XLIV. MIL Y NO MÁS ALLÁ DE MIL

Otón III murió tras el fallido «fin del mundo». Lo habían anunciado los profetas para el término del año 1000 y una leyenda fabricada a posteriori dice que todos habían creído en ello y se habían preparado para el acontecimiento. Fue, según se cuenta, una espera espasmódica. Las iglesias se llenaron de fieles y los confesionarios rebosaban penitentes. Desde los púlpitos los predicadores tronaban contra las miserias del mundo de aquí abajo para exaltar las alegrías del más allá. Se rezaba en las iglesias, en las casas, por las calles. Las tiendas de cilicios hacían su agosto. El que poseía una reliquia la mantenía oculta y solo la mostraba a los amigos. Los moribundos daban sus bienes a la Iglesia confiando en ganarse un rincón en el paraíso. Los homicidas se entregaban, los ladrones restituían lo robado, los criados no sisaban en la compra, los enemigos se reconciliaban y las mujeres y los maridos se perdonaban las infidelidades. Los lobos pacían con los corderos y los perros jugaban con los gatos.

Se cuenta que la noche de San Silvestre, los romanos, cubierta la cabeza con ceniza, se reunieron ante Letrán. Empuñaban lábaros y cruces y cantaban salmos. Desde dos días atrás se había proclamado un ayuno general. El 31 de diciembre, el Papa con la triple corona se asomó a una ventana del palacio apostólico para impartir la postrera bendición.

A medianoche, todos miraron el cielo y se santiguaron. Era una noche luminosa; brillaba la luna. No sonaron las trompetas del Juicio y la tierra no se hundió. Al amanecer, extenuados por la vigilia y el ayuno, los romanos regresaron a sus casas. Las mujeres volvieron a traicionar a sus maridos y viceversa, los lobos a matar a los corderos y los ladrones a robar. Los Barbanegra siguieron haciendo horóscopos y el pueblo volvió a creer en ellos. La Europa cristiana dejó escapar un suspiro de alivio y se abandonó con frenesí a la joie de vivre del milenio que comenzaba.

En cinco siglos, desde la caída del Imperio romano al año 1000, el mapa geográfico de Italia era otro. La península había cambiado cuatro veces de dueño. A la muerte de Otón III era un mosaico de pequeños potentados locales. El «reino de Italia» aún existía, pero solo en el mapa. Era un reino sin fronteras concretas, rural, cerrado y anárquico, sin nexos y refractario a toda amalgama: un calidoscopio de potentados independientes, un campo áspero y soñoliento, cubierto de monasterios y castillos.

Las ciudades estaban gobernadas por duques, marqueses y condes, vasallos y guardias armados del emperador. Su poder estaba limitado por el del obispo, que muchas veces era un gran terrateniente y tenía tras de sí una rica base económica. El reino de Italia no tenía ya una capital, sino una media docena de ciudades principales en lucha continua entre sí, Milán, Pavía, Ivrea, Cremona y Florencia.

Más que ciudades eran grandes pueblos de unos miles de habitantes, rodeados de altas murallas en las que las puertas se abrían al amanecer y volvían a cerrarse al crepúsculo. De noche, por las calles desiertas y envueltas en tinieblas patrullaba un cuerpo de guardia especial. No existía la iluminación y había que recurrir a antorchas. Pero era difícil, con la oscuridad, que alguien saliera de casa. A cierta hora, hasta las tabernas echaban a los clientes y los rezagados podían tener desagradables encuentros. No había vigilantes; solo los tenía quien podía. La actividad se reanudaba por la mañana, con la luz. Entonces, todo se reanimaba en torno a la catedral, al palacio público o al mercado, los tres grandes centros propulsores de la vida ciudadana.

La catedral, con su obispo y su curia, era el centro religioso. Sus amplias naves podían cobijar millares de fieles. Las misas se celebraban sin interrupción, intercaladas con sermones que solían encomendarse a los llamados monjes giróvagos. El domingo, o con motivo de las grandes fiestas religiosas, el obispo pronunciaba la homilía. Los días de cuaresma, los confesionarios estaban tan concurridos que había que hacer venir sacerdotes de la comarca. Cada ciudad tenía su santo protector: Milán, san Ambrosio; Génova, san Jorge, y Venecia, san Marcos, en cuyo honor se celebraban solemnes procesiones. A ellos se recurría cuando estallaba una peste o amenazaba la hambruna. Las novenas y el culto de las reliquias propiciaban a los santos. Todas las catedrales tenían una especie de urna con joyas raras: dientes, cabellos, tibias y peronés que habían pertenecido a mártires, apóstoles y padres de la Iglesia. A menudo se trataba de quincalla, pero el pueblo sencillo las creía auténticas y las veneraba.

El palacio público era el centro político de la ciudad, como lo es hoy el municipio. Residían en él el conde y sus oficiales, con misiones administrativas, judiciales y militares, además de varios ayudantes: para abastos, para las cloacas, los tributos, etc. El palacio daba a una gran plaza que era el sitio habitual de reunión de los ciudadanos, que afluían a ella para escuchar los pregones, proclamas o arengas. En la plaza, en cuyo centro había una fuente, se ejecutaban las sentencias de muerte que, según las crónicas del tiempo, eran bastante frecuentes.

Poco más allá estaba el mercado, donde podían adquirirse las cosas más dispares y los productos alimenticios que cada mañana llegaban de la comarca. No faltaban los productos exóticos, las sedas, los brocados, las especias. Los importaban de Constantinopla, donde tenían sus lonjas o almacenes los mercaderes venecianos. Cerca del mercado estaban diseminadas las tiendas de sastres, los talleres de carpinteros, de zapateros y de fabricantes de trompetas. La industria no era aún más que un pequeño y heterogéneo artesanado. El taller solía formar parte de la propia estancia y así el trabajo se combinaba con la vida doméstica. Los aprendices formaban parte de la familia del patrón. Comían en la misma mesa, dormían en la misma alcoba y, a veces, en la misma cama. En efecto, en la Edad Media se vivía en la más absoluta promiscuidad.

Las casas, de piedra, eran pequeñas y no tenían ninguna comodidad. La iluminación era escasa y las paredes húmedas en invierno y ardientes en verano. Tenían uno o dos pisos a lo sumo, y la luz del sol conseguía penetrar a duras penas por los ventanucos torcidos y estrechos. Cada casa tenía al menos dos habitaciones muy amplias: el comedor, que hacía de sala de estar, y la alcoba. El primero estaba someramente equipado con muebles de madera tosca, apenas tallada, bancos, sillas y una gran mesa. En la alcoba se colocaba un cofre en el que se guardaba la ropa blanca, el oro, los documentos y el dinero, bien cerrado en una bolsa de cuero. Los ricos y los nobles tenían colchones de pluma; los pobres dormían en yacijas de paja. Las ventanas no tenían vidrios y de la intemperie había que protegerse con cubiertas de papel o de tela. Los servicios higiénicos eran bastante rudimentarios. Los aparatos sanitarios fundamentales eran dos: el cubo y la tinaja, que hacía las veces de bañera. Pocas eran las abluciones. San Jerónimo había aconsejado, dando además ejemplo, lavarse lo menos posible y evitar, en todo caso, el agua caliente por su acción excitante. Pero el hombre medieval no necesitaba tales recomendaciones. Un proverbio del siglo X decía: «Lávate a menudo las manos, pocas veces los pies, y la cabeza nunca». Los excrementos se tiraban por la ventana; los barrenderos los recogían y los amontonaban en enormes bidones de madera para usarlos después como abono fertilizante. Las calles, estrechas, tortuosas e inconexas, emanaban efluvios mefíticos. Las epidemias de peste y de cólera eran la natural consecuencia de la inmundicia en que vivía la gente en la Edad Media, lo mismo en las ciudades que en el campo.

Cuando, al amanecer, se abrían las puertas de las ciudades, grupos de villanos, a lomos de macilentos rocines cargados de cestas de hortalizas pasaban las murallas para acudir al mercado a vender sus productos. Procedían de la comarca, eran medianeros dependientes de algún señor o abad, habitaban en cabañas a los pies de un castillo o a la sombra de un monasterio que difería bien poco del castillo. Los castillos se alzaban sobre una altura o sobre la cima de un monte. Estaban rodeados por un foso, con su curso de agua, y una empalizada, y se llegaba a ellos por un puente levadizo. En la muralla sobresalían diversas torres. En el interior estaban las habitaciones del señor, la capilla, el pozo, los establos y el mastio, que era la torre principal, de forma circular y más alta que las demás fortificaciones. Era un cómodo punto de observación y el horizonte que abarcaba se extendía a lo lejos en todas las direcciones. Día y noche, a través de sus almenas, los vigilantes escrutaban el valle, donde de un momento a otro podía perfilarse una amenaza en forma de bandoleros. Arracimadas junto al castillo, las cabañas de paja y de barro de los siervos y de los campesinos clavados a la gleba, parecían polluelos en torno a la gallina. Los duelos, los torneos y las procesiones eran sus únicos pasatiempos. Los monasterios, semejantes a fortalezas más que a lugares de oración, conferían al paisaje algo de austero y solitario.

No había centros de poder político capaces de emanar una cierta fuerza de atracción. Roma adquiría cada vez más importancia, pero como capital de la Iglesia, no de una nación. Precisamente por ese universalismo iba alejándose cada vez más de la nación. Sobre ella vigilaba el Papa, al que, desgraciadamente, no vigilaba nadie. El sur había seguido otros caminos. Sicilia, que había entrado a formar parte del gran imperio musulmán, quedaba por el momento apartada de Italia y de Europa. El fondo de la bota era objeto de litigio entre pequeños señoríos longobardos y guarniciones bizantinas. Las únicas ciudades en las que empezaba a palpitar un poco la vida eran las marineras, Venecia, Génova, Pisa y Amalfi, y ello por dos motivos: en primer lugar, porque para defenderse de las incursiones musulmanas tenían que organizar por su propia cuenta las flotas, que requerían equipajes y estos, a su vez, suscitaban una cierta solidaridad comunitaria; y, en segundo, porque tenían en sus manos el comercio, que en aquella época sin carreteras se desenvolvía por los ríos o por el mar.

Estas ciudades marineras eran ya pequeñas repúblicas. Habían quedado prácticamente al margen de las invasiones de los godos, de los longobardos y de los francos que habían conquistado Italia con ejércitos de tierra y no disponían de flotas, por lo que se habían limitado al interior. Nominalmente, Venecia y Amalfi eran provincias bizantinas, pero en realidad vivían como ciudades independientes. Venecia estaba gobernada por un Doge (Dux), contaminación de Duque (Duca), que, en sus orígenes, había sido el representante del emperador de Oriente. Ya en el siglo IX encarnaba la suprema autoridad civil, política y militar. Su poder estaba limitado por el Gran Consejo, que era la asamblea de todos los representantes, mayores de edad, del patriciado veneciano. Así, pues, más que una república era una oligarquía. Al llegar al año 1000, Venecia era la ciudad italiana más próspera y progresiva. Su poderosa flota mercantil tenía el monopolio comercial entre el continente y los puertos del Próximo y Lejano Oriente. Sus mercaderes se aventuraban por el océano índico y los mares de la China, de donde traían brocados, telas preciosas, drogas y perfumes que después vendían en Francia, Alemania e Italia. Más gris era la vida de Génova, Pisa y Amalfi. El Tirreno y el Mediterráneo estaban infestados de corsarios musulmanes y la navegación era muy peligrosa. Estas repúblicas hallábanse regidas por magistrados que, con el tiempo, intentaron instaurar un poder hereditario principesco.

En un mosaico así de dinastías y Estados, la unidad era imposible. Por lo demás, muy pocos pensaban en ella y solo por intereses particularistas y miras egoístas de hegemonía. Los señores realizaban una política uniéndose, traicionándose y peleando entre sí. Sabían que existía un Sacro Romano Imperio, dividido en varios reinos, uno de los cuales se llamaba «Italia», pero esto solamente interesaba a unos pocos miles de personas. Los pobres diablos permanecían sumidos en una ignorancia absoluta. Su horizonte era solamente el de la tierra que cultivaban o, a lo sumo, el villorrio en que vivían.

Sobre este panorama cae el telón del año 1000. No se perciben más que los rasgos generales, porque aún es noche cerrada. Pero el amanecer no está lejos.