Capítulo XXIV
De la nueva que tuvo Motezuma de los españoles que habían aportado a su tierra, y de la embajada que les envió
Pues a los catorce años del reinado de Motezuma, que fué en los mil y quinientos y diez y siete de nuestro Salvador, aparecieron en la mar del norte unos navíos con gente, de que los moradores de la costa, que eran vasallos de Motezuma, recibieron grande admiración, y queriendo satisfacerse más quién eran, fueron en unas canoas los indios a las naos, llevando mucho refresco de comida y ropa rica, como que iban a vender.
Los españoles les acogieron en sus naos y, en pago de las comidas y vestidos que les contentaron, les dieron unos sartales de piedras falsas, coloradas, azules, verdes y amarillas, las cuales creyeron los indios ser piedras preciosas. Y habiéndose informado los españoles de quién era su rey y de su gran potencia, les despidieron, diciéndoles que llevasen aquellas piedras a su señor y dijesen que de presente no podían ir a verle, pero que presto volverían y se verían con él. Con este recado fueron a Méjico los de la costa, llevando pintado en unos paños todo cuanto habían visto, y los navíos y hombres, y su figura, y juntamente las piedras que les habían dado. Quedó con este mensaje el rey Motezuma muy pensativo, y mandó no dijesen nada a nadie. Otro día juntó su consejo y, mostrando los paños y los sartales, consultó qué se haría. Y resolvióse en dar orden a todas las costas de la mar que estuviesen en vela y que cualquier cosa que hubiese le avisasen.
Al año siguiente, que fué a la entrada del diez y ocho, vieron asomar por la mar la flota en que vino el marqués del Valle, don Fernando Cortés, con sus compañeros, de cuya nueva se turbó mucho Motezuma, y consultando con los suyos, dijeron todos que, sin falta, era venido su antiguo y gran señor Quetzaalcoatl, que él había dicho volvería, y que así venía de la parte de oriente, adonde se había ido. Hubo entre aquellos indios una opinión, que un gran príncipe les había en tiempos pasados dejado, y prometido que volvería, de cuyo fundamento se dirá en otra parte. En fin, enviaron cinco embajadores principales con presentes ricos a darles la bienvenida, diciéndoles que ellos sabían que su gran señor Quetzaalcoatl venía allí, y que su siervo Motezuma le enviaba a visitar, teniéndose por siervo suyo.
Entendieron los españoles este mensaje por medio de Marina, india que traían consigo, que sabía la lengua mejicana. Y pareciéndole a Hernando Cortés que era buena ocasión aquélla para su entrada en Méjico, hizo que le aderezasen muy bien su aposento, y puesto él con gran autoridad y ornato, mandó entrar los embajadores, a los cuales no les faltó sino adoralle por su Dios. Diéronle su embajada, diciendo que su siervo Motezuma le enviaba a visitar, y que, como teniente suyo, le tenía la tierra en su nombre, y que sabía que él era el Topilcin, que les había prometido muchos años había volver a vellos, y que allí le traían de aquellas ropas, que él solía vestirse cuando andaba entre ellos, que les pedían las tomase, ofreciéndole muchos y muy buenos presentes.
Respondió Cortés aceptando las ofertas y dando a entender que él era el que decían, de que quedaron muy contentos, viéndose tratar por él con gran amor y benevolencia (que en esto, como en otras cosas, fué digno de alabanza este valeroso capitán), y si su traza fuera adelante, que era por bien ganar aquella gente, parece que se había ofrecido la mejor coyuntura que se podía pensar para sujetar el evangelio con paz y amor toda aquella tierra. Pero los pecados de aquellos crueles homicidas y esclavos de satanás pedían ser castigados del cielo, y los de muchos españoles no eran pocos; y así los juicios altos de Dios dispusieron la salud de las gentes, cortando primero las raíces dañadas. Y como dice el Apóstol: La maldad y ceguera de los unos fué la salvación de los otros.
En efecto, el día siguiente, después de la embajada dicha, vinieron a la capitana los capitanes y gente principal de la flota, y entendiendo el negocio y cuán poderoso y rico era el reino de Motezuma, parecióles que importaba cobrar reputación de bravos y valientes con aquella gente; y que así, aunque eran pocos, serían temidos y recibidos en Méjico. Para esto hicieron soltar toda la artillería de las naos, y como era cosa jamás vista por los indios, quedaron tan atemorizados, como si se cayera el cielo sobre ellos. Después los soldados dieron en desafiallos a que peleasen con ellos, y no se atreviendo los indios, los denostaron y trataron mal, mostrándoles sus espadas, lanzas, gorgujes, partesanas y otras armas, con que muchos les espantaron.
Salieron tan escandalizados y atemorizados los pobres indios, que mudaron del todo opinión, diciendo que allí no venía su rey y señor Topilcin, sino dioses enemigos suyos para destruirlos. Cuando llegaron a Méjico estaba Motezuma en la casa de Audiencia, y antes que le diesen la embajada, mandó el desventurado sacrificar en su presencia número de hombre, y con la sangre de los sacrificados rociar a los embajadores, pensando con esta ceremonia (que usaban en solemnísimas embajadas) tenerla buena. Mas oída toda la relación e información de la forma de navíos, gente y armas, quedó del todo confuso y perplejo, y habido su consejo no halló otro mejor medio que procurar estorbar la llegada de aquellos extranjeros por artes mágicas y conjuros. Solíanse valer de estos medios muchas veces, porque era grande el trato que tenían con el diablo, con cuya ayuda conseguían muchas veces efectos extraños.
Juntáronse, pues, los hechiceros, magos y encantadores, y, persuadidos de Motezuma, tomaron a su cargo el hacer volver aquella gente a su tierra, y para esto fueron hasta ciertos puestos que, para invocar los demonios y usar su arte, les pareció. Cosa digna de consideración: hicieron cuanto pudieron y supieron; viendo que ninguna cosa les empecía a los cristianos, volvieron a su rey diciendo que aquéllos eran más que hombres, porque nada les dañaba de todos sus conjuros y encantos. Aquí ya le pareció a Motezuma echar por otro camino y, fingiendo contento de su venida, envió a mandar en todos sus reinos, que sirviesen a aquellos dioses celestiales que habían venido a su tierra. Todo el pueblo estaba en grandísima tristeza y sobresalto.
Venían nuevas a menudo que los españoles preguntaban mucho por el rey y por su modo de proceder y por su casa y hacienda. De esto él se congojaba en demasía, y aconsejándole los suyos y otros nigrománticos que se escondiese, y ofreciéndole que ellos le pornían donde criatura no pudiese hallarle, parecióle bajeza, y determinó aguardar, aunque fuese muriendo. Y, en fin, se pasó de sus casas reales a otras, por dejar su palacio para aposentar en él a aquellos dioses, como ellos decían.