15

Porter

Día 1 – 10:31

La oficina del forense del condado de Cook estaba en la calle Harrison Oeste, en el centro de Chicago. Porter y Nash se dieron mucha prisa desde Flair Tower y aparcaron delante de la entrada principal, en una de las plazas reservadas para las fuerzas del orden. Eisley les había indicado que lo encontrarían en el depósito de cadáveres.

Porter nunca había sentido predilección por la morgue. Era como si el formaldehído y la lejía fuesen el ambientador preferido allí, pero no había manera de disfrazar que el depósito olía a pies, a queso rancio y a perfume barato. Siempre que cruzaba la puerta se acordaba del feto de cerdo que el señor Scarletto le había obligado a diseccionar en el instituto. Solo tenía ganas de salir de allí lo antes posible. Las paredes estaban pintadas de un alegre azul claro que no ayudaba mucho a que uno se olvidara del hecho de estar rodeado de muertos. Todos los que trabajaban allí parecían lucir la misma expresión despreocupada que hacía que Porter se preguntase qué encontraría si echara un vistazo al interior de sus frigoríficos en casa. A Nash, sin embargo, nadie diría que le importase. Se había detenido a medio camino por el pasillo y miraba dentro de una máquina expendedora.

—¿Cómo se han podido quedar sin chocolatinas Snickers? ¿Quién manda en este puto caos? —gruñó a nadie en particular—. Eh, Sam, ¿me prestas veinticinco centavos?

Porter hizo caso omiso y abrió con un empujón la doble puerta batiente de acero inoxidable que había frente a un sofá de cuero verde que debió de ser nuevo allá por la época en que JFK juró el cargo.

—¡Venga, tío, que tengo hambre! —voceó Nash a su espalda.

Tom Eisley estaba sentado ante una mesa de metal en el extremo opuesto de la habitación, tecleando frenéticamente en un ordenador. Alzó la mirada y frunció el ceño.

—¿Es que habéis venido andando?

Porter valoró la posibilidad de decirle que, en realidad, habían conducido bastante rápido, con sirenas y todo, pero se lo pensó mejor.

—Estábamos en Flair Tower. Hemos localizado el apartamento de la víctima.

La mayoría de la gente le habría preguntado qué habían descubierto allí, pero Eisley no; su interés en las personas comenzaba cuando se les detenía el pulso.

Nash cruzó la puerta doble con los restos de un Kit Kat en los dedos.

—¿Te sientes mejor? —le preguntó Porter.

—No me lo tengas en cuenta. Tengo el depósito seco.

Eisley se levantó de la mesa.

—Poneos guantes, los dos. Seguidme.

Los condujo más allá de la mesa y a través de otra puerta doble al fondo de la estancia que daba paso a la sala de examen forense. Al entrar, fue como si la temperatura hubiese caído diez grados de golpe, lo bastante baja como para que Porter se viese el aliento. Se le puso la piel de gallina en los brazos.

Una lámpara grande y redonda de quirófano con asas a ambos lados se deslizó sobre la mesa de examen, en el centro de la sala, con un cuerpo masculino desnudo y tumbado sobre ella. La cara estaba tapada con un paño blanco. Tenía el pecho abierto de par en par con una gran incisión en forma de Y que partía del ombligo y se ramificaba a la altura de los pectorales.

Tendría que haberse traído un chicle…, el chicle ayudaba con el olor.

—¿Es nuestro chico? —preguntó Nash.

—Lo es —dijo Eisley.

Habían lavado el polvo y la mugre de la calle, pero no había limpieza posible para las rozaduras de la calzada, que le cubrían la piel en rodales. Porter observó más de cerca.

—Esto no lo he visto esta mañana.

Eisley señaló una magulladura grande negra y violácea en el brazo y la pierna derechos.

—El autobús le ha golpeado aquí. ¿Veis estas líneas? Son de la parrilla. Basándonos en las mediciones que hemos hecho en el escenario, el impacto lo ha lanzado a algo más de seis metros, y después se ha arrastrado por el pavimento otros tres metros y medio. He encontrado unos daños internos descomunales. Tiene rotas más de la mitad de las costillas. Cuatro de ellas le han perforado el pulmón derecho, dos el izquierdo. Tiene el bazo reventado. Un riñón también. Parece que la causa real de la muerte ha sido el traumatismo craneal, pero cualquiera de las otras lesiones habría resultado fatal. Ha muerto de manera casi instantánea. Nada que hacer.

—¿Este era tu notición? —le soltó Nash—. Creía que habías dado con algo.

Eisley arrugó las cejas.

—Oh, sí que hay algo.

—No me va mucho el suspense, Tom. ¿Qué has encontrado? —le dijo Porter.

Eisley se desplazó hasta una mesa de acero inoxidable y señaló lo que parecía una bolsa marrón con autocierre que contenía…

—¿Eso es el estómago del tío? —preguntó Nash.

Eisley asintió.

—¿Veis algo raro?

—Sí, que ya no lo tiene dentro del cuerpo —dijo Porter.

—¿Algo más?

—No tenemos tiempo para esto, Doc.

Eisley soltó un suspiro.

—¿Veis estas manchas, aquí y aquí?

Porter aproximó la cara un poco más.

—¿Qué son?

—Cáncer de estómago —les dijo Eisley.

—¿Se estaba muriendo? ¿Lo sabía?

—Es un estadio avanzado. No hay tratamiento activo cuando la enfermedad alcanza este punto. Tenía que ser muy doloroso. Estoy seguro de que era totalmente consciente. He encontrado unas cuantas cosas interesantes en el análisis de toxicología. Tomaba una dosis alta de octreótido, que se suele utilizar para controlar las náuseas y la diarrea. Había también una cierta concentración de trastuzumab. Es un medicamento interesante. Al principio se utilizaba para tratar el cáncer de mama, y después descubrieron que también ayudaba con otros tipos de cáncer.

—¿Crees que podremos identificarlo con la medicación?

Eisley asintió despacio.

—Es probable. El trastuzumab, en particular, se administra por vía intravenosa durante una hora, no menos de una vez a la semana, quizá más en este estadio. No sé de nadie que ofrezca esta medicación específica en una consulta privada, lo cual significa que lo más probable es que fuese a un hospital o a un centro avanzado de tratamiento del cáncer. No hay más que unas pocas opciones en toda la ciudad. Puede provocar complicaciones cardíacas, así que se controla muy de cerca a los pacientes.

Nash se volvió hacia Porter.

—Si se estaba muriendo, ¿crees que se ha tirado delante del autobús intencionadamente?

—Lo dudo. ¿Por qué secuestrar a otra chica, entonces? Pienso que querría estar vivo hasta el final. —Se volvió hacia Eisley—. ¿Cuánto tiempo crees que le quedaba?

Eisley se encogió de hombros.

—Es difícil de decir, pero no mucho…, unas semanas. Un mes como máximo.

—¿Había tomado algo para el dolor? —le preguntó Porter.

—He encontrado en el estómago un comprimido de oxicodona parcialmente digerido. Estamos analizando el pelo en busca de otros medicamentos anteriores, cosas que ya eliminó del cuerpo. Me imagino que encontraremos morfina —dijo Eisley.

Porter observó el cabello oscuro de aquel hombre. El pelo conservaba el rastro de los fármacos y de la dieta. El CM lo llevaba muy corto, no más de dos centímetros y medio. El pelo de un adulto medio crece algo más de un centímetro al mes, lo cual significaba que deberían ser capaces de sacar una historia de su medicación que se remontase al menos un par de meses. El análisis de las sustancias en el cabello era casi cinco veces más preciso que el de una muestra de orina. A lo largo de los años había visto a sospechosos limpiarse las drogas del cuerpo y eliminarlas con todo tipo de cosas, desde el zumo de arándanos hasta el consumo de auténtica orina. Sin embargo, no había manera de diluirlas del cabello. Esa era la razón de que tantos drogadictos con la condicional se afeitaran la cabeza.

—Tiene pelo —dijo Porter en voz baja.

Eisley frunció el ceño por un instante, y enseguida se percató del razonamiento de Porter.

—No he hallado indicios de quimioterapia, ni un solo ciclo. Es posible que descubrieran el cáncer demasiado tarde y que el tratamiento tradicional no fuese ya una opción. —Eisley se aproximó a otra mesa. Los efectos personales del hombre estaban dispuestos en orden—. Esa latita de ahí… —señaló una cajita de aspecto metálico— está llena de lorazepam.

—Eso es para la ansiedad, ¿no?

Nash sonrió.

—Hacerse asesino en serie es una elección rara como pasatiempo para alguien con ataques de ansiedad.

—Es un Ativan genérico. Con el cáncer de estómago, los médicos a veces lo recetan para controlar los ácidos. La ansiedad lleva a un incremento en la secreción, y el lorazepam la reduce de nuevo —dijo Eisley—. Lo más probable es que estuviera más tranquilo que cualquiera de nosotros.

Porter echó un vistazo al reloj de bolsillo, ahora etiquetado y sellado en una bolsa de plástico. La tapa tenía un labrado muy complejo, y dejaba ver las manecillas a través.

—¿Habéis podido sacar alguna huella de aquí?

Eisley asintió.

—Tiene unas cuantas abrasiones en las manos, pero los dedos no están dañados. He sacado un juego completo y lo he enviado al laboratorio. No me han dicho nada aún.

La mirada de Porter se detuvo en los zapatos.

Eisley siguió la dirección de sus ojos.

—Ah, casi se me olvidan. Mirad esto, qué raro. —Cogió uno de los zapatos y regresó con el cadáver; acto seguido, colocó el tacón del zapato contra la planta del pie descalzo del hombre—. Son casi dos tallas más grandes que la de este tío. Tenía la punta de los zapatos rellena de papel fino de envolver.

—¿Quién lleva zapatos dos tallas más grandes? —preguntó Nash—. ¿No has dicho antes que ese par sale por unos mil quinientos?

Porter asintió.

—Quizá no sean suyos. Deberíamos buscar huellas en ellos.

Nash echó un vistazo a Eisley, y después por toda la sala.

—¿No tienes un…? Olvídalo, ya lo veo. —Se acercó rápido hasta otra encimera y regresó con un equipo de huellas dactilares. Espolvoreó los zapatos con la precisión de un experto—. Bingo.

—Extráelas y envíalas al laboratorio. Asegúrate de que entienden lo urgente que es esto —dijo Porter.

—De inmediato.

Porter se volvió hacia Eisley.

—¿Algo más?

Eisley frunció el ceño.

—¿Qué? ¿Es que no tienes suficiente con las pruebas de los medicamentos?

—No es eso lo…

—Hay otra cosa más.

Llevó a Porter hasta el otro lado del cuerpo y cogió la mano derecha del hombre. Porter intentó no fijarse en el agujero que tenía abierto en el pecho.

—He encontrado un pequeño tatuaje —le dijo Eisley. Señaló un pequeño punto negro en la cara interna de la muñeca—. Creo que es el número ocho.

Porter acercó más la cara.

—O un símbolo de infinito.

Sacó el móvil y le hizo una foto.

—Es reciente. ¿Ves las rojeces? Se lo hizo hace menos de una semana.

Porter trató de comprender todo aquello.

—Podría ser algún tipo de rollo religioso. Se estaba muriendo.

—La parte detectivesca os la dejo a los detectives —dijo Eisley.

Porter levantó el borde del paño blanco que cubría la cabeza. La tela se separó con un sonido no muy distinto del velcro.

—Voy a intentar reconstruirle la cara.

—¿En serio? ¿Crees que puedes conseguirlo? —le preguntó Porter.

—Bueno, yo no —confesó Eisley—. Tengo una amiga que trabaja en el Museo de Ciencias e Industria. Está especializada en este tipo de cosas…, restos antiguos y eso. Se ha pasado los últimos seis años reconstruyendo los restos de una tribu illiniwek que descubrieron al sur del estado, cerca del condado de McHenry. Por lo general trabaja con fragmentos de cráneo y huesos, nada tan… reciente como esto. Pero creo que será capaz de hacerlo. Le daré un toque.

—Amiga, ¿eh? —intervino Nash—. ¿Te has hecho amigo de una chica? —Terminó con los zapatos y guardó el equipo de huellas dactilares—. Tengo seis parciales y tres pulgares completos, por lo menos. Tres huellas de un pulgar, mejor dicho. No quiero dar a entender que nuestro sujeto desconocido tenía tres pulgares, aunque eso haría que fuese mucho más fácil de identificar. Me llevo esto a dar una vuelta. ¿Quieres que nos veamos en la sala de operaciones? ¿Dentro de una hora? Pasaré también a ver al capitán.

Porter pensó en el diario que tenía en el bolsillo. Una hora sonaba bien.

El Cuarto Mono
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