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Diario
La señora Carter debió de entender las reglas, porque no gritó esta vez cuando le quité la mordaza. No maldijo. Si algún pensamiento de odio le daba vueltas en la cabeza, se lo guardó para ella. Lo que hizo, en cambio, fue mirarme con ojos de cansancio.
—Tengo sed —dijo.
Le sostuve el zumo de naranja ante los labios resecos, lo incliné lo justo para que el líquido (ya templado) le llenase la boca y le di la oportunidad de tragar.
—Más, por favor.
Le di más. Cuando se lo terminó entero, dejé el vaso en el suelo, junto al catre.
—¿Plátano o Cheerios?
Respiró hondo.
—Tienes que soltarme.
—Ya sé que los Cheerios a palo seco no parecen muy apetecibles, pero le garantizo que lo son. Esos aritos de cereal son un manjar maravilloso, puede que uno de mis favoritos.
Sentí la tentación de comerme yo unos cuantos, pero la mujer tenía que nutrirse. Ya me recompensaría yo con un cuenco cuando volviera a subir.
La señora Carter se inclinó para acercarse. Sentí su cálido aliento en la mejilla.
—Tus padres van a matarme. Eso lo entiendes, ¿verdad? ¿Es eso lo que quieres? Yo no he hecho más que portarme bien contigo, siempre. Incluso te dejé verme…, ya sabes, ahí fuera, junto al lago. Eso fue un momento especial entre tú y yo. Algo solo para ti. Si me sueltas, te prometo que habrá más de eso, mucho más. Te daré lo que tú quieras. Haré cosas que ninguna chica de tu edad podría ni siquiera imaginar. Pero tienes que soltarme.
—¿Plátano o Cheerios? —repetí.
—Por favor.
—Vale, plátano, entonces.
Pelé el plátano y se lo llevé a la boca. Los párpados le temblaron un instante. Se inclinó entonces y lo mordió.
—Ya le he dicho que estaba bueno.
—Tú sí que eres bueno —me dijo—. Eres un buen chico, y sé que no vas a dejar que me pase nada, ¿verdad?
Le volví a llevar el plátano a la boca, a la fuerza.
—Tiene que comer.
Le dio otro mordisco, más lento que el anterior; sus labios rojos se deslizaron por el plátano y allí permanecieron un instante, antes de retirarlos.