porter.

—¿Te refieres a Talbot? —Nash hizo un gesto negativo con la cabeza—. No lo creo. Parecía verdaderamente sorprendido y alterado cuando se lo has dicho.

—Si la mujer no tiene papeles, no debió de llamar a la policía —dijo Watson—. Es lógico que lo buscara a él.

—O a alguien que trabaja para él.

—Muy bien, asumiendo que sea el caso, entonces, ¿por qué iba a fingir Talbot que no sabía nada? ¿No querría encontrarla?

Porter se encogió de hombros.

—Su abogado le ha insistido bastante en no hacer ningún ruido con todo esto. Quizá sea esa la posición de Talbot. Han mantenido a esta chica en secreto durante quince años. ¿Por qué cambiar ahora? Tiene recursos, es probable que tenga a su propia gente ahí fuera buscándola; no nos necesita para nada.

—¿Por qué nos ha hablado de ella entonces? Si su preocupación primordial es ocultársela al mundo, ¿no nos habría enviado a nosotros en otra dirección?

Porter se acercó al cesto de la colada y palpó una toalla del centro.

—Aún está caliente.

Nash asintió despacio.

—De manera que alguien la ha llamado por teléfono y le ha dicho que veníamos…

—Yo me inclinaría por eso. Es probable que se haya largado nada más recibir la llamada.

—Eso tampoco significa que haya una gran conspiración. Podría ser, simplemente, que la mujer no tenga papeles, como ha sugerido aquí el doctor Watson, y que él no quiera verla deportada —dijo Nash.

—Que no soy…

Nash le interrumpió con un gesto de la mano.

—Entonces, seguro que aún está cerca. Deberíamos apostar a alguien para que le eche un ojo al piso.

Sonó el teléfono de Nash, que miró la pantalla.

—Es Eisley. —Pulsó el botón para responder—. Aquí Nash.

Porter aprovechó la oportunidad para llamar a su mujer. Cuando le saltó el buzón de voz, colgó sin dejar ningún mensaje.

Nash colgó y se metió el móvil en el bolsillo delantero de los pantalones.

—Quiere que vayamos al depósito.

—¿Qué ha encontrado?

—Ha dicho que teníamos que verlo con nuestros propios ojos.

El Cuarto Mono
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