IV. TEODOSIO

Por el momento pareció que todo iba a venirse abajo. El Imperio había perdido a su titular y su ejército. Quedaba en Occidente, a la cabeza de las tropas auxiliares francas y alemanas, es decir, bárbaras, un hábil y resuelto general, Graciano, que sabía derrotar al enemigo en el campo de batalla, pero que en su casa no sabía sustraerse a la influencia de una madre autoritaria, apasionada y excesiva, Justina. En Oriente, el trono estaba vacante, vacías las guarniciones y las huestes godas en marcha contra Adrianópolis. Graciano miró alrededor buscando a alguien que pudiera acudir en su ayuda y lo descubrió en la figura de un general hispano retirado.

Teodosio era hijo de otro Teodosio, que había sido el mejor y más fiel lugarteniente del Imperio. Ignoramos cómo llegó a la cima de su carrera, pero fue quien defendió con éxito Britania y marchó después a África para reprimir la revuelta que había estallado entre los de la Mauritania. Y lo consiguió, cubriéndose de méritos. Con todo, la recompensa fue una condena a muerte. La historia no ha logrado aclarar este incomprensible episodio. Solo sabemos que cuando le comunicaron la sentencia Teodosio no pensó en huir ni en rebelarse. Lo único que pidió, según cuenta Orosio, fue ser bautizado, porque hasta aquel momento había permanecido pagano. Y después, «seguro de la vida eterna, abandonó serenamente la terrena a manos del verdugo».

Su hijo homónimo, que también había hecho una buena carrera militar hasta ganarse el cargo de «Dux de Mesia», dejó su puesto en el ejército y se retiró a su tierra de Hispania como un particular cualquiera. Y allí, tres años después, le llegó la invitación de Graciano para ocupar, como colega suyo, el trono de Constantinopla. Teodosio tenía entonces treinta y tres años, una mujer que reflejaba bien lo que significaba su nombre, Flaccilla, porque era anémica y enfermiza, y un hijo, Arcadio. Resulta curioso que Graciano lo eligiera a él precisamente, el hijo de un inocente condenado a la pena capital, que aún podía albergar algún propósito de venganza para ocupar un cargo tan elevado. Pero se ve que lo conocían.

Teodosio y Graciano desarrollaron juntos una política sagaz con respecto a los godos que, al no poder tomar Adrianópolis, correteaban por los Balcanes. Ya no había ejército para enfrentarse con ellos en batalla campal. Así pues, comenzaron a desgastar a sus hombres con acciones limitadas, pero tendiendo siempre la mano para una reconciliación. Su nuevo jefe, Atanarico, había jurado a su padre que nunca pondría los pies en el Imperio y, en efecto, se abstuvo de hacerlo, incluso cuando la avalancha de los hunos impulsó a los visigodos a pedir asilo a Valente en la orilla meridional del Danubio. Pero el año 380 volvieron los hunos y a Atanarico no le quedó más remedio que cruzar también el Danubio y pedir asilo a Teodosio.

Este, al contrario de lo que había hecho Valente, lo acogió con cortesía, lo colmó de dones y lo escoltó hasta Constantinopla. Jordane describe perfectamente la asombrada admiración del tosco bárbaro de ver la ciudad. «Eso es…, eso es —balbucía—. Ahí está todo aquello de lo que tanto me habían hablado y en lo que tan poco había creído… Ciertamente, este emperador debe de ser un dios, y el que levante su mano contra él comete un sacrilegio». Poco después de aquello murió Atanarico, como se había comprometido a hacer si faltaba a su juramento, y Teodosio le rindió unos honores imponentes, incluso acompañando los restos ante el carro mortuorio. La ceremonia impresionó vivamente a los ostrogodos presentes, que aceptaron dejarse absorber en el imperio en la acostumbrada calidad de federados. Parecían haber vuelto los tiempos de Aureliano y de Constantino. Pero aquellos ostrogodos eran una minoría.

A la pacificación de Oriente correspondía la inquietud de Occidente. Otro general hispano, Máximo, se rebelaba en Inglaterra, descendía a la Galia y asesinaba a traición a Graciano, el culto, brillante y piadoso emperador, que solo había cometido dos, aunque graves, errores: pensar más en el deporte que en los problemas del Estado y haber demostrado demasiado abiertamente su preferencia por los oficiales bárbaros, sobre todo francos y alemanes, que militaban bajo sus banderas. Dejaban como sucesor a su hermanastro Valentiniano II, que era casi un niño, a cuyo cargo como tutor y protector lo había dejado su padre y a quien ahora no quedaba más que la poco providente madre, Justina.

Por el momento, Máximo no amenazó al muchacho, que residía en Milán, y se conformó con ejercer el poder efectivo en Britania, en la Galia y en Hispania sin mostrar pretensiones al título imperial, lo cual lo colocaría fatalmente en conflicto con Teodosio. Este no solo toleró al asesino de su amigo y colega, a quien debía el trono, con una flema que debió de parecer propia de un traidor ingrato, sino que ni siquiera reaccionó a las voces que le acusaban de haber instigado a Máximo a dar muerte a Graciano. Era un hombre de carácter difícilmente penetrable. Pero sus gestos nos lo pintan como un español puro, buen general, pésimo administrador, beatón y despiadado, incapaz de perdonar y convencido de que la venganza es, como se suele decir, «un plato que se come frío».

Durante cuatro años, lejos de protestar por el regicidio y la usurpación del mando, mantuvo amistosa correspondencia con Máximo[3], y tal vez por ello este fue inducido a pensar que Teodosio, en el fondo, no sentía deseos de vengar al hijo de quien había matado a su propio padre. Con cautela empezó a acercarse a Italia, donde gobernaba Justina, seguramente cometiendo un desacierto tras otro, en nombre del pequeño Valentiniano. Justina no se cansaba de denunciar en Constantinopla la doblez del usurpador, la insaciabilidad de sus ambiciones y su propósito de coronarse emperador, y cuando lo vio atravesar los Alpes al frente de su ejército, cogió a Valentiniano, que ya tenía dieciocho años, y a sus otras tres hijas, y escapó con ellos más allá del Adriático.

Teodosio les salió al encuentro en Salónica, su residencia favorita. Y aquí, más que los argumentos de Justina, por la que no debía de sentir especial ternura, lo conmovieron los encantos de su hija Gala. Teodosio, que había quedado viudo de Flaccilla, quien le había dado otro hijo, Honorio, tenía más de cuarenta años, mientras que Gala era aún adolescente. Pero el matrimonio se realizó de todos modos y sin demora. El regalo de bodas que el esposo hizo a la esposa o, mejor dicho, a su suegra, fue restituir en el trono de Occidente al pequeño Valentiniano, cuñado suyo ahora.

El hecho de que, sin mediar más tiempo, se encaminara hacia Italia, demuestra que no había sido la escasez de tropas lo que le impidiera hasta entonces vengar a Graciano, como sostienen muchos historiadores. Sin embargo, importa subrayar que la inmensa mayoría de aquellas tropas era goda. Contra ellas estaban las de Máximo, formadas casi en su totalidad por francos, es decir, también germanas. En los dos estados mayores, los nombres de los generales más importantes eran Estilicón, Saro, Arbogasto, Gaina, Ricimero, Bauto, etc. Habría sido inútil buscar un Bruto, un Manlio, es decir, un nombre romano.

Máximo fue derrotado primero en Laybach, después en Aquilea, donde fue capturado. Cuando se le condujo encadenado ante Teodosio, este le preguntó: «¿Es verdad que mataste a Graciano con mi consentimiento?». Máximo contestó: «No es verdad. Lo dije para asegurarme la obediencia de los soldados». Después de esta confesión, el prisionero fue decapitado por los mismos soldados, sin esperar la orden de Teodosio, que de todos modos la habría dado. Valentiniano fue instalado otra vez en el trono.

Siguieron cuatro años de relativa paz. Teodosio había vuelto a Constantinopla a gozar de su bella pero estéril mujer y a ejercer el poder absoluto sobre un Imperio reunificado de hecho, porque la potestad del joven Valentiniano, entonces de veinte años, solo era ficticia. En el año 392, sin embargo, Valentiniano tuvo el mismo fin que Graciano.

Esta vez, el rebelde se llamaba Arbogasto, un general franco tosco e insolente que había servido con fidelidad a Graciano y a Teodosio, pero que se mostraba soberbio desde su nombramiento como jefe del estado mayor del ejército y no soportaba recibir órdenes de un mozo. Al contrario, lo trataba con tan ostentoso desprecio que, al fin, el mozo le envió la dimisión con la orden perentoria de firmarla. En vez de coger la pluma, que seguramente no sabía manejar, Arbogasto empuñó la espada.

Muerto el joven emperador, Arbogasto tuvo aún el suficiente sentido común para no ocupar su puesto. Instaló en el trono a un ciudadano romano, Eugenio, profesor de retórica que había entrado al servicio de la corte. No pertenecía a la categoría de los «ilustres», como entonces se llamaba a los personajes de gran relieve, pero se hallaba entre los «respetables». Desde hacía tiempo había ligado su fortuna a la del general Arbogasto, pero este lo prefería tal vez por sus abiertas simpatías hacia el paganismo del que aún era afecto.

De nuevo, como en el caso de Graciano, Teodosio recibió con mucha calma la noticia del asesinato de su cuñado, a pesar de la insistencia de Gala, que pretendía un castigo inmediato. La luna de miel había pasado, y el emperador solo accedió a escuchar los deseos de su mujer, el día en que esta murió al dar a luz, finalmente, una hija que fue bautizada con el nombre de Gala Placidia, de la que aún oiremos hablar.

Esta segunda expedición a Italia fue mucho más ardua que la primera. El encuentro de los dos ejércitos ocurrió a orillas del Isonzo, que entonces se llamaba Frígido, y fue precisamente la última batalla librada en nombre del paganismo. Arbogasto había llenado su campamento de estatuas de Júpiter con el rayo en la mano. Pero también Teodosio había movilizado a su Dios. Después de una primera escaramuza que terminó mal para él, contó que se había dormido y había visto en sueños a san Juan y a san Felipe, quienes le aconsejaron que no dudara de su destino. Mientras narraba su sueño, un soldado irrumpió en su tienda para referirle la visión que había tenido, que era la misma. Los presentes quedaron impresionados. Entre ellos se hallaban Gaina, Bacurio y Saulo, todos magníficos romanos, y también un tal Alarico, joven capitán que mandaba un grupo de visigodos.

El historiador cristiano Zósimo ha insistido mucho, naturalmente, en los aspectos milagrosos de aquella victoria decisiva, que, según él, se debió sobre todo a un viento violentísimo que, soplando en los ojos de los paganos, los había cegado. Probablemente se trataba del bora[4] y no creemos que su efecto pudiera haber sido decisivo. Como quiera que fuese, el éxito de Teodosio resultó aplastante. Arbogasto se suicidó. Eugenio, prisionero, siguió su ejemplo[5].

Ambrosio pertenece a la historia de la Iglesia. A nosotros nos basta saber que, originariamente, no era un sacerdote sino un funcionario laico que, en calidad de prefecto, había representado con gran energía y competencia el poder imperial en la Liguria y la Emilia. Como tal, se había visto en la situación de tener que dirimir, no en nombre de la ley divina, sino en el de la del Estado, las controversias entre católicos y arríanos, que también allí producían muertos y heridos. Solo lo hizo como defensor del orden público, pero con un sentido de la justicia y de la mesura que los mismos litigantes, a la muerte del obispo arriano Ausencio, lo aclamaron como sucesor de este.

Se ignora si en ese momento Ambrosio ya era cristiano o todavía pagano. Solo sabemos que Valentiniano I (corría el año 374) quedó satisfecho con la elección y la aprobó. Así, en el espacio de una semana el funcionario laico recibió los sacramentos, las órdenes y la consagración episcopal. Los favores de la corte le consintieron ejercer con plena libertad sus altísimas facultades organizadoras. Muerto Valentiniano, hubo de vérselas con Justina, que era arriana, pero contaba con Graciano, de quien había sido tutor por un tiempo y que, según ciertas voces, había recibido de él el consejo de tomar como compañero a Teodosio.

Asesinado Graciano por Máximo y habiendo huido Justina con sus hijos a Salónica, Ambrosio, que se había quedado en Milán, siguió reorganizando la Iglesia. Ciertamente acogió bien a Teodosio cuando este, tras la muerte de Máximo, volvió a poner en el trono a Valentiniano II, y menos bien, es decir, decididamente mal, a Justina, quien pedía que por lo menos una iglesia de la diócesis fuera dedicada al culto arriano. Ambrosio contestó con una negativa.

Valentiniano, desde luego incitado por la madre, lo conminó al exilio. Ambrosio no se movió. Poco después estalló una insurrección en Salónica por un motivo que demuestra la miseria moral de aquellos tiempos. Buterico, el general godo que mandaba la guarnición, había apresado a un jinete de carreras del circo, ídolo de las muchedumbres, las cuales, para liberarlo, se sublevaron y dieron muerte a algunos oficiales y soldados. Teodosio no perdió la calma cuando dieron muerte a Graciano ni la perdería cuando mataran a Valentiniano, pero que no tocaran a sus soldados bárbaros. Aunque Salónica era su ciudad favorita, ordenó una matanza indiscriminada que causó, según algunos, quince mil víctimas.

Días después se presentó en la iglesia para oír misa, pero en la puerta le salió al paso Ambrosio, que, señalándolo a la muchedumbre, exclamó: «La grandeza de su imperio y el corruptor ejercicio del poder absoluto pueden haberte impedido discernir la enormidad de tu delito, pero bajo tu púrpura no hay más que un hombre cuyo cuerpo está destinado a deshacerse en el polvo y cuya alma debe volver a Dios, que se la ha dado… Haz penitencia en expiación de tu pecado antes de volver a mezclarte con la grey de los fieles…».

Nadie se había atrevido nunca a hablar de semejante manera a aquel hombre orgulloso. Sin embargo, ante un sacerdote inerme inclinó la cabeza y durante muchos meses esperó en vano el perdón. Envió a solicitarlo a Rufino, un cortesano innoble poco calificado para semejante encargo. Ambrosio echó de su casa al mensajero, diciéndole que era «más desvergonzado que un perro». Aunque la Iglesia lo haya santificado después, debía de tratarse de un personaje de carácter un poco difícil.

Por último, el emperador acudió en persona a preguntar humildemente qué penitencia debía hacer. «Puesto que el motivo de tu pecado —contestó el obispo— ha sido la pasión, prepara una ley que haga obligatorio el intervalo de treinta días entre la firma de una condena a muerte y su ejecución. Es de esperar que en treinta días caiga la pasión y la razón ocupe su puesto». Teodosio obedeció. Y fue el primero de los numerosos «precedentes» que consagrarían, en la prolongada lucha entre el Estado y la Iglesia, la sumisión de aquel a esta. Ambrosio comprendió la importancia del acontecimiento y para celebrarlo hizo componer un himno: el Te Deum laudamus.

En el año 395, después de la victoria sobre Eugenio y Arbogasto, Teodosio regresó a Milán. Su estado de salud le impedía reanudar el viaje a Constantinopla. Zósimo, siempre hostil al emperador, dice que lo habían derribado los vicios. Pero nada nos hace sospechar que los tuviera aquel hombre timorato y melancólico.

Sintiendo próxima la muerte, hizo llamar a su segundo hijo, el niño Honorio, que llegó desde Constantinopla acompañado por Serena, prima de Teodosio y mujer de su más fiel general, Estilicón. Le confió el Imperio de Occidente, dejando el de Oriente al mayor, Arcadio, el primero bajo la tutela de Estilicón y el segundo bajo la de Rufino.

Con este gesto concluyó su vida Teodosio llamado el Grande. Difícil es decir si lo fue de veras. Tal vez hubiera llegado a serlo si Dios le hubiese dado un poco más de tiempo para llevar a término su política de integración con los bárbaros y darse cuenta de que la elección de sucesores no había sido la acertada. Fue, desde luego, un buen soldado que tenía un alto concepto del título que ostentaba y nunca faltó a las obligaciones que se derivaban de él. Pero la imparcialidad no era su fuerte, y desde el punto de vista administrativo sus actuaciones constituyeron una serie de desastres.

Sin embargo, fue ciertamente el último emperador digno de este nombre.