Capítulo XVIII
De la muerte de Tlacaellel y hazañas de Ajayaca, séptimo rey de Méjico
Ya era muy viejo en este tiempo Tlacaellel, y como tal le traían en una silla a hombros, para hallarse en las consultas y negocios que se ofrecían. En fin adoleció, y visitándole el nuevo rey, que aún no estaba coronado, y derramando muchas lágrimas, por parecerle que perdía en él padre y padre de su patria; Tlacaellel le encomendó ahincadamente a sus hijos, especialmente al mayor, que había sido valeroso en las guerras que había tenido. El rey le prometió de mirar por él y, para más consolar al viejo, allí, delante de él, le dió el cargo e insignias de su capitán general, con todas las preeminencias de su padre, de que el viejo quedó tan contento, que con él acabó sus días, que si no hubieran de pasar de allí a los de la otra vida, pudieran contarse por dichosos, pues de una pobre y abatida ciudad, en que nació, dejó por su esfuerzo fundado un reino tan grande y tan rico y tan poderoso. Como a tal fundador cuasi de todo aquel imperio le hicieron las exequias los mejicanos, con más aparato y demostración que a ninguno de los reyes habían hecho.
Para aplacar el llanto, por la muerte de su capitán, de todo el pueblo mejicano, acordó Ajayaca hacer luego jornada como se requería para ser coronado. Y con gran presteza pasó con su campo a la provincia de Teguantepec, que dista de Méjico doscientas leguas, y en ella dió batalla a un poderoso y innumerable ejército, que así de aquella provincia, como de las comarcanas, se habían juntado contra Méjico. El primero que salió delante de su campo fué el mismo rey, desafiando a sus contrarios, de los cuales, cuando le acometieron, fingió huir hasta atraerlos a una emboscada, donde tenía muchos soldados cubiertos con paja; éstos salieron a deshora, y los que iban huyendo revolvieron de suerte, que tomaron en medio a los de Teguantepec y dieron en ellos, haciendo cruel matanza, y prosiguiendo asolaron su ciudad y su templo, y a todos los comarcanos dieron castigo riguroso. Y sin parar fueron conquistando hasta Guatulco, puerto hoy día muy conocido en la mar del sur.
De esta jornada volvió Ajayaca con grandísima presa y riquezas a Méjico, donde se coronó soberbiamente, con excesivo aparato de sacrificios, de tributos y de todo lo demás, acudiendo todo el mundo a ver su coronación. Recibían la corona los reyes de Méjico de mano de los reyes de Tezcuco, y era esta preeminencia suya. Otras muchas empresas hizo en que alcanzó grandes victorias, y siempre siendo él el primero que guiaba su gente y acometía a sus enemigos, por donde ganó nombre de muy valiente capitán. Y no se contentó con rendir a los extraños, sino que a los suyos rebeldes les puso el freno, cosa que nunca sus pasados habían podido, ni osado.
Ya se dijo arriba cómo se habían apartado de la república mejicana algunos inquietos y mal contentos, que fundaron otra ciudad muy cerca de Méjico, la cual llamaron Tlatellulco y fué donde es agora Santiago. Estos alzados hicieron bando por sí y fueron multiplicando mucho, y jamás quisieron reconocer a los señores de Méjico, ni prestalles obediencia. Envió, pues, el rey Ajayaca a requerilles no estuviesen divisos, sino que, pues eran de una sangre y un pueblo, se juntasen y reconociesen al rey de Méjico. A este recado respondió el señor de Tlatellulco con gran desprecio y soberbia, desafiando al rey de Méjico para combatir de persona a persona, y luego apercibió su gente, mandando a una parte de ella esconderse entre las espadañas de la laguna, y para estar más encubiertos, o para hacer mayor burla a los de Méjico, mandóles tomar disfraces de cuervos y ansares y de pájaros y de ranas y de otras sabandijas que andan por la laguna, pensando tomar por engaño a los de Méjico que pasasen por los caminos y calzadas de la laguna.
Ajayaca, oído el desafío y entendiendo el ardid de su contrario, repartió su gente y, dando parte a su general, hijo de Tlacaellel, mandóle acudir a desbaratar aquella celada de la laguna. El, por otra parte, con el resto de gente, por paso no usado, fué sobre Tlatellulco, y ante todas cosas llamó al que lo había desafiado, para que cumpliese su palabra. Y saliendo a combatirse los dos señores de Méjico y Tlatellulco, mandaron ambos a los suyos se estuviesen quedos hasta ver quién era vencedor de los dos. Y obedecido el mandato, partieron uno contra otro animosamente, donde peleando buen rato, al fin le fué forzoso al de Tlatellulco volver las espaldas, porque el de Méjico cargaba sobre él más de lo que ya podía sufrir. Viendo huir los de Tlatellulco a su capitán, también ellos desmayaron y volvieron las espaldas, y siguiéndoles los mejicanos, dieron furiosamente en ellos. No se le escapó a Ajayaca el señor de Tlatellulco, porque pensando hacerse fuerte en lo alto de su templo, subió tras él y con fuerza le asió y despeñó del templo abajo, y después mandó poner fuego al templo y a la ciudad.
Entretanto que esto pasaba acá, el general mejicano andaba muy caliente allá en la venganza de los que por engaño les habían pretendido ganar. Y después de haberles compelido con las armas a rendirse, y pedir misericordia, dijo el general que no había de concederles perdón, si no hiciesen primero los oficios de los disfraces que habían tomado. Por eso, que les cumplía cantar como ranas y graznar como cuervos, cuyas divisas habían tomado, y que de aquella manera alcanzarían perdón, y no de otra; queriendo por esta vía afrentarles y hacer burla y escarnio de su ardid. El miedo todo lo enseña presto: Cantaron y graznaron, y con todas las diferencias de voces que les mandaron, a trueco de salir con las vidas, aunque muy corridos del pasatiempo tan pesado que sus enemigos tomaban con ellos.
Dicen que hasta hoy dura el darse trato los de Méjico a los de Tlatellulco, y que es paso porque pasan muy mal cuando les recuerdan algo de estos graznidos y cantares donosos. Gustó el rey Ajayaca de la fiesta, y con ella y gran regocijo se volvieron a Méjico. Fué este rey tenido por uno de los muy buenos; reinó once años, teniendo por sucesor otro no inferior en esfuerzo y virtudes.