XV. LA ITALIA GODA

A principios del año 494, la conquista goda estaba consolidada. Teodorico se instaló en Rávena. De los doscientos cincuenta mil godos que con él habían emprendido la «larga marcha», no llegaron a la tierra prometida más que unos doscientos mil. De estos, una parte se había establecido en la llanura padana, otra había seguido al rey hasta la ciudad adriática y una tercera había descendido hacia el sur.

El asentamiento fue difícil y lento. Los que seguían a Teodorico no eran un pueblo, sino una horda de guerreros, pastores y bandidos, refractarios a cualquier forma de vida organizada. Eran demasiado bárbaros para fundirse con los vencidos, y estos estaban demasiado podridos para asimilarse a ellos. No iba a ser una convivencia fácil. El nuevo reino comprendía Lombardía, Véneto, Liguria, Toscana, Lacio, Campania, Lucania, Calabria y Sicilia. Teodorico dejó inalterada la antigua fisonomía y la tradicional nomenclatura administrativa romana: la península siguió dividida en diecisiete provincias, gobernadas por diecisiete Présides que eran al mismo tiempo jueces, administradores e intendentes de finanzas. Dependían todos del prefecto del pretorio, especie de ministro del Interior, que residía en Rávena y daba cuenta al rey de su actuación. Las provincias fronterizas fueron confiadas a los llamados Condes, generales godos en servicio activo, que se habían distinguido en la guerra contra Odoacro. Estos generales disponían de un pequeño ejército, llevaban una vida de guarnición y vigilaban las fronteras. Naturalmente, sus obligaciones no solo eran militares, sino también civiles y judiciales.

En Roma, el Senado, reducido a una simple sombra, continuó siendo, al menos teóricamente, el más alto organismo representativo. El rey le confirmó todos los privilegios de que había gozado antaño, limitándose a designar a su presidente. Los senadores conservaron el derecho de transmitir el propio cargo a sus hijos y los cónsules también salvaron sus prerrogativas. Cuando eran elegidos podían poner en libertad a cierto número de esclavos y aún tenían la obligación de distribuir el trigo entre la plebe y proporcionar diversiones a esta. Vestían igual que en tiempos de Sila, César y Trajano, y daban su nombre al año. Pero en Roma el verdadero jefe era el prefecto de la ciudad. Lo nombraba Teodorico, de quien era lugarteniente. Dirigía la administración, presidía los tribunales y tenía jurisdicción incluso sobre los senadores. De él dependían todos los funcionarios públicos de la ciudad, cuyo número, según el historiador Casiodoro, sufrió bajo Teodorico una drástica reducción.

Cuando en el año 500 el rey visitó Roma, fue precisamente el prefecto de la ciudad el primero en rendirle homenaje al frente de una delegación en la que estaban representados todos los altos cargos del Estado. Se hallaban el cuestor, que hacía de mediador entre el Senado y Teodorico; el maestro de oficios, que se encargaba de los abastecimientos y el correo; el conde de las Donaciones, el equivalente a un ministro de Finanzas, que vigilaba también el comercio, y el conde de los Asuntos Privados, especie de ministro de la Corona, cuya misión era impedir los matrimonios entre parientes y dar sepultura a los muertos. Todos ellos tenían el título de ilustres y percibían un estipendio mensual de mil sueldos.

En sus no demasiado frecuentes traslados, Teodorico se hacía acompañar por un séquito de escuderos y oficiales que, naturalmente, eran godos. En las Variae de Casiodoro no hay huellas de un solo funcionario militar romano. El jefe del ejército era el rey, que declaraba la guerra y ordenaba el reclutamiento. Los godos efectuaban movilizaciones en masa y tenían que procurarse el equipamiento, que consistía en una especie de coraza ligera, un yelmo y un escudo. Las armas incluían la lanza, la espada y la jabalina, el puñal y las flechas. Habítualmente se reunían en una provincia fronteriza. El Estado pagaba a los soldados estipendio y vituallas, pero les prohibía el saqueo, el estupro y el rapto. Los romanos estaban obligados a procurar a las tropas de paso alimento y alojamiento. Terminada la guerra, los soldados regresaban a sus casas y a cultivar los campos. De ese modo, los godos se emanciparon lentamente de la vida nómada y, al igual que los antiguos legionarios romanos, se convirtieron en agricultores.

Teodorico encontró la península financieramente agotada y las cajas del Estado vacías. Multiplicó los arbitrios y el número de publicanos o agentes encargados de cobrarlos. Los impuestos eran gravosos y por lo general se pagaban en especies: aceite, vino, trigo, etc. También iba a parar al erario lo conseguido de la venta de los minerales y del mármol, y el llamado impuesto sobre los monopolios, que gravaba el derecho de comercio «en exclusiva». Teodorico hacía un culto de los monumentos. Restauró el teatro de Marcelo, nombró un superintendente para las cloacas e instituyó una comisión de vigilancia sobre los monumentos vespasianos. Castigó a los ladrones de estatuas y a los especuladores de terrenos. Dictó una ley contra la demolición indiscriminada y arbitraria de antiguos edificios públicos, que se había convertido en un lucrativo pasatiempo para los habitantes de la urbe. «Las ruinas de la antigua Roma nos han sido dejadas por los mismos romanos», se ha escrito.

En el año 500, Teodorico publicó un edicto dividido en ciento cuarenta y cuatro artículos. La materia contenida en él y el espíritu que lo formaba eran romanos, como romana era la jurisprudencia que asignaba a tribunales de guerra la competencia para juzgar delitos militares y a tribunales civiles la de pronunciar sentencias comunes. Nombró presidente de los primeros a condes godos y de los segundos a magistrados romanos. Raras veces ocurría que un ciudadano romano compareciera ante un juez godo. Podía suceder, más aún, ocurría regularmente cuando se producía una querella entre godos y romanos. En este caso, los segundos eran juzgados por un conde asistido por un magistrado romano.

Sus biógrafos nos describen a Teodorico como un hombre justo. Un día, una mujer le presentó un recurso contra ciertos jueces que no se decidían a dirimir un litigio en el que ella se hallaba complicada. El rey los convocó y ordenó que celebraran allí mismo el proceso. Pronunciado el veredicto, hizo cortar la cabeza a los jueces.

Como no contaba con administradores propios, se sirvió de los romanos para gobernar Italia. Nombró prefecto del pretorio a un tal Liberio, que había ejercido el mismo cargo con Odoacro a quien había permanecido fiel hasta el fin. Liberio coronó su carrera como ministro de Finanzas y unió su nombre a la reforma agraria que asignó dos tercios del suelo italiano a los romanos y un tercio a los godos, que con justo título lo habían reclamado, puesto que ahora eran sus únicos defensores. Sucesor de Liberio fue Casiodoro, que también había estado a las órdenes de Odoacro, de quien fue tesorero. Ofreció después sus servicios a Teodorico, que lo nombró gobernador de Lucania. Su carrera fue continuada por su hijo homónimo, el gran historiador de este período, que estuvo cerca de cuarenta años al frente de la administración goda en Italia.

Casiodoro, hijo, había nacido en Squillace, Calabria, el año 480. Aún joven se trasladó a Roma, donde realizó estudios de gramática y ornitología. Cuando su padre fue elevado al puesto de prefecto del pretorio, el joven se convirtió en gobernador de Lucania y después asesor de Roma. En cierta ocasión, mientras ostentaba este cargo, hubo de dirigir un brindis al rey, y lo hizo con tanta gracia que Teodorico lo nombró su secretario y después cuestor, patricio y, en el año 514, cónsul. Casiodoro no solo fue un hombre de Estado, sino un gran historiador, a pesar del tono hagiográfico y la ampulosidad de sus escritos. En una absurda Historia de los godos, que se ha perdido, atribuía a estos un origen divino y un lejano parentesco con Hércules y Teseo. Compiló también un resumen de la antigüedad, el Chronicon, que arrancaba de la expulsión de Adán y Eva del paraíso terrenal. Pero su obra más famosa son las Variae, colección de cartas y documentos a través de los cuales podemos reconstruir los hechos del reino godo en Italia. Murió muy viejo, a los noventa y tres años, en su finca de Squillace, a la que se había retirado para dedicarse a la cría de canarios y a copiar las obras de Virgilio y de Séneca.

Los otros colaboradores civiles de Teodorico, Símaco y Boecio, eran romanos. Símaco descendía del cónsul homónimo que en tiempos de Teodosio se había opuesto a la remoción de la estatua de la Victoria, símbolo pagano, del palacio del Senado. Odoacro lo había nombrado cónsul y Teodorico lo hizo prefecto de la urbe con el título de patricio. En 524 fue elegido presidente del Senado. Era un hombre culto, probo y refinado. Escribió una Historia de Roma, docta y retórica, en siete volúmenes. A través de su hija se emparentó con Boecio, del que se convirtió en suegro.

Boecio había nacido el año 475 en Roma, donde había realizado los estudios, que continuó después en Atenas, sobre los textos de Euclides, Arquímedes y Tolomeo. Tradujo el Organon, de Aristóteles, que sirvió de modelo a toda la filosofía medieval. Escribió también un tratado de teología en el que demostró, o intentó demostrar, que la fe triunfa sobre la razón. A los treinta años, Teodorico lo nombró cónsul, después maestro de oficios y, en 522, primer ministro.

Símaco y Boecio colaboraron con Teodorico como lo habían hecho con Odoacro, pero de pronto, de manera clamorosa, rompieron sus relaciones con el rey, cuando el relator Cipriano acusó al patricio Albino de haber enviado al emperador de Oriente unas cartas llenas de calumnias hacia el soberano. Boecio defendió a Albino e inculpó a Cipriano, que a su vez extendió la acusación a Boecio. Teodorico entregó a este al Senado, que se constituyó en tribunal especial. Fue el proceso del siglo, y concluyó con la condena a muerte del imputado, reconocido reo de traición, magia y espiritismo. Boecio quedó encerrado en una cárcel en Pavía, y el 23 de octubre del año 524 fue ejecutado. Los verdugos le ataron una cuerda a la frente y apretaron hasta que los ojos le saltaron de las órbitas. Idéntica fue la suerte de Símaco, culpable solamente de haber salido en defensa de su yerno.

En la celda de Boecio fue hallado un manuscrito que él había compuesto durante los largos meses de reclusión y al que había dado el significativo título de Consolatio philosophiae. La obra está escrita en hermoso latín clásico en el que se advierten ecos de Séneca, y algunas páginas están empapadas de sentido lirismo. La Consolatio fue el best seller de la Edad Media. Entre otros, la leyó Dante. Se tradujo a todas las lenguas. La lista completa de sus ediciones llena cincuenta páginas del catálogo del British Museum de Londres.