XXI. GREGORIO MAGNO
Del desmoronamiento general en que los longobardos precipitaron a Italia, solo la Iglesia se salvó. Y lo consiguió gracias a un gran Papa, Gregorio Magno, que consolidó su poder temporal y puso las condiciones para liberarlo del de Bizancio e imponerlo a toda la cristiandad occidental. Desgraciadamente, para reconstruir su figura no contamos más que con el Libro pontifical, que como todas las fuentes eclesiásticas sirve más a la propaganda que a la información.
Gregorio había nacido en Roma el año 540, en el seno de una rica familia patricia que había dado ya dos pontífices a la Iglesia y una docena de senadores al Estado. Su padre, Gordiano, y su madre, Silvia, vivían en un palacio en el monte Celio, una de las siete circunscripciones en que estaba dividida la ciudad. Tres tías suyas habían hecho voto de castidad; dos lo mantuvieron. La tercera terminó casándose con su propio ayuda de cámara, suscitando gran escándalo en los salones y en los ambientes eclesiásticos de la capital.
Un retrato de la época nos presenta a Gregorio como hombre de estatura mediana, precozmente calvo, con grandes ojos negros, nariz aguileña y dedos ahusados. La expresión de la cara es la de un hombre autoritario, nacido más para mandar que para orar y habituado a hacerse obedecer.
Cursó sus estudios en las mejores escuelas de Roma. A los veinte años consiguió por unanimidad de votos el título en gramática y retórica; después entró en las filas de la administración civil. El año 573, tras un prolongado adiestramiento público, fue nombrado Praefectus Urbis. Como tal, Gregorio era presidente del Senado, vestía el manto de púrpura y recorría las calles de la ciudad en una carroza espléndidamente adornada, arrastrada por cuatro caballos blancos. Pero a este despliegue de pompa no correspondía un poder efectivo capaz de satisfacer a un hombre como él. Y cuando expiró su mandato de prefecto, se hizo religioso.
Su padre había muerto dejándolo heredero de un inmenso patrimonio. Gregorio distribuyó la tercera parte de sus bienes entre los pobres y con el resto financió la fundación de seis monasterios. Solo conservó para sí el palacio sobre el monte Celio, donde había nacido, al que transformó en convento. Allí pasó tres años de estudio y renuncia. Se alimentaba casi exclusivamente de ensalada, pero exigía que se la sirvieran en fuente de plata. En 578, Benedicto lo nombró Séptimo diácono con la misión de cuidar la distribución de limosnas.
Cuando murió Benedicto y subió al solio pontificio Pelagio II, Gregorio abandonó su cargo de diácono y partió como apocrisario, una especie de nuncio apostólico, a Bizancio. El peligro longobardo con los duques de Espoleto y Benevento que presionaban en las fronteras del Lacio, se hacía más fuerte cada día. Solo el emperador parecía en condiciones de superarlo o, al menos, en ciertos puntos, de ponerle una barrera.
La misión en oriente duró seis años. A pesar de la afectuosa amistad que lo ligaba a la emperatriz Constantina, Gregorio no amaba Bizancio. Le molestaban las intrigas de sus generales y los manejos de sus sacerdotes; le fastidiaba el formalismo litúrgico de su corte y le amargaba la desconfianza del basileus Mauricio, que consideraba al apocrisario un espía a las órdenes del Papa. Sin embargo, nada de esto torció la fidelidad de Gregorio para con él.
En el año 585, Pelagio volvió a llamarlo a Roma. Apenas llegó a la urbe, se retiró de nuevo al convento de donde, cinco años después, cuando el Papa murió, fue sacado por el clero y el pueblo que lo aclamaron su sucesor. Gregorio escribió al emperador pidiéndole que no confirmara la elección, pero la carta nunca llegó a su destino, creemos que por la simple razón de que no fue escrita. Desde luego, una carta así no parece concordar mucho con el carácter de tan autoritario personaje.
Pelagio había muerto víctima de la peste bubónica que precisamente en aquellos días se había abatido sobre la ciudad, diezmando a sus habitantes. Para alejar aquel azote, según cuenta el Libro pontifical, Gregorio ordenó una solemne procesión en la que participaron decenas de miles de fieles. El triste cortejo atravesó cantando salmos las calles de la ciudad, hacia la basílica de San Pedro. Fue una marcha macabra, que dejó a su paso ochenta cadáveres. Cuando los peregrinos llegaron a las cercanías del mausoleo de Adriano, Gregorio, que los guiaba, vio en lo más alto del monumento un Ángel que hacía el gesto de envainar la espada. El simbolismo del prodigio era evidente; significaba que la peste había terminado. Desde aquel día, el mausoleo de Adriano cambió su nombre por el de Castel Sant’Angelo.
En otoño del año 590 llegó a Roma la confirmación imperial. Cuando Gregorio fue informado, según dice el Libro pontifical, se dispuso a huir. Se ocultó en un cesto de ropa sucia y ordenó a dos criados que lo llevaran fuera de la ciudad. Cuando la comitiva se disponía a pasar las murallas, en torno a la cesta se formó una especie de aureola. Los viandantes, suspicaces, obligaron a los criados a vaciar el cesto. Así fue descubierto Gregorio y arrastrado por el pueblo hasta San Pedro, donde aquel mismo día fue consagrado Papa.
El primer empeño con que hubo de enfrentarse fue la administración de la urbe y la gestión del patrimonio eclesiástico. En el siglo VI, después de las abundantes donaciones seglares, aquel patrimonio se había hecho considerable. Las invasiones bárbaras, las epidemias de peste y las hambrunas habían despoblado los campos. Los grandes propietarios se trasladaban a la ciudad o se retiraban a los grandes monasterios, nombrando a la Iglesia heredera universal de sus bienes. La posesión de vastas tierras en el Lacio, en la Campania y en las islas había hecho del Papa el mayor terrateniente de la península. Pero, además de este, había otro gran problema que resolver, o por lo menos situar: el de las relaciones entre el poder seglar y el eclesiástico.
Con la Pragmática sanción, Justiniano había transformado a los obispos en oficiales imperiales en los que delegaba funciones administrativas que los viejos órganos municipales de los tiempos de Augusto y de Trajano ya no se hallaban en condiciones de cumplir. El poder se concentraba cada vez más en las manos del Papa. Las viejas magistraturas laicas ya no eran más que fantasmas del pasado. El Senado había dejado prácticamente de existir. El Praefectus urbis era el portavoz y ejecutor de órdenes que partían del palacio lateranense. El Magister militum instruía a las tropas que el pontífice alistaba y armaba. Delegados apostólicos se encargaban de vigilar las obras públicas y las de defensa. La Iglesia construía hospicios, asilos para huérfanos y hospitales. Los romanos ya no pedían panem et circenses, sino solo panem, y cada día Gregorio lo hacía distribuir en las plazas.
El Papa sustituyó a los agentes fiscales de nombramiento imperial con los diáconos, a quienes los colonos entregaban una cantidad fija en dinero o en productos. El monopolio agrario era para la Iglesia un instrumento de conversión. Los hebreos que abjuraban de su fe obtenían de hecho la confirmación de sus propiedades y una fuerte reducción de los impuestos. Una parte de esos ingresos, Gregorio la entregaba públicamente al pueblo el día de su cumpleaños. Cada lunes distribuía trigo, vino y legumbres a los nobles romanos venidos a menos. A las monjas les correspondía un estipendio regular y una fuerte suma anual para la renovación de sus ropas. A los pobres y a los enfermos les hacía servir la comida a domicilio.
Encontró también tiempo para reformar la liturgia y la disciplina de la curia. La celebración de la misa de rito romano le debe sus esquemas simples y solemnes; la música sacra, sus armonías. Gregorio compuso bellísimos himnos —los llamados Cantos gregorianos— que dirigía personalmente en el coro de San Pedro. En lugar de podio había hecho disponer un catre, en el que se echaba durante los frecuentes ataques de gota que lo atormentaban. En el lateranense, impuso un régimen de rigurosa austeridad. Licenció al personal civil y confió la administración de la Iglesia exclusivamente al eclesiástico.
Con tantas tareas como se imponía, no sabemos de dónde sacaba el tiempo para la lectura. Y sin embargo, fue un escritor prolífico, aunque tosco, que defendió la lengua latina dando de ella pésimas pruebas. En un monumental Epistolario en catorce libros, nos ha dejado la historia de su pontificado. Durante la misión apostólica en la corte de Bizancio compuso un comentario a la Biblia para demostrar que el Libro de Job contenía y anticipaba la teología cristiana. Fue también autor de una fea colección de Milagros que sirvió de modelo durante toda la Edad Media.
El año 592, el duque de Espoleto, Ariulfo, avanzó contra Nápoles. La capitulación de la capital partenopea, administrada por un gobernador bizantino, podía ser el preludio de la conquista del Lacio. Para evitarla, Gregorio compró la retirada y la paz de Ariulfo.
Las negociaciones entre el pontífice y el duque fueron llevadas a cabo sin que lo supiera Agilulfo, que, como represalia, en la primavera del año 593 avanzó con su ejército dispuesto a conquistar la Roma capital. Cuando llegó la noticia a esta, Gregorio ordenó desde el púlpito la movilización de los romanos.
Cuenta un cronista de la época que las ciudades de Toscana y Emilia fueron arrasadas, destruidas las aldeas y quemadas las iglesias, los hombres sufrieron horrendas mutilaciones. Cuando el Papa, desde lo alto de las murallas que rodeaban la ciudad, vio la marea de invasores avanzar hacia Roma, precedida de miles de prisioneros con el ronzal al cuello y las manos cortadas, creyó que con los longobardos se acercaba el fin del mundo. Los dispositivos de defensa que había preparado corrían el peligro de venirse abajo con el primer choque. Una vez más, para salvar a la urbe y ahorrar a sus habitantes los horrores del saqueo, Gregorio recurrió a los instrumentos pacíficos de negociaciones. El Papa y el rey se encontraron a los pies de la basílica de San Pedro. Las súplicas de Gregorio surtieron el efecto esperado. Agilulfo renunció a sus planes. Y el pontífice a una parte de sus tesoros.
Este acuerdo allanó el camino para una paz general con los longobardos. El único escollo estaba representado por la obstinación del exarca Romano, que no quería avenirse a tratar con los longobardos. A principios de 597 murió Romano, y su sucesor se declaró dispuesto a las negociaciones. En la primavera de 599 se firmó la paz. Agilulfo, el exarca y un delegado pontificio la ratificaron, sancionando el statu quo y el reparto de la península en las tres esferas de influencia: longobarda, bizantina y romana.
La paz interior fue para Gregorio, que había sido su artífice, el preámbulo para la conversión al catolicismo de los conquistadores arrianos. En esto encontró una formidable aliada en la católica Teodolinda. Después de la muerte de Autaris, la reina longobarda se había rodeado de obispos católicos a través de los cuales mantenía contacto con el Papa, al que no conocía, pero que la colmaba de bendiciones y regalos. Las simpatías de Teodolinda hacia la Iglesia de Roma habían provocado reticencias en la corte pero no por parte del rey. Aunque arriano, Agilulfo favorecía los planes de su esposa y de Gregorio. Comprendía que en Europa, ya casi convertida por completo a la ortodoxia, la herejía era peligrosa porque conducía fatalmente al aislamiento.
En la primavera del 603, después de once años de matrimonio, Teodolinda dio a luz un hijo, que fue bautizado según el rito romano. Era la señal de la inminente capitulación arriana. En efecto, al cabo de unos meses los longobardos se convirtieron en masa al catolicismo.
A primeros de marzo de 604, Gregorio murió abatido por un enésimo ataque de gota. Sus funerales fueron celebrados en la basílica de San Pedro, donde se enterró su cadáver. Se llamó para sucederle a un tal Sabiniano, que revocó la distribución diaria de trigo al pueblo. Los romanos se echaron a la calle pidiendo que fuese depuesto. Gregorio, que no renunciaba a hacer milagros, ni siquiera después de muerto, durante tres noches seguidas, según cuenta el Libro pontifical, se presentó en sueños a Sabiniano y le exhortó a que se retractara de su decisión. Pero fue inútil. La cuarta vez, puesto que las palabras no servían de nada, le golpeó en la cabeza con un bastón. El día siguiente, el Papa murió.
Conjurada la hambruna, en la urbe comenzaron a circular rumores calumniosos acerca de Gregorio. La más grave acusación contra él era la de haber dilapidado el tesoro de San Pedro. Alguien propuso quemar todos sus escritos. Los romanos habían encendido ya la primera hoguera cuando un diácono llamado Pedro reveló que había visto posarse un día sobre la cabeza del pontífice al Espíritu Santo en forma de paloma. La muchedumbre, furiosa, le gritó que lo jurara. Pero lo juró y cayó a tierra fulminado. Así se salvaron la memoria y los libros de Gregorio.
La Iglesia lo ha canonizado y sus razones tendrá, pero a nuestros ojos aparece más bien como un gran hombre de Estado, sabio administrador y astuto diplomático. Aunque odió a los longobardos, comprendió que para conquistarlos había que convertirlos primero. Experimentó las debilidades de Bizancio, pero nunca se rebeló contra su autoridad. El papado le debe un poder temporal, del cual no sabemos qué ventajas ha podido traer al espiritual.