XII. RICIMERO Y ODOACRO

Durante dos meses los romanos se quedaron sin emperador, pero no parece que se consideraran huérfanos. Los últimos Augustos no tuvieron de imperiales más que el nombre. El poder lo ejercieron con una real indignidad. La población había visto a los vándalos abandonar la ciudad y dirigir sus barcos hacia África, de donde habían venido. Los cronistas de la época refieren que sobre la urbe violentada y saqueada se extendía un manto de apatía. En esta atmósfera cansada y perezosa, a finales del verano del año 455 entró en la ciudad un viejo noble de la Auvernia, que era una de las provincias de la Galia. Se llamaba Avito, pero nadie en la capital había oído su nombre hasta entonces. Alguien dijo que era el nuevo emperador. Los romanos lo acogieron con indiferencia y ni siquiera salieron a su encuentro.

Avito no había sido coronado por los romanos, sino por los visigodos, en Arles, el día 10 de julio. Descendía de una de las más importantes familias de la región. Sus antepasados habían tenido durante muchas generaciones puestos notables en el ejército y en la administración pública. Cuentan los biógrafos que cuando llegó a emperador debía de tener cerca de sesenta años, puesto que había nacido el año en que murió Teodosio. Poseía una buena cultura clásica y había leído a Cicerón y a Julio César, que cinco siglos antes había descrito a su pueblo en De bello gallico. Alternaba con los estudios la caza del jabalí. Su cursus honorum fue muy rápido, y en pocos años obtuvo uno de los cargos más importantes de la provincia, la prefectura del pretorio, que conservó durante un lustro, hasta que se retiró a la vida privada con su hija Papianilla. Tal vez no hubiéramos oído hablar nunca de este hombre si un día Roma no le hubiera encargado una embajada ante Teodorico, rey de los visigodos.

Avito y Teodorico se habían conocido de niños y eran grandes amigos. Sobre el tambaleante Imperio de Occidente pesaba la amenaza de Atila, que no había renunciado a transformar Italia en un Desierto de los tártaros. Avito y Teodorico firmaron un pacto de alianza y mutua ayuda. Dos meses después de que los vándalos se retiraran de Roma, Avito fue coronado emperador con el favor del rey godo. Fue el suyo un reinado breve. El poeta Sidonio Apolinar, que se había casado con Papianilla, lo inmortalizó en un mal panegírico. En recompensa, el suegro hizo que se le levantara una estatua en el Foro de Trajano.

Cuando llegó a Roma la noticia de que la flota de Genserico había zarpado por segunda vez con rumbo a Italia, el terror se apoderó de los romanos. Avito hizo preparar inmediatamente una flota y puso al frente de ella al conde Ricimero, que atacó las trirremes enemigas que navegaban hacia Córcega, las cercó y las hundió. Millares de vándalos perdieron la vida en la batalla. Los supervivientes, encadenados, fueron llevados prisioneros a Roma y Avito los hizo decapitar. La población, que aún mantenía vivo el recuerdo del saqueo del año 455, manifestó tumultuosamente su júbilo. Ricimero fue llevado en triunfo por las calles engalanadas de la capital. La muchedumbre, delirante, le tributó honores dignos de los tiempos de Augusto. La gloria del nuevo héroe oscureció la del emperador, que pocas semanas después fue depuesto, entre otras razones porque había hecho fundir algunas estatuas de bronce para pagar a los soldados. Consiguió escapar, pero en Piacenza fue hecho prisionero y entregado a Ricimero. Este no solo le perdonó la vida, sino que hizo que lo consagraran obispo, lo cual demuestra de manera clara cuáles eran las condiciones de la Iglesia en el siglo V.

Ricimero era un bárbaro que había hecho una carrera brillante, reorganizando el ejército y combatiendo contra los bárbaros que amenazaban al Imperio. Gran general, calculador frío, siempre fue fiel a Roma, pero no a los emperadores a los que sentaba en el trono para echarlos después. Se acordaba de Estilicón, a quien Honorio había hecho asesinar, y de Aecio, ajusticiado por orden de Valentiniano. Comprendió que el Imperio estaba podrido y que su última hora podía ser retrasada, pero no evitada. Desaparecido Avito, no quiso ser su sucesor en el trono, porque le parecía mejor controlar las riendas del poder como primer ministro de un soberano sin autoridad. Se limitó a asumir el título de patricio con el que se le reconocía el derecho a proclamarse padre del emperador. Retirado Avito, colocó en el trono a Mayoriano, ex ayudante de campo de Aecio, junto al que había realizado una gran carrera si no lo hubiera hecho fracasar la mujer del general. Lo mismo que Cincinato y Teodosio, Mayoriano vivía retirado en el campo, dedicado a la cría de aves, en espera de tiempos mejores. Cuando Aecio fue asesinado, Valentiniano III volvió a llamarle. En esa ocasión conoció a Ricimero. Para los romanos, la elección de Mayoriano fue un hecho meramente administrativo. Después de la coronación, el nuevo Augusto leyó en el Senado un mensaje lleno de deferencia en el que declaraba que asumía la púrpura por voluntad de sus representantes y en el supremo interés de la patria. Los senadores se asombraron al oírlo. Desde tiempo inmemorial habían perdido la costumbre de que los trataran con tanto respeto.

La coronación de Mayoriano volvió a actualizar la figura de Sidonio Apolinar. El poeta había caído en desgracia después de la desaparición de Avito. Se le perdonó porque era el único poeta del Imperio. El panegírico dedicado a Mayoriano tuvo la misma aceptación que el dirigido a Avito. En las dos composiciones, de la misma duración y en el mismo metro, Sidonio había dicho más o menos las mismas cosas. En recompensa, se le dispensó de pagar tributos.

Mayoriano fue un buen emperador. Como los italianos apenas tenían hijos, prohibió a las mujeres hacer votos antes de los cuarenta años, obligó a las viudas a casarse otra vez, impidió a los jóvenes hacerse monjes y castigó a los especuladores que para construir nuevos edificios derruían los viejos demostrando que en Roma los vándalos habían sido superfluos. Tanta sabiduría, sin embargo, le costó cara.

Ricimero no tardó en advertir que Mayoriano se había tomado en serio su papel de emperador, y en mayo de 460 lo depuso. Mayoriano se retiró a la vida privada en una villa próxima a Roma, donde pocos años después, según cuenta Procopio, murió de disentería.

Suprimido un soberano que habría merecido permanecer en el trono, en noviembre de 461 Ricimero coronó en Rávena, como Augusto, a un tal Libio Severo, lucano de nacimiento. Solo sabemos de él que reinó cuatro años, vivió religiosamente y murió envenenado. Tras su desaparición, el trono quedó vacante durante dos años.

Su sucesor, Antemio, era yerno del difunto emperador de Oriente, Marciano. Fue depuesto por inepto en abril de 472. Ricimero coronó entonces a un cierto Olibrio, al que no tuvo tiempo de deponer, porque un mes más tarde moría víctima de una hemorragia.

Con su muerte se cierra la serie de los generales bárbaros que en los últimos tiempos estaban decidiendo la suerte de Occidente, llenando el vacío de un poder que los emperadores ya no podían ejercer. Durante dieciséis años Ricimero había logrado mantener a flote una embarcación que hacía aguas por todas partes y cuyas grietas ya nadie podía cerrar. Olibrio ni siquiera tuvo tiempo de darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, pues murió de un ataque de hidropesía. Antes de morir, había nombrado patricio al sobrino de Ricimero, el príncipe burgundio Gundobado, que en marzo de 473, tras un interregno de cinco meses, proclamó emperador en Rávena a Glicerio. De este solo sabemos que cuando Italia fue amenazada por los ostrogodos, salió al encuentro del rey Teodomiro, lo colmó de dones y le indujo a abandonar la península y a marchar a la Galia, que, si no de hecho, al menos en el mapa aún pertenecía al Imperio. Esta traición, sin embargo, le costó el trono, al que se encaramó un general llamado Julio Nepote. Gundobado prefirió huir a Burgundia, donde le esperaba la corona de un reino menos glorioso que el romano, pero, desde luego, más cómodo.

Julio Nepote gobernó catorce meses y entregó Auvernia a los visigodos. Los romanos no se lo perdonaron y su lugarteniente Orestes lo depuso en el verano de 475, y proclamó emperador en Rávena a su hijo Rómulo Augústulo. Orestes había nacido en la Panonia; entró al servicio de Atila y lo hemos encontrado ya con su compañero Edecón al frente de la embajada que el «azote» envió a Constantinopla en el año 448. El matrimonio con una dama griega le abrió las puertas de la sociedad bizantina. Al igual que Estilicón y Ricimero, no vistió la púrpura y se conformó, en cambio, con el título de patricio. Era hombre ambicioso, pero obtuso. Cuando los hérulos descendieron a Italia y reclamaron la tercera parte de su territorio para establecerse en ella, Orestes se lo negó. El jefe de los hérulos, Odoacro, le declaró la guerra y marchó contra Pavía, donde Orestes se había refugiado. A los dos días de asedio, la ciudad capituló y fue arrasada. Los hérulos degollaron a sus habitantes sin perdonar a niños ni a viejos. Fue una matanza en toda regla, al estilo de Atila y Genserico. Pero se olvidaron de Orestes, que por segunda vez consiguió ponerse a salvo refugiándose en Piacenza. Después de una semana fue sacado de allí y ejecutado de inmediato. Mejor suerte corrió su hijo Rómulo Augústulo. Odoacro le perdonó la vida, en parte por su juventud y en parte por su extraordinaria belleza, y dejó que viviera el resto de sus días en una villa cercana a Nápoles, con una pensión anual de seis mil sueldos.

Odoacro era hijo de aquel Edecón que con Orestes había formado parte del servicio diplomático de Atila. El modo en que trató al viejo amigo y colega de su padre, sobre cuyas rodillas quizá había jugado siendo niño, nos dice bastante de su carácter. Gobernó Italia durante diecisiete años, de 476 a 493. Había llegado después de la disolución de la horda y en el ejército imperial hizo una rápida carrera proporcional a sus méritos, que eran grandes, y a la ineptitud de los emperadores, que era grandísima. El historiador Eugipio nos lo describe como de estatura notable, cabello rojizo y un gran bigote rubio. El emperador Zenón lo nombró patricio, lo que suponía un reconocimiento puramente formal. Los hérulos lo aclamaron rey y le adjudicaron, con el título, plenos poderes. A sus órdenes, vencidos y vencedores convivieron sin mezclarse. Las antiguas magistraturas de los tiempos de Sila y de Cicerón y los gloriosos cargos republicanos sobrevivían nominalmente a la desarticulación del Imperio, pero ya no significaban nada, como no lo significaba el Senado, desposeído de autoridad por este capitán de ventura, cubierto de pieles de cordero. Italia había caído en la Edad Media. Empezaban los siglos oscuros.