Capítulo XIII
De la batalla que dieron los mejicanos a los Tepanecas, y de la gran victoria que alcanzaron
Sabido el desafío por el vulgo de Méjico, con la acostumbrada cobardía acudieron al rey, pidiéndole licencia, que ellos se querían salir de su ciudad porque tenían por cierta su perdición. El rey los consoló y animó, prometiéndoles que les daría libertad vencidos sus enemigos, y que no dudasen de tenerse por vencedores. El pueblo replicó: Y si fuéredes vencido, ¿qué haremos? Si fuéremos vencidos, respondió él, desde agora nos obligamos de ponernos en vuestras manos, para que nos matéis y comáis nuestras carnes en tiestos sucios, y os venguéis de nosotros. Pues así será, dijeron ellos, si perdéis la victoria, y si la alcanzáis, desde aquí nos ofrecemos a ser vuestros tributarios y labraros vuestras casas y haceros vuestras sementeras y llevaros vuestras armas y vuestras cargas cuando fuéredes a la guerra, para siempre jamás nosotros y nuestros descendientes.
Hechos estos conciertos entre los plebeyos y los nobles (los cuales cumplieron después de grado, o por fuerza, tan por entero como lo prometieron), el rey nombró por su capitán general a Tlacaellel; y puesto en orden todo su campo por sus escuadras, dando el cargo de capitanes a los más valerosos de sus parientes y amigos, hízoles una muy avisada y ardiente plática, con que les añadió al coraje que ellos ya se tenían, que no era pequeño, y mandó que estuviesen todos al orden del general que había nombrado. El cual hizo dos partes su gente, y a los más valerosos y osados mandó que en su compañía arremetiesen los primeros; y todo el resto se estuviese quedo con el rey Izcoalt, hasta que viesen a los primeros romper por sus enemigos.
Marchando, pues, en orden, fueron descubiertos los de Azcapuzalco, y luego ellos salieron con furia de su ciudad, llevando gran riqueza de oro y plata, y plumería galana, y armas de mucho valor, como los que tenían el imperio de toda aquella tierra. Hizo Izcoalt señal con un atambor pequeño que llevaba en las espaldas; y luego, alzando gran grita y apellidando Méjico, Méjico, dieron en los Tepanecas; y aunque eran en número sin comparación superiores, los rompieron e hicieron retirar a su ciudad. Y acudiendo los que habían quedado atrás, y dando voces Tlacaellel: victoria, victoria, todos de golpe se entraron por la ciudad, donde, por mandado del rey, no perdonaron a hombre, ni a viejos, ni mujeres, ni niños, que todo lo metieron a cuchillo, y robaron y saquearon la ciudad, que era riquísima. Y no contentos con esto, salieron en seguimiento de los que habían huido y acogido a la aspereza de las sierras, que están allí vecinas, dando en ellos y haciendo cruel matanza.
Los Tepanecas, desde un monte do se habían retirado, arrojaron las armas y pidieron las vidas, ofreciéndose a servir a los mejicanos y dalles tierras y sementeras y piedra y cal y madera, y tenellos siempre por señores, con lo cual Tlacaellel mandó retirar su gente y cesar de la batalla, otorgándoles las vidas debajo de las condiciones puestas, haciéndoselas jurar solemnemente. Con tanto, se volvieron a Azcapuzalco, y con sus despojos muy ricos y victoriosos, a la ciudad de Méjico.
Otro día mandó el rey juntar los principales y el pueblo, y repitiéndoles el concierto que habían hecho los plebeyos, preguntóles si eran contentos de pasar por él. Los plebeyos dijeron que ellos lo habían prometido, y los nobles muy bien merecido, y que así eran contentos de servirles perpetuamente, y de esto hicieron juramento, el cual inviolablemente se ha guardado. Hecho esto, Izcoalt volvió a Azcapuzalco y, con consejo de los suyos, repartió todas las tierras de los vencidos y sus haciendas entre los vencedores. La principal parte cupo al rey; luego a Tlacaellel; después, a los demás nobles, según se habían señalado en la guerra; a algunos plebeyos también dieron tierras, porque se habían habido como valientes; a los demás dieron de mano y echáronlos por ahí como a gente cobarde.
Señalaron también tierras de común para los barrios de Méjico, a cada uno las suyas, para que con ellas acudiesen al culto y sacrificio de sus dioses. Este fué el orden que siempre guardaron de ahí adelante en el repartir las tierras y despojos de los que vencían y sujetaban. Con esto los de Azcapuzalco quedaron tan pobres, que ni aun sementera para sí tuvieron; y lo más recio fué quitalles su rey y el poder tener otro, sino sólo al rey de Méjico.