X. EL FIN DEL «AZOTE»
No era de esperar que un hombre orgulloso como Atila se resignase a la derrota. En efecto, cuando regresó a Aetzelburg al término del verano del año 451, se dedicó con todas sus fuerzas a preparar el desquite.
En la primavera del año siguiente se puso en marcha, pero no por el camino del año anterior. Atravesó los Alpes Julianos y descendió a la llanura véneta. Había comprendido que los romanos habrían acudido de nuevo a la Galia en ayuda de los visigodos, pero que en cambio estos no acudirían a ayudar a los romanos en Italia. Los acontecimientos le dieron la razón. Ningún ejército se presentó a cerrarle el paso. La gente huía. Las aterradas ciudades le abrían sus puertas. Una sola las cerró disponiéndose a resistir: Aquilea.
En aquellos tiempos era una ciudad grande que hacía la competencia a Rávena y Milán. Hallábase situada en la desembocadura del Isonzo en el Adriático. Nacida en el año 181 como colonia romana, se había desarrollado después enormemente como centro comercial gracias a los intercambios con Germania, con Austria, que se llamaba Nórica, y con Yugoslavia, llamada entonces Iliria. Su población era una mezcla de italianos, germanos, galos, celtas y tránsfugas de todas las tribus que emigraban, empujándose unas a otras, a Hungría y a Rumania, gente activa que, entre otras cosas, se había construido un cerco de sólidos muros. La Iglesia incluso mantenía allí un metropolita, cuya diócesis se extendía desde Verona a la Croacia.
Al igual que Metz, Aquilea era conocida como «la fortaleza virgen» porque ningún asaltante había logrado nunca expugnarla. Lo habían probado inútilmente el usurpador Maximino y, más tarde, Juliano. Aecio, que, sin embargo, consideraba imposible la defensa del norte de Italia, había dejado en Aquilea un fuerte contingente de tropas seleccionadas. Resistieron con entusiasmo los ataques de Atila, que ya estaba a punto de levantar el asedio cuando vio elevarse de los tejados de la ciudad una bandada de cigüeñas. Supersticioso como era, adivinó en ello la señal de una próxima capitulación, convenció a sus tropas y las lanzó a un enésimo asalto. Las defensas de la ciudad cedieron y Aquilea sufrió un castigo proporcionado a la resistencia que había opuesto. Solo unos cuantos despojos humanos lograron huir de la ciudad, en la que no quedó piedra sobre piedra.
Giulia Concordia, Altino y Padua sufrieron, poco más o menos, la misma suerte. Pero a medida que subía por la línea del Po, la furia de Atila se suavizaba. Vicenza, Verona, Brescia y Bérgamo se rindieron y fueron saqueadas, pero no destruidas. Tal vez el orden y la belleza de las ciudades italianas, muy superiores en todo a las germanas y las galas, intimidaron al huno. En Milán, Atila sentó sus reales en el palacio imperial, el mismo en el que Constantino había firmado el famoso edicto que sellaba el triunfo del cristianismo y en el que Teodosio había muerto. Entre los frescos que decoraban sus salas había uno que representaba el triunfo de Roma sobre los bárbaros, con los dos emperadores, el de Oriente y el de Occidente, sentados en el trono dorado frente a un grupo de escitas muertos o encadenados. Atila lo tomó como un insulto a su persona, hizo llamar a un pintor y le ordenó que pintara de inmediato otro fresco que lo representara a él, el rey huno, sentado en el trono recibiendo el tributo de Valentiniano y de Teodosio II.
Las hordas tártaras llegaron hasta Pavía y toda la Italia cispadana contuvo la respiración a la espera de verlas dirigirse hacia Roma, cuando, al contrario de lo que se creía, se detuvieron. Nunca se ha sabido el motivo. Se ha dicho que, una vez en Italia, Atila había sido asaltado por una especie de temor, experimentando de pronto una especie de respeto reverencial hacia aquel país, más civilizado que el suyo; pero esta es una hipótesis que no encaja con su carácter. También se ha dicho que pensó en el precedente de Alarico, que murió poco después de conquistar Roma. Dado lo supersticioso que era, esto parece más probable. Comoquiera que fuese, el caso es que mientras deliberaba con sus consejeros, llegó la noticia de la llegada de una embajada de la urbe guiada por un hombre cuya categoría no podía discutirse, puesto que se trataba del Papa.
No se sabe qué había ocurrido entretanto en Roma, donde por entonces también vivía Valentiniano, y se ignora también por qué razón Aecio, que hasta entonces siempre había sido un general capaz y resuelto, no insinuó siquiera la posibilidad de ir a luchar contra el enemigo. Es probable que no contara con fuerzas suficientes para hacerlo, porque también en la llanura de Mauriac había sido el ejército visigodo el que decidió la suerte de la batalla y de la guerra. De todos modos, no existen indicios de que estuviera dispuesto siquiera a intentarlo. Por el contrario, debió de aconsejar al emperador que emprendiese la fuga.
De modo que el Papa tomó sobre sí la suprema responsabilidad, y este gesto significó un cambio definitivo en la historia de Roma y de Italia. León I estaba hecho de la misma madera que Ambrosio, y desde hacía años mantenía una activa lucha en el seno de la Iglesia para afirmar la supremacía del obispo de Roma sobre toda la cristiandad. Era un toscano de Volterra, autoritario y macizo, con poca propensión a las disputas teológicas. Fue él quien se enfrentó en el concilio de Calcedonia con los nestorianos y los monifisitas que pretendían introducir sutiles distinciones entre Cristo-Dios y Cristo-hombre, y quien puso en marcha el sistema de preceptos que cerraría el camino a ulteriores desviaciones. Se trataba de un hombre resuelto, animoso, dotado de buen sentido, de gran carácter más que de gran inteligencia, animado por una fe sin vacilaciones y convencido de que la disciplina y la obediencia valían más que la caridad.
Atila se encontró frente a frente con él el verano del año 452, a orillas del Mincio, adonde había ido a su encuentro. Nadie sabe cómo se desarrolló la entrevista porque nadie tomó nota de lo ocurrido. Corrió el rumor de que la insolencia había abandonado de pronto al huno frente al Papa que, crucifijo en mano, lo conminaba a salir de Italia. Rafael ha representado la escena en un fresco. El fresco es admirable, pero la escena nos parece poco verosímil. Atila no era un tipo que se dejara impresionar, y además era pagano y, por lo tanto, poco atento para con quien le hablara en nombre de Cristo. Se dice que León había sido precedido en el Mincio por los rumores de una movilización de las tropas del emperador de Oriente, Marciano, que se disponía a acudir en ayuda de su colega de Occidente, pero de esta iniciativa los memorialistas de Constantinopla nunca han dicho nada. Dado el sesgo de los acontecimientos, nos parece que lo más probable es que en aquel momento Atila se hubiera dado cuenta de los primeros síntomas del mal que poco después acabaría con él. Sufría unas fuertes hemorragias nasales acompañadas de vértigos, y tal vez, supersticioso como era, pensó que Italia le daba mala suerte. Pero no debe excluirse que el Papa León, dado el estado de ánimo en que se encontraba el huno, le produjera una fuerte impresión y diera el golpe decisivo a su tentación de renuncia. No preguntó irónicamente como haría mil quinientos años después su casi consanguíneo Stalin: «¿El Papa? ¿Cuántas divisiones acorazadas posee?», sino que trató con la mayor consideración al inerme purpurado y, aun repitiendo su pretensión a la mano de Honoria y la amenaza, si no se la concedían, de volver el año siguiente a tomarla por la fuerza, regresó a sus llanuras magiares.
Acompañémoslo en este último viaje. Cuenta Jordane que en cuanto hubo llegado a Aetzelburg, Atila se arrepintió de su propia indecisión, volvió a ponerse en camino hacia la Galia para vengarse de los visigodos y fue derrotado por segunda vez. Pero la historia rechaza este episodio. Lo que hizo fue enviar un insolente mensaje a Marciano conminándole a pagar el tributo y después trató de consolarse de las desilusiones sufridas en Occidente tomando como mujer a la bellísima jovencita Ildico. La noche del banquete nupcial, por primera vez en su vida, se excedió en su costumbre y comió y bebió en abundancia. Después subió a la cámara nupcial y la mañana siguiente lo encontraron muerto, ahogado en su propia sangre, junto a la joven esposa, que sollozaba.
Se habló de envenenamiento y de regicidio. Se insinuaron otras hipótesis que la decencia nos impide contar, pero la más verosímil, y también la más sencilla, es que debió de tratarse precisamente de una hemorragia, más fuerte que las que ya había sufrido. La tristeza de los súbditos fue casi tan grande como el alivio de los enemigos. Según la bárbara costumbre, se arañaron y se cortaron el rostro, de manera que corriese por él sangre viril, no lágrimas de mujer. El cadáver quedó expuesto en una lujosa tienda alrededor de la cual los jinetes hunos galoparon locamente durante horas cantando himnos fúnebres. Después fue colocado en un ataúd de oro, este en otro de plata y el de plata en uno de hierro, que fue conducido en secreto e inhumado con algunos cofres llenos de joyas, de manera que no pudiera considerarse pobre ni siquiera una vez muerto. Por último, como había ocurrido con Alarico, los esclavos que cavaron la fosa fueron muertos para que no revelaran el lugar en que había sido enterrado. En aquellos tiempos el cargo de enterrador no era muy apetecible.
El fin de Atila significó, de forma automática, el fin de los hunos, y esto nos demuestra precisamente qué pequeño, en el fondo, había sido el grandísimo Atila, el «azote de Dios», como lo llamaban los romanos. No había sabido crear nada capaz de sobrevivirle. Los numerosos hijos que tuvo de sus diversas esposas no supieron ponerse de acuerdo acerca de la sucesión y se separaron. Pero las varias nacionalidades que componían su pueblo, y especialmente las germanas, decidieron la secesión o se la ganaron rebelándose. Comenzaron los gépidos, guiados por su rey Andarico. Siguieron los ostrogodos, conducidos por los tres hermanos Amal. Y tras ellos los suevos, los hérulos y los alanos. Mernak, el hijo predilecto de Atila, aceptó instalarse con sus pocos secuaces en la Dobruya, reconociendo la soberanía del Imperio de Oriente y aceptando su protección. Ellak, el primogénito, murió en una batalla contra los gépidos, que se constituyeron en Estado independiente en Hungría. Los ostrogodos acamparon entre Austria y Croacia y los hérulos en Carintia. En pequeños grupos, la mayoría de los hunos recorrieron una vez más los caminos del este para perderse de nuevo en las estepas rusas. Al cabo de unos años, en Europa ya no había trazas de ellos. Ni siquiera después de la muerte de Alejandro de Macedonia se había producido una disolución tan fulminante, hasta el punto de que, como alguien ha escrito, uno se siente tentado de preguntarse qué misión pudo haber confiado la providencia a Atila como no haya sido la de demostrar precisamente que la Providencia no existe.
Sin embargo, esto no es del todo verdad, porque, aun cuando no consiguió construir nada duradero, Atila hizo algo, aunque fuese involuntariamente. Fundó Venecia.
En efecto, fueron los fugitivos de Aquilea, de Padua y de las demás ciudades vénetas arrasadas por él quienes para escapar de otras desventuras de este género se refugiaron en los islotes de la laguna.
Los de Altino poblaron siete, a cada uno de los cuales dieron el nombre de una de las siete puertas de su ciudad. Los de Atilea emigraron a Grado, los de Concordia a Caorle y los de Padua a Rialto y Malamocco. Venecia se formó lentamente, del coágulo de estos detritos, desarrollando esa vida anfibia que dictaría su destino. Fue un lento crecimiento. Doscientos años después de estos sucesos, un geógrafo de Rávena escribía: «En el Véneto hay unas islas en las que parece que viven hombres». Eran los progenitores de quienes siglos después dominarían el Mediterráneo y se vengarían de Atila bloqueando el ímpetu de otros conquistadores de la misma estirpe, asiática y turania de los hunos, a cuya familia pertenecían: los turcos.
Además de esto, Atila provocó también la afirmación definitiva del poder espiritual sobre el temporal, simbolizada y resumida por la embajada del Papa León al Mincio. Cualesquiera que fuesen los verdaderos motivos que indujeron a Atila a abandonar Italia, en Roma todos atribuyeron el mérito al Papa, que había ido al encuentro del «azote de Dios», mientras que el emperador discutía con Aecio la fuga. También este salió bastante malparado del episodio, pero su posición parecía segura, entre otras razones por el proyectado matrimonio de su hijo Gaudencio con una hija de Valentiniano, quien por no tener herederos varones podría dejarle el trono. Sin embargo, al conocerse la noticia de la muerte de Atila, las cosas cambiaron bruscamente. Un día del año 454, Aecio fue invitado al palacio real para discutir los últimos detalles de la boda. ¿Se trataba de una trampa? ¿O fue un arrebato de cólera lo que impulsó al joven emperador contra aquel general que le servía fielmente pero lo trataba con cierta displicencia? Se ignora. El hecho es que Valentiniano atravesó con su espada a Aecio y dos criados lo remataron a puñaladas.
Aunque ambicioso y arribista, no exento de perfidias como el plan para desembarazarse de Bonifacio, Aecio seguía siendo el general más grande que el Imperio había tenido desde Estilicón y el que lo había salvado del primer y poderoso empujón de Atila. Y, sin embargo, nadie hizo caso de su desaparición ni del modo en que se había producido. En el fondo, solo se trataba de un mercenario bárbaro. Únicamente un epigramista tuvo el valor de decir a Valentiniano: «Ignoro si has hecho bien o mal, pero sé que con la mano izquierda te has amputado la derecha».
Corrían los últimos días del año 454. Pocos meses después, en marzo de 455; Valentiniano cabalgaba por el Campo de Marte cuando dos veteranos de Aecio se acercaron a él y lo apuñalaron. Tampoco se turbaron por esto los romanos, y los dos regicidas permanecieron tranquilos. Con Valentiniano bajaba a la tumba el último descendiente de Teodosio en el trono de Occidente, en el que la dinastía había permanecido sesenta años. El difunto dejaba una viuda, la emperatriz Eudoxia, que lo había engañado muchas veces, y dos hijas, Eudocia y Placidia. Roma ya no tenía emperador ni general.
Por una vez, el ejército y el pueblo estuvieron de acuerdo en elegir al nombre que debía ocupar el trono vacante. Era un senador de sesenta años, Petronio Máximo, que parecía ofrecer las mejores garantías. Procedía de la vieja familia de los Probos, que siempre había proporcionado excelentes cónsules y pretores.
Sin embargo, era un hombre indeciso y enseguida se demostró que no estaba a la altura de su importante misión. Se negó a castigar a los dos regicidas, tal vez para evitar la revuelta de sus consanguíneos bárbaros que militaban en el ejército, y esto hizo sospechar que había tomado parte en la conjura. Por si fuera poco, prohibió a la emperatriz Eudoxia que llevara luto por Valentiniano y le pidió, mejor dicho, la conminó a que fuera su mujer. Eudoxia era aun joven y se contaba entre las mujeres más bellas de Roma. Había traicionado muchas veces a su marido, pero lo había estimado de veras y no estaba dispuesta a casarse con un viejo. Su tía Pelqueria, en Constantinopla, había muerto y, por lo tanto, no podía esperar ayuda por esa parte. Al no saber cómo salir del enredo siguió el desdichado ejemplo de su cuñada Honoria y no pudiendo dirigirse a Atila, ya muerto, le pidió a Genserico, rey de los vándalos de África, que acudiera a liberarla.
Genserico no se hizo de rogar, y al cabo de poco tiempo cayó en Roma, como un rayo, la noticia de que la flota de los bárbaros se acercaba a Ostia. Los que pudieron huir, huyeron. Petronio Máximo también se disponía a hacerlo, pero la plebe, que no tenía forma de escapar por carecer de medios para ello, rodeó el palacio. Los soldados, en vez de defender a su amo, se amotinaron, y los siervos, aunque fuera para prevenir una posible depuración por colaboracionismo con el cobarde traidor, lo lincharon.
Que Roma no tuviera emperador en la tormenta que iba formándose en el horizonte ya no impresionaba a nadie. Al fin y al cabo, quedaba el Papa.