Capítulo XII

Del cuarto rey Izcoalt, y de la guerra contra los Tepanecas

Cuando estuvieron juntos todos los que se habían de hallar a la elección, levantóse un viejo, tenido por gran orador, y, según refieren las historias, habló en esta manera: Fáltaos ¡oh mejicanos! la lumbre de vuestros ojos, mas no la del corazón, porque dado que habéis perdido al que era la luz y guía en esta república Mejicana, quedó la del corazón para considerar, que si mataron a uno, quedaron otros que podrán suplir muy ventajadamente la falta que aquél nos hace. No feneció aquí la nobleza de Méjico, ni se acabó la sangre real. Volved los ojos, y mirad alrededor, y veréis en torno de vosotros la nobleza mejicana puesta en orden, no uno, ni dos, sino muchos y muy excelentes príncipes, hijos del rey Acamapichtli, nuestro verdadero y legítimo señor. Aquí podréis escoger a vuestra voluntad, diciendo: este quiero, y estotro no quiero, que si perdísteis padre, aquí hallaréis padre y madre. Haced cuenta, ¡oh mejicanos!, que por breve tiempo se eclipsó el sol, y se escureció la tierra, y que luego volvió la luz a ella. Si se oscureció Méjico con la muerte de vuestro rey, salga luego el sol, elegid otro rey, mirad a quién, adonde echáis los ojos, y a quien se inclina vuestro corazón, que ese es el que elige vuestro dios Vitzilipuztli; y dilatando más esta plática, concluyó el orador con mucho gusto de todos.

Salió de la consulta elegido por rey Izcoalt, que quiere decir, culebra de navajas, el cual era hijo del primer rey Acamapíchtli, habido en una esclava suya; y aunque no era legítimo, le escogieron, porque en costumbres, en valor y esfuerzo era el más aventajado de todos. Mostraron gran contento todos, y más los de Tezcuco, porque su rey estaba casado con una hermana de Izcoalt. Coronado, y puesto en su asiento real, salió otro orador, que trató copiosamente de la obligación que tenía el rey a su república, y del ánimo que había de mostrar en los trabajos, diciendo, entre otras razones, así: Mira que agora estamos pendientes de ti, ¿has por ventura de dejar caer la carga que está sobre tus hombros? ¿Has de dejar perecer al viejo y a la vieja? ¿Al huérfano y a la viuda? Ten lástima de los niños que andan gateando por el suelo, los cuales perecerán, si nuestros enemigos prevalecen contra nosotros. Ea, señor, comienza a descoger y tender tu manto, para tomar a cuestas a tus hijos, que son los pobres y gente popular, que están confiados en la sombra de tu manto, y en el frescor de tu benignidad. Y a este tono otras muchas palabras, las cuales, como en su lugar se dijo, tomaban de coro para ejercicio suyo los mozos, y después las enseñaban como lección a los que de nuevo aprendían aquella facultad de oradores.

Ya entonces los Tepanecas estaban resueltos de destruir toda la nación mejicana, y para el efecto tenían mucho aparato: por lo cual el nuevo rey trató de romper la guerra, y venir a las manos con los que tanto les habían agraviado. Mas el común del pueblo, viendo que los contrarios les sobrepujaban en mucho número, y en todos los pertrechos de guerra, llenos de miedo, fuéronse al rey y con gran ahinco le pidieron no emprendiese guerra tan peligrosa, que sería destruir su pobre ciudad y gente. Preguntados, pues, qué medio querían que se tocase, respondieron que el nuevo rey de Azcapuzalco era piadoso, que le pidiesen paz, y se ofreciesen a serville, y que los sacase de aquellos carrizales, y les diese casas y tierras entre los suyos, y fuesen todos de un señor; y que para recabar esto, llevasen a su dios en sus andas por intercesor.

Pudo tanto este clamor del pueblo, mayormente habiendo algunos de los nobles aprobado su parecer, que se mandaron llamar los sacerdotes y aprestar las andas con su dios, para hacer la jornada. Ya que esto se ponía a punto, y todos pasaban por este acuerdo de paces y sujetarse a los Tepanecas, descubrió de entre la gente un mozo de gentil brío, y gallardo, que con mucha osadía les dijo: ¿Qué es esto, mejicanos? ¿Estáis locos? ¿Cómo tanta cobardía ha de haber, que nos hemos de ir a rendir así a los de Azcapuzalco?, y vuelto al rey le dijo: ¿Cómo, señor, permites tal cosa? Habla a ese pueblo, y dile que deje buscar medio para nuestra defensa y honor, y que no nos pongamos tan necia y afrentosamente en las manos de nuestros enemigos. Llamábase este mozo Tlacaellel, sobrino del mismo rey, y fué el más valeroso capitán, y de mayor consejo, que jamás los mejicanos tuvieron, como más adelante se verá.

Reparando, pues, Izcoalt, con lo que el sobrino tan prudentemente le dijo, detuvo al pueblo, diciendo que le dejasen probar primero otro medio más honroso y mejor. Y con esto, vuelto a la nobleza de los suyos, dijo: Aquí estáis todos los que sois mis deudos, y lo bueno de Méjico; el que tiene ánimo para llevar un mensaje mío a los Tepanecas, levántese. Mirándose unos a otros estuviéronse quedos, y no hubo quien quisiese ofrecerse al cuchillo. Entonces el mozo Tlacaellel, levantándose, se ofreció a ir, diciendo que, pues había de morir, que importaba poco ser hoy o mañana; que, ¿para cuál ocasión mejor se había de guardar?; que allí estaba, que le mandase lo que fuese servido. Y aunque todos juzgaron por temeridad el hecho, todavía el rey se resolvió en enviarle, para que supiese la voluntad y disposición del rey de Azcapuzalco y de su gente, teniendo por mejor aventurar la vida de su sobrino que el honor de su república.

Apercibido Tlacaellel, tomó su camino y, llegando a las guardias, que tenían orden de matar cualquier mejicano que viniese, con artificio les persuadió le dejasen entrar al rey; el cual se maravilló de verle, y, oída su embajada, que era pedirle paz con honestos medios, respondió que hablaría con los suyos, y que volviese otro día por la respuesta; y demandando Tlacaellel seguridad, ninguna otra le pudo dar, sino que usase de su buena diligencia; con esto volvió a Méjico, dando su palabra a las guardas de volver.

El rey de Méjico, agradeciéndole su buen ánimo, le tornó a enviar por la respuesta, la cual, si fuese de guerra, le mandó dar al rey de Azcapuzalco ciertas armas para que se defendiese, y untarle y emplumarle la cabeza, como hacían a hombres muertos, diciéndole que, pues no quería paz, le habían de quitar la vida a él y a su gente. Y aunque el rey de Azcapuzalco quisiera paz, porque era de buena condición, los suyos le embravecieron, de suerte que la respuesta fué de guerra rompida. Lo cual oído por el mensajero, hizo todo lo que su rey le había mandado, declarando con aquella ceremonia de dar armas y untar al rey con la unción de muertos, que de parte de su rey le desafiaba. Por lo cual todo pasó ledamente el de Azcapuzalco, dejándose untar y emplumar, y en pago dió al mensajero unas muy buenas armas. Y con esto le avisó no volviese a salir por la puerta del palacio, porque le aguardaba mucha gente para hacelle pedazos, sino que por un portillo que había abierto en un corral de su palacio se saliese secreto.

Cumpliólo así el mozo y, rodeando por caminos ocultos, vino a ponerse en salvo a vista de las guardas. Y desde allí los desafió, diciendo: ¡Ah Tepanecas! ¡Ah Azcapuzalcas, qué mal hacéis vuestro oficio de guardar! Pues sabed que habéis todos de morir, y que no ha de quedar Tepaneca a vida. Con esto las guardas dieron en él, y él se hubo tan valerosamente, que mató algunos de ellos, y viendo que cargaba gente, se retiró gallardamente a su ciudad, donde dió la nueva que la guerra era ya rompida sin remedio, y los Tepanecas y su rey quedaban desafiados.

Historia natural y moral de las Indias
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