Capítulo XXIV
De los volcanes o bocas de fuego
Aunque en otras partes se hallan bocas de fuego, como el monte Etna y el Vesubio, que ahora llaman el monte de Soma, en Indias es cosa muy notable lo que se halla de esto. Son los volcanes de ordinario cerros muy altos, que se señalan entre las cumbres de los otros montes. Tienen en lo alto una llanura, y en medio una hoya o boca grande, que baja hasta el profundo, que es cosa temerosa mirarlos. De estas bocas hechan humo y algunas veces fuego. Algunos hay que es muy poco el humo que echan, y cuasi no tienen más de la forma de volcanes, como es el de Arequipa, que es de inmensa altura, y cuasi todo de arena, en cuya subida gastan dos días; pero no han hallado cosa notable de fuego, sino rastros de los sacrificios que allí hacían indios en tiempo de su gentilidad, y algún poco de humo alguna vez.
El volcán de Méjico, que está cerca de la Puebla de los Angeles, es también de admirable altura, que sube de treinta leguas al derredor. Sale de este volcán no continuamente, sino a tiempos, cuasi cada día un gran golpe de humo, y sale derecho en alto como una vira; después se va haciendo como un pluma de muy grande, hasta que cesa del todo, y luego se convierte en una como nube negra. Lo más ordinario es salir por la mañana salido el sol, y a la noche cuando se pone, aunque también lo he visto a otras horas. Sale a vueltas del humo también mucha ceniza: fuego no se ha visto salir hasta agora; hay recelo que salga, y abrase la tierra, que es la mejor de aquel reino, la que tiene en su contorno. Tienen por averiguado que de este volcán y de la sierra de Tlaxcala, que está vecina, se hace cierta correspondencia, por donde son tantos los truenos y relámpagos, y aun rayos, que de ordinario se sienten por allí. A este volcán han subido y entrado en él españoles y sacado alcrebite o piedra azufre para hacer pólvora. Cortés cuenta la diligencia que él hizo para descubrir lo que allí había.
Los volcanes de Guatimala son más famosos, así por su grandeza, que los navegantes de la mar del sur descubren de muy lejos, como por la braveza de fuego que echan de sí. En veinte y tres de diciembre del año de ochenta y seis pasado sucedió caer cuasi toda la ciudad de Guatimala de un temblor, y morir algunas personas. Había ya seis meses que de noche ni de día no cesó el volcán de echar de sí por lo alto, y como vomitar un río de fuego, cuya materia, cayendo por las faldas del volcán, se convertía en ceniza y cantería quemada. Excede el juicio humano cómo pudiese sacar de su centro tanta materia como por todos aquellos meses lanzaba de sí. Este volcán no solía echar sino humo, y eso no siempre; y algunas veces también hacía algunas llamaradas. Tuve yo esta relación, estando en Méjico, por una carta de un secretario del Audiencia de Guatimala, fidedigna, y aun entonces no había cesado el echar el fuego que se ha dicho de aquel volcán.
En Quito los años pasados, hallándome en la ciudad de los Reyes, el volcán que tiene vecino echó de sí tanta ceniza, que por muchas leguas llovió ceniza tanta, que escureció del todo el día; y en Quito cayó de modo, que no era posible andar por las calles. Otros volcanes han visto que no echan llama, ni humo, ni ceniza, sino allá en lo profundo están ardiendo en vivo fuego sin parar. De éstos era aquél, que en nuestro tiempo un clérigo cudicioso se persuadió, que era masa de oro la que ardía, concluyendo que no podía ser otra materia, ni metal, cosa que tantos años ardía sin gastarse jamás; y con esta persuasión hizo ciertos calderos y cadenas, con no sé qué ingenio, para coger y sacar oro de aquel pozo; más hizo burla de él el fuego, porque no había bien llegado la cadena de hierro y el caldero cuando luego se deshacía y cortaba como si fuera estopa. Todavía me dijeron que porfiaba el sobredicho, y que andaba dando otras trazas cómo sacar el oro que imaginaba.