XIX. LA RECONQUISTA DE ITALIA

Al frente de la expedición contra los vándalos del norte de África fue llamado Belisario. Nacido hacia el año 505 en una pequeña ciudad de Macedonia, en el seno de una familia noble, después de un breve aprendizaje en la corte, con tan solo veintiún años fue ascendido al grado de general del ejército imperial. Se había distinguido en el frente persa, pero sobre todo se ganó la gratitud del emperador al salvarlo de la insurrección de los «Verdes» y los «Azules» en el año 532. Se había casado con una tal Antonina, una viuda que tenía veintidós años más que él y que, sin embargo, se pasó la vida engañándolo.

La campaña contra los vándalos se resolvió en un triunfo. Su rey, Gelimero, fue obligado a huir a los montes, donde durante tres meses halló hospitalidad entre algunos salvajes. Cuando Belisario, a cambio de la rendición, le ofreció una abundante pensión con carácter vitalicio, se mostró dispuesto a aceptarla a condición de que el general le enviara inmediatamente una esponja, una hogaza y una lira. Se le contentó. Pero pasó por loco.

Con la victoria sobre los vándalos también cayeron en manos de Justiniano los territorios que formaban parte del reino de Gelimero: Cerdeña, Córcega, Baleares, Ceuta y otras muchas ciudades de la Mauritania. Belisario volvió a la patria y se le otorgó el triunfo en un recibimiento. Desfiló por las calles de Bizancio, adornadas con banderas, seguido por las tropas que habían luchado y vencido con él. El punto culminante de esta apoteosis fue una audiencia imperial. La derrota de los vándalos de África pareció en aquel momento un fausto acontecimiento, pero sus consecuencias resultaron desastrosas. Con la liquidación de Gelimero se derrumbó, en realidad, el único baluarte en condiciones de oponer un dique al aluvión árabe que poco después se abatiría sobre aquellas provincias.

La campaña contra los godos fue mucho más larga y difícil que la africana, ya que, con diversas alternativas, duró dieciocho años.

En el otoño del 535, ocho mil hombres mandados por Belisario, de regreso de su victoria en África, desembarcaron en las costas de Sicilia. En la Italia meridional, la influencia goda había sido escasa. Las poblaciones siempre habían mostrado poca simpatía por las bandas de Teodorico, y el desembarco fue preparado cuidadosamente por los quintacolumnistas bizantinos. Las guarniciones godas cayeron como bolos bajo los golpes de los griegos. Cuando tuvo la isla firmemente, Belisario cruzó el estrecho de Mesina y se dirigió a Nápoles. También este fue un asedio fácil. Casi sin pelear, haciendo pasar a los soldados por un acueducto. Belisario consiguió adueñarse de la ciudad partenopea. Aunque los bizantinos, en el regocijo de la victoria, se abandonaron a un horrible saqueo, los italianos los acogieron con júbilo. Como de costumbre, se hacían la ilusión de que aquella invasión representaba la liberación de la invasión anterior.

La noticia de los éxitos de Belisario alarmó a los godos. Teodato, que solo había dado buenas pruebas como uxoricida, fue depuesto y sustituido por un valeroso oficial llamado Vitigio, que de inmediato sacó las tropas de Roma y las reunió en Rávena. En la urbe dejó a unos cuantos millares de hombres que tal vez hubiesen logrado contener al invasor si el Papa no hubiese entregado con engaño las llaves de la ciudad a Belisario. Entonces, los godos volvieron a bajar hacia el sur y asediaron Roma. Al cabo de un año, la peste y el anuncio de refuerzos bizantinos indujeron a Vitigio a pedir una tregua. Belisario, impaciente por reunirse con las tropas de refresco que Justiniano le enviaba, se la concedió.

Mandaba las tropas el gran chambelán Narsés, un eunuco de sesenta años que había hecho una brillante carrera en la corte. Cuando Belisario se enteró de quién era aquel individuo, montó en cólera. En realidad, Narsés no sabía nada de asuntos militares. Nunca había participado en una guerra y gran parte de su vida había transcurrido en los salones y gineceos de Bizancio. Pero al parecer Justiniano no pudo evitar crear aquella peligrosa dualidad, porque Teodora no le dejaba en paz. La emperatriz sentía celos de Belisario, o mejor dicho, estaba celosa de la popularidad que él proyectaba sobre Antonina, que sin dejar de traicionar escandalosamente a su marido se pavoneaba de sus victorias.

La idea de juntar a Narsés y Belisario fue un desastre. El doble mando provocó una serie de reveses que culminaron en la conquista goda de Milán y en la matanza de treinta mil de sus habitantes. A pesar de las protestas de Teodora, Justiniano volvió a llamar al eunuco y restituyó a Belisario los plenos poderes. Libre por fin de conducir la guerra como le pareciera, el general pasó al contraataque; pero para dar buena cuenta de los godos, debía adueñarse a toda costa de Rávena, y los que le proporcionaron la manera de hacerlo fueron los mismos enemigos, que, extenuados por una guerra que ya se prolongaba demasiado, le ofrecieron la corona de Vitigio. Belisario fingió aceptarla a condición de que se le impusiera en Rávena. Los godos, sin sospechar la segunda intención que había en ello, le abrieron de par en par las puertas de la ciudad. Solo cuando los bizantinos hubieron entrado en el recinto amurallado, descubrieron el engaño. Cuando vieron a los griegos, las mujeres godas escupieron en la cara a sus estúpidos maridos.

Poco después, Belisario fue llamado por Justiniano, que lo envió a toda prisa al frente oriental, donde los persas estaban concentrando amenazadoramente sus tropas. Su ausencia devolvió el atrevimiento a los godos, que, entretanto, habían logrado reconstruir su ejército bajo la guía de un nuevo y valeroso rey, Totila. Una vez más, la suerte de la guerra se volvió a su favor y Justiniano se vio obligado a enviar nuevamente a Belisario a Italia.

Cuando llegó, el general se dio cuenta de inmediato de que la situación había empeorado de forma peligrosa. Los oficiales en los que había delegado el mando, abusaron de este de tal manera que las poblaciones se habían pasado al enemigo. Hasta las tropas parecían agotadas por una guerra que no acababa nunca. Justiniano, que lo había querido, estaba cansado de continuarla. En el este amenazaba el peligro persa. Había que dejar lo antes posible el frente occidental para defender el oriental. El año 552 el emperador envió otra vez a Italia a Narsés, que ya tenía más de setenta años y estaba lleno de achaques. El mismo año, entre Perusa y Ancona el gran chambelán derrotó a Totila, que perdió la vida en la batalla. Los godos se retiraron hacia la Campania, donde, a las órdenes de Teya, se dispusieron a una suprema y desesperada resistencia. Vencidos por segunda vez en la llanura del Vesubio, pidieron la paz. En un mensaje a Narsés propusieron también las condiciones, que él aceptó sin pestañear. Pedían que se les permitiese dejar Italia y conservar todos los tesoros acumulados en sus fortalezas. A cambio, se comprometían a no guerrear dentro de los confines del Imperio. Un millar de bárbaros se negó a deponer las armas y, organizados en bandas de guerrillas, llevaron a cabo una campaña de emboscadas. Otros siete mil pidieron alistarse en el ejército griego y, como sus padres, volvieron a Bizancio en calidad de mercenarios.

Así sucumbía el primer auténtico reino romano bárbaro instaurado en Italia, y lo hacía más por causas internas que por los golpes de los ejércitos bizantinos.

Procopio nos cuenta en sus Historias a lo que quedó reducida Italia después de dieciocho años de guerra: «En Emilia, gran parte de la población se había visto obligada a abandonar sus casas y a emigrar a orillas del mar, esperando encontrar allí algo con que saciar el hambre. En la Toscana, los habitantes iban a la montaña a recoger bellotas para molerlas y hacer un sucedáneo del pan. Los que enfermaban se ponían pálidos y demacrados y la piel se les secaba y contraía sobre los huesos. Sus rostros asumían una expresión asombrada y los ojos se les dilataban en una especie de espantosa locura. Algunos morían por comer demasiado cuando encontraban alimento. Los más estaban hasta tal punto lacerados por el hambre que si veían una mata de hierba, se precipitaban a arrancarla. Y cuando se encontraban demasiado débiles para conseguirlo, caían al suelo de rodillas, con las manos crispadas sobre los terrones». En algunos lugares hubo verdaderos episodios de canibalismo. No tenemos un censo de la población italiana en aquellos años, pero parece ser que su número no superaba los cuatro millones de almas. El año 556 Roma no tenía más de cuarenta mil habitantes.

Escasas son también las noticias sobre el virreinato de Narsés, que duró doce años. No fue pequeña empresa para el viejo eunuco restaurar el orden dado el inmenso caos en que se había precipitado Italia. Por todas partes reinaba la miseria, el abandono, la desesperación. La furia, digna de los hunos, de los ejércitos godos y bizantinos, había reducido las bellas ciudades de los tiempos de Augusto a humeantes montones de escombros, a focos de peste que diezmaban las poblaciones. La consigna de Justiniano fue reconstruir Italia; pero ¿con qué dinero? Las arcas imperiales estaban vacías. La campaña contra los godos había conducido a Bizancio al borde de la quiebra. Para volver a poner en pie todo aquello no quedaba más que los impuestos. Un ejército de agentes del fisco invadió la península. Se inventaron nuevos tributos y se aumentaron los viejos. Cuenta Gregorio Magno que, en Cerdeña, los paganos tenían que pagar un impuesto a Bizancio para poder celebrar sus ritos. Y lo bueno es que siguieron haciéndolo aun después de convertirlos al cristianismo. En Córcega, los habitantes vendían a los hijos. Para Justiniano había que exigir el pago de las imposiciones por las buenas o por las malas. Donde no era posible sacar dinero, se recurrió a las corvées, es decir, prácticamente a los trabajos forzados, de los que no se libraban viejos, mujeres ni niños. Bizancio obligó a los artesanos y a los agricultores a vender a precios de imperio sus productos. En el año 554, el emperador, reconociendo que era difícil gobernar Italia desde Constantinopla, dictó una Pragmática sanción mediante la que concedía, entre otras cosas, a los obispos italianos, una amplia autonomía y muchos poderes administrativos. Ellos lo aprovecharon para acentuar su independencia de Bizancio.