XXXV. EL PROFETA
Arabia es una península desértica que hasta el siglo IV había quedado al margen de toda influencia civilizadora. Ya su nombre es poco atractivo: arab significa «árido». Los romanos solo intentaron penetrar en ella una vez. Pero fueron diezmados por el calor y las epidemias, y desde entonces se conformaron con mantener una guarnición en Aden para vigilar la ruta y el tráfico del mar Rojo.
El interior es una meseta arenosa que llega hasta los cuatro mil metros, donde durante el día el sol quema los ojos y la piel y por la noche el termómetro desciende por debajo de cero. Poblados de barro surgían, y surgen aún, a grandes distancias entre sí, en los lugares donde fluía un hilo de agua y formaba un oasis. Una vez cada cincuenta años nieva en los picos más altos. El aire es resplandeciente, el cielo terso y duro como un cristal; las estrellas parecen cercanísimas. Los griegos, que nunca exploraron la inmensa península, que es la más vasta del mundo, llamaron a sus habitantes sarracenos, que significa «hombres de Oriente». Estos hombres eran de origen semítico y de piel blanca, aunque bronceada por el sol. Vejados, pero también protegidos por lo inhóspito de su tierra, nunca habían sentido la necesidad de unirse y formar lo que hoy se llama una «nación». La mayoría eran genuinos nómadas que se pasaban el día cabalgando camellos y caballos y matándose entre sí por la posesión de un pozo con la escasa hierba que crecía a su alrededor. Eran susceptibles, orgullosos y anárquicos. El único vínculo social al que obedecían era el de la tribu, mandada por un cadí. Su ocupación favorita era la guerra y su reposo la mujer. Se casaban con muchas, trayendo al mundo catervas de hijos y confiando su selección a las epidemias, hambrunas y la inclemencia del clima, que dejaban a muy pocos con vida, y su sueño, casi siempre realizado, era morir con el arma en la mano. Hablaban una lengua muy semejante a la hebraica, pero casi ninguno sabía leerla o escribirla. Hasta los poetas eran analfabetos. Sin embargo, abundaban; más aún, casi todos los hombres eran un poco poetas. Durante un mes al año, la tribu se dedicaba a componer y recitar estrofas y versos, reuniones que no pocas veces terminaban en luchas y carnicerías.
Profesaban una curiosa religión politeísta. Creían en la Luna, en las estrellas y en una cantidad de djin o espíritus que con el tiempo ya no comprendían nada acerca de ellos y, desesperando de poder propiciárselos a todos, se entregaban con fatalismo a la suerte, sin creer demasiado en que hubiese otra vida más allá de la terrena. Con todo, cuando morían, hacían atar al camello a la propia tumba para hacerse transportar a un paraíso lleno de mujeres, caballos y luchas que representaba su vaga e indefinida esperanza.
Esta religión tenía su capital en La Meca, su templo en la Kaaba y su altar en la Piedra Negra.
La Meca era la ciudad más importante de la península, pero su primado no se debía a privilegios climáticos y naturales. Se levantaba en un valle pedregoso y árido, azotado por el calor, en el que no crecía una planta. Pero, por su proximidad al mar Rojo, era lugar de paso obligado para las caravanas que iban de Egipto a la India y viceversa. Una de sus dos mayores industrias eran, de hecho, las compañías de transporte, algunas de las cuales disponían hasta de mil camellos. La otra era la Kaaba, meta de peregrinación.
Kaaba significa «cubo». Es un edificio rectangular de piedra, de unos quince metros de altura, del que dicen los árabes que ha sido reconstruido diez veces: la primera, por los ángeles, la segunda por Adán y la última por Mahoma, que es el que se ve en la actualidad.
En un ángulo, surge de la tierra la célebre Piedra Negra, que en realidad es rojiza, de forma oval. No es mucho más que un guijarro pulido, pero los árabes aseguran que descendió del cielo, y tal vez sea verdad, porque seguramente se trata de un meteorito.
Pero, además de la Piedra Negra, en la Kaaba había otros ídolos, cada uno de los cuales representaba un dios. Uno de ellos recibía el nombre de Alá, y era el más importante de todos porque lo había adoptado como patrono la tribu más importante entre los árabes: la de los Quraish. Estos se consideraban descendientes directos de Abraham y de Ismael, y por esta divina razón administraban las rentas del templo, nombraban sus guardianes y ejercían una especie de supervisión sobre el gobierno de La Meca. Pero, como buenos árabes que eran, ni siquiera ellos consiguieron permanecer unidos. En el siglo VI estaban divididos en dos ramas rivales y enemigas. Uno de estos grupos estaba guiado por el rico y caritativo mercader Hashem y el otro, por su sobrino Umaia. A Hashem le sucedió su hermano Abd al-Muttalib. Y el hijo de este se casó en 568 con una pariente lejana, Amina, también quraishí.
Hacía cuatro años que el emperador de Oriente, Justiniano, se había unido en el sepulcro con su mujer, Teodora, y sus ejércitos disputaban Italia a los longobardos, cuando en esta ciudad santa de Arabia, pequeño montón de cabañas de barro cegadas por el sol y la arena y sumergida en el hedor de los camellos, Amina trajo al mundo un niño al que se le puso el nombre de Mohamed y al que nosotros, los occidentales, llamamos Mahoma, que quiere decir «el altamente alabado». Corría el año 569 y Mahoma nacía huérfano, porque su padre apenas había tenido el tiempo justo de concebirlo. Tres días después de su boda había emprendido uno de sus acostumbrados viajes comerciales y había muerto en Medina, sin llegar a conocer a aquel hijo al que dejaba un nombre respetado, pero un patrimonio bastante modesto: cinco camellos, un rebaño de cabras, una casucha de barro y una esclava que lo amamantó. Seis años después murió también Amina y el niño fue recogido por su abuelo Adb-al-Muttalib, que le prodigó todos los cuidados, menos el de la instrucción. Aunque fuera la más rica de la ciudad, tampoco la dinastía de los quraishíes tenía mucha familiaridad con el alfabeto. Solo lo conocían unos pocos, y Mahoma no se contaba entre ellos. Nunca aprendió a leer ni a escribir. Estas tareas las dejó siempre a los amanuenses. Pero ello no le impidió componer con el tiempo el libro más grande y poético que se haya escrito nunca en lengua árabe.
No sabemos casi nada de su juventud. Según una tradición, de la que no tenemos motivos para desconfiar, a los doce años formó parte por primera vez de una caravana a las órdenes de su tío Abu Talib. Este viaje lo llevó hasta Bostra, en Siria, donde probablemente oyó algo acerca del monoteísmo hebreo y del cristianismo, es decir, del Antiguo y del Nuevo Testamento. Pero se trata de suposiciones. Volvió a Bostra unos años después en funciones de procurador o representante de una rica viuda de La Meca, Jadiya. Esta debía de ser una mujer fuera de lo común, porque, burlándose de la costumbre árabe que condenaba a las viudas a vivir bajo la tutela de un pariente varón y a consumirse en el luto y en la oscuridad de la propia casa, prosiguió con habilidad y energía los negocios de su marido, multiplicando el patrimonio. A los veinticinco años, y aunque ella tenía ya cuarenta y era madre de numerosa prole, Mahoma se casó con Jadiya. Y no hubiera habido nada de extraño si, a la manera árabe, hubiese tomado después varias esposas más jóvenes. En cambio, vivió monogámicamente con ella, tuvo algunas hijas, entre las cuales hubo una, Fátima, destinada a la celebridad, y dos hijos que murieron siendo aún niños. Mahoma se consoló adoptando a su primo Alí, hijo de Abu Talib, cuando quedó huérfano. Jadiya fue una compañera admirable. Lo liberó de cualquier preocupación material siguiendo adelante con sus propios negocios y fue su apoyo en las dificultades que le esperaban. Cuando murió, Mahoma la sustituyó con otras mujeres, esta vez mucho más jóvenes, pero ninguna de ellas consiguió hacerle olvidar a Jadiya.
Fueron los cristianos quienes despertaron en él el interés por la religión. En La Meca había algunos, y con uno de ellos, primo de Jadiya, que conocía las Sagradas Escrituras, tuvo no pocas relaciones. Más tarde fue a Medina, tal vez para visitar la tumba de su padre, y allí conoció a bastantes hebreos, que poseían una importante colonia en el lugar, y regresó con frecuencia a verlos. No hay duda de que de esos contactos nació su admiración por la superior moral judía y cristiana, y también por una religiosidad centrada en un solo Dios y revelada a través de un Libro Sagrado que contenía sus dictámenes intocables. Muchos árabes sentían vagamente la necesidad de algo que pusiese fin a su estado de anarquía e impusiera un código de convivencia civil a aquellas tribus divididas por rivalidades y venganzas. Algunos de ellos habían formado una secta que rechazaba la idolatría de la Kaaba y propagaba la idea de un Dios único y universal, por encima de todo y de todos. Y de la espera de su advenimiento suelen nacer los profetas.
Mahoma vaciló mucho antes de darse cuenta de que él era uno de estos últimos. Solo cuando ya tenía cuarenta años tomó la costumbre de dedicar a la oración y a la meditación el mes santo del Ramadán, en una gruta del monte Hira, a cinco kilómetros de la ciudad. Su hijo adoptivo Alí nos lo describe, en aquel tiempo, como un hombre de estatura un poco inferior a la media, de constitución bastante delicada, nervioso e impresionable, fácil presa de la ira, que le enrojecía el rostro e hinchaba de modo alarmante las venas del cuello. Sin embargo, dominaba bastante bien sus impulsos. Poseía una buena dosis de sentido del humor, pero solo lo demostraba entre sus íntimos. En público, casi nunca reía, y conservaba una dignidad impasible.
Una noche del año 610, cuando ya había pasado los cuarenta, mientras dormía en su cueva de la montaña, se le apareció en sueños el arcángel Gabriel y, tendiéndole una pieza de brocado en la que había bordadas algunas palabras, le dijo: «¡Lee!». El hombre dormido le contestó que no sabía leer, pero el arcángel repitió su mandato. Mahoma leyó en voz alta, como si aquellas palabras estuvieran escritas en su mente. Al despertar, las recordó y comenzó a subir montaña arriba hasta que oyó una voz que le gritaba desde el cielo: «¡Oh, Mahoma! Tú eres el mensajero de Alá y yo soy Gabriel». Levantó la mirada y vio dibujada en el azul del cielo la figura de un hombre que repetía la misma advertencia.
De regreso en su casa, le refirió la visión a Jadiya, que no tuvo dudas sobre la autenticidad y el significado de lo que oía. Desde entonces, las experiencias extáticas se repitieron con frecuencia. A veces lo sorprendían cuando iba sobre el camello, que parecía participar de la visión deteniéndose y sin hacer un solo movimiento. Mahoma advertía los síntomas del éxtasis por un intenso sudor y un zumbido en los oídos, al que muchas veces seguía un desvanecimiento. Tal vez se tratara de una crisis de epilepsia. Comoquiera que fuese, en esos estados de trance recibía, habitualmente de labios de Gabriel, la revelación. Y a la pregunta de cómo hacía para recordarla cuando volvía a la realidad, contestaba que Gabriel le hacía repetir sus palabras varias veces.