V. ESTILICÓN

El poeta Claudiano, especialista en panegíricos, saludó al nuevo emperador de Oriente, Honorio, con el título de Porfirogénito, que significaba «nacido en la púrpura», es decir, cuando su padre era emperador en Constantinopla, mientras que su hermano mayor, Arcadio, había nacido en España, cuando su padre era aún un pensionista cualquiera. A ese título, debido a mera coincidencia, Honorio no supo, en toda su vida, añadir ningún otro, como no fuera el de avicultor. Si hubiera sabido administrar el Estado como sabía criar gallinas, habría sido un gran soberano.

En lugar de las cualidades de su padre, había heredado las de su madre, la anémica y enfermiza Flaccilla. No tenía ambiciones. No tenía pasiones. Ni siquiera tenía vicios. Al parecer vio con claridad y deseó con tenacidad una sola cosa: sobrevivir. Honorio fue un maestro en el arte de escamotear peligros y mantenerse a cubierto de las corrientes de aire. Demasiado poco para un emperador en un momento como aquel.

Pero a espaldas de este muchacho, extendiendo sobre él una protección tal vez un poco dominante, había un gran soldado y fiel servidor, el bárbaro Estilicón, que rondaba la cuarentena. Hijo de un jefe vándalo que había servido bajo los estandartes de Valente, hizo carrera con Teodosio, que le confiaba incluso misiones diplomáticas. Alto y solemne, su aspecto físico bastaba para imponer respeto. Y se ve que ya entonces el emperador ponía en él grandes esperanzas, porque le dio por esposa a su sobrina Serena. Desde entonces, Estilicón fue el lugarteniente de confianza de Teodosio. Lo había acompañado en todas las expediciones y probablemente había redactado los planes de operaciones. Aunque su figura es bastante discutida, su fidelidad no solo a la dinastía, sino también a las ideas políticas de su bienhechor está fuera de discusión.

Precisamente, aquel mismo año 395 en que prácticamente se convertía en dueño del Imperio de Occidente, los visigodos elegían como rey a Alarico, al que hemos conocido fugazmente como miembro del estado mayor de Teodosio en la batalla del Frigido. Tenía la misma edad y la misma experiencia que Estilicón, y muy bien podría haber ocupado el puesto de tutor de Honorio. En cambio, la suerte lo quiso al frente de su belicoso y turbulento pueblo que lo aclamó elevándolo sobre los escudos y al que enseguida ayudó a instalar en una región decisiva desde el punto de vista estratégico, la Serbia, paso obligado de todas las comunicaciones terrestres entre los dos imperios.

Alarico, como buen bárbaro, se sentía comprometido por su juramento de fidelidad a Teodosio, pero no a lo que este representaba. Así, pues, una vez muerto Teodosio, se consideró libre de llevar a cabo la política que quisiera, o, mejor dicho, de hacer una política, porque hasta aquel momento los visigodos no habían practicado ninguna.

La extraña mezcla que había en este hombre, de nacionalismo alemán y de admiración por la civilización mediterránea, se nos muestra en el ímpetu agresivo con que llevó a cabo una operación de conquista de Grecia y la brusca renuncia a proseguirla cuando se encontró ante las estatuas y las columnas del Partenón, cuya belleza lo deslumbró. De pronto, de conquistador se convirtió en turista y firmó con los atenienses un pacto de amistad.

El año siguiente (396), Estilicón acudió para desalojar a los visigodos de Grecia. Consiguió rodearlos en Arcadia y su aniquilación parecía segura cuando se supo, en cambio, que habían huido a través de un paso no vigilado. Zósimo dice que fue un error de Estilicón, Orosio habla de traición y Claudiano insinúa que había llegado de Constantinopla la orden de ¡alto! Tal vez no fue nada de esto, sino solo el temor, por parte de Estilicón, de que el Imperio decidiera prescindir de él el día en que los visigodos y su belicoso rey fueran destruidos.

Sin embargo, en la porfía por obtener la gratitud de Alarico, Arcadio fue mucho más allá, otorgándole, ya que no el título, sí las funciones de gobernador de Iliria.

Estilicón no reaccionó ante aquella provocación. Su posición parecía indestructible, ya que se había convertido en suegro de Honorio, a quien había dado por esposa a su hija María. En el año 400 fue elegido cónsul, un cargo al que ya no correspondían poderes comparables a los que Estilicón ejercía de hecho. Pero los romanos de vieja prosapia hacían de él un monopolio, porque seguían siendo los cónsules quienes daban el nombre al año en curso, como en los viejos tiempos de la República, y de mala gana admitían que semejante privilegio, aunque fuera meramente formal, correspondiese a un bárbaro. Sin embargo, se doblegaron ante Estilicón. Parecía, pues, que para este el nuevo siglo comenzaba bien.

No era así, empero, pues he aquí que de repente se presentó Alarico al frente de sus hordas en los pasos de los Alpes Julianos. Pueden ofrecerse infinitas conjeturas acerca de sus planes y designios, pero la única confirmada por los acontecimientos sucesivos es que el fogoso visigodo pretendía apoderarse, más que de Roma, del «puesto» de Estilicón.

Italia estaba acostumbrada a ver cruzar su territorio ejércitos en revuelta. Pero eran romanos, al menos de nombre. Desde hacía siglos, su tierra no era pisada por tropas que lucieran insignias extranjeras. Y el asombro fue grande. Claudiano cuenta que, para que el temor resultase aún mayor, también se metió por medio lo sobrenatural. En el cielo —señal siniestra— apareció un cometa, y mientras pasaba revista a sus soldados el emperador vio huir de sus filas dos lobos que fueron muertos y descuartizados. En sus vientres se hallaron sendas manos.

En Roma, los senadores, que seguían existiendo y reuniéndose, aunque sus decisiones hacía tiempo que habían dejado de tener importancia, sugirieron la idea, que a Honorio le gustó bastante, de cruzar el Tirreno y fundar una nueva urbe en Cerdeña o en Córcega. En medio de aquel balbuceo de gente amedrentada e indecisa, el único que habló como un verdadero senador fue Estilicón. «Dejad de lamentaros —les dijo—, que no es propio de hombres. Es verdad que los godos nos han atacado a traición, pero Italia ha salido bien librada de peligros bastante más graves: los de los galos, los cimbrios y los teutones. Si Roma cayese no quedaría en el mundo una patria segura para sus hijos… Marcharé al norte a fin de reunir un ejército para vengar la injuriada majestad de Roma, pero entretanto seguiré participando de vuestra ansiedad, porque dejo entre vosotros a mi mujer, a mis hijos y a este yerno mío, Honorio, que me es más querido que la vida misma».

Así nos lo refiere Claudiano, embelleciendo tal vez bastante el discurso de su héroe. Pero el hecho de que un poeta romano hallara plausible y creíble semejante parlamento en labios de un general bárbaro nos basta para comprender hasta qué punto se había llegado en Roma y cómo Estilicón consideraba, con cierta condescendencia, un simple «protegido» suyo al jovencito que ocupaba el trono.

En el invierno de 401-402, el general marchó contra Alarico, que se había acercado a Turín y ahora asediaba la plaza fuerte de Pollenzo. Según Claudiano, un veterano godo advirtió a su rey que no presentara batalla. Furioso, Alarico le contestó que había oído una voz que le decía: «¡Entrarás en la urbe!».

Por el momento, los hechos no dieron la razón a este presentimiento. Tal vez la de Pollenzo no fue para Estilicón, cuya presencia incluso es dudosa en esa acción bélica, una victoria aplastante, pero, desde luego, constituyó una derrota para Alarico que parece haber dejado en manos del enemigo a su esposa y a sus hijos. Debió de tratarse de uno de los éxitos a la manera de Estilicón, que cuando tenía que vérselas con los visigodos por lo general les hacía hincar la rodilla, pero en el momento de asestar el golpe final enfundaba la espada y les dejaba retirarse libremente. En realidad, también esta vez Alarico logró reorganizar sus desordenadas falanges y reanudar el camino hacia el Véneto, donde se detuvo a acampar. Con toda cortesía, Estilicón le envió allí la esposa y los hijos.

En Roma, adonde la noticia de la victoria aún no había llegado, se trabajaba para levantar una nueva muralla capaz de reforzar la de Aureliano. El miedo había devuelto de pronto a aquellos ciudadanos holgazanes un enorme deseo de trabajar. De vez en cuando se detenían para otear el horizonte, temerosos de ver surgir de pronto las columnas godas. En cambio, aparecieron las de Estilicón, que esta vez fue acogido con un entusiasmo indescriptible y pasó entre la población que lo aclamaba. El general iba en un carro, sentado junto al emperador Honorio, su yerno, y la emperatriz María, su hija.

Naturalmente, los romanos quisieron festejar el feliz acontecimiento a su manera, es decir, con un gran espectáculo de gladiadores en el circo. Esa clase de actos habían sido prohibidos por Constantino casi un siglo antes, pero los romanos no se daban por enterados, demostrando así que entonces tenían por las leyes y los reglamentos el mismo respeto que tienen ahora. Esa vez, sin embargo, les salió mal. En lo mejor de una matanza en masa de prisioneros godos, un monje llamado Telémaco saltó a la arena para poner término a la mortandad. Fue apedreado y muerto por la muchedumbre embrutecida. Honorio se sintió trastornado hasta tal punto que desde entonces fueron terminantemente prohibidos los juegos en el circo, y ya no solo sobre el papel.

El año siguiente, Estilicón fue reelegido cónsul por segunda vez (405) y se ganó el título de «salvador de la ciudad». No era Alarico quien la amenazaba ahora, sino un tal Radagaiso, cuya identidad exacta desconocemos; tal vez fuera un ostrogodo que había logrado librar a tiempo a una parte de su pueblo de la servidumbre de los hunos. Sea como fuere, se trataba de un bárbaro en el más completo sentido de la palabra, «el más salvaje de todos los enemigos que Roma haya tenido nunca», según Orosio. Bajó a la península al frente de una horda de doscientos mil hombres, aunque alguien asegura que eran cuatrocientos mil. Pero Estilicón, en una magistral demostración de estrategia, consiguió encerrarlo en los valles al pie de Fiésole, precisamente en el mismo lugar en que, cuatro siglos y medio antes, había sido derrotado Catilina.

No hubo necesidad de librar batalla. Bastó con cerrar los pasos. Dentro de aquella angostura sin salida, los godos fueron muriéndose de hambre y Estilicón los dejó así hasta que solo quedaron unos pocos vivos, que ni siquiera eran útiles como esclavos. Estilicón sabía hacer bien las cosas, cuando no se trataba de Alarico.

De esta manera, Italia pareció definitivamente liberada de la amenaza de las invasiones, algo que ningún bárbaro volvió a intentar en dos años. Solo que, para llegar a esto había sido necesario dejar desguarnecidas las demás provincias del oeste, Britania, Hispania y Galia, hacia las que se precipitaban caóticamente, empujándose unos a otros y peleando entre sí, vándalos, suevos y alanos, en conflicto con alamanes, francos y burgundios, que ya se habían establecido en aquellas tierras.

El Imperio de Occidente se hundía.

El año 408, el emperador de Oriente, Arcadio, murió, dejando como heredero del trono a un niño de siete años, Teodosio II, bajo la tutela de su madre, la emperatriz Eudoxia, princesa de sangre franca, es decir, germana. Y aquí nos hallamos frente a una serie de acontecimientos acerca de Estilicón que nos dejan bastante perplejos.

Alarico había vuelto a agitarse y con su ejército había penetrado en el Epiro, provincia de Constantinopla. Después, de improviso, se volvió atrás y por el acostumbrado paso de Laybach se asomó de nuevo a Italia, enviando una embajada a Roma para pedir, en términos bastante bruscos, una compensación a los gastos hechos en el Epiro, «ya que no le habían dejado concluir la empresa». ¿Quién no se la había dejado concluir después de habérsela, evidentemente, ordenado?

En el Senado, Estilicón explicó que, en efecto, al dirigirse al Epiro Alarico había creído servir a los intereses del emperador, quien después le había impuesto el cese de las hostilidades, motivo por el cual era necesario compensarle.

Solo uno entre los senadores se levantó para objetar algo, hallando en su requisitoria los acentos de la antigua Roma: Lampridio. «Esto no es paz —dijo—, sino aceptación de la esclavitud». Apenas hubo pronunciado aquellas palabra orgullosas, corrió a refugiarse en una iglesia cercana.

La propuesta de Estilicón fue aprobada. El general ya parecía omnipotente. Su hija la emperatriz María había muerto, pero Honorio la había reemplazado por la hermana menor, Termancia, con lo cual seguía siendo yerno del mismo suegro. Además, las funciones de confidente del soberano las tenía ahora Olimpio, un pequeño griego del mar Negro que debía a Estilicón su carrera. Con todo, al parecer fue precisamente este intrigante cortesano quien suscitó las sospechas de Honorio contra su general.

El emperador proyectaba un viaje a Constantinopla a fin de afirmar su derecho a la tutela del pequeño Teodosio. Estilicón le mostró los peligros y el coste del viaje en tales términos que lo persuadió de que no fuera y lo enviase a él en su nombre. Sin embargo, según se apresuró a insinuar Olimpio, Estilicón lo había hecho porque en realidad quería instalar a su hijo Euquerio en el trono de oriente.

Elementos que confirmaran esta sospecha no los había, porque Estilicón había mantenido a Euquerio al margen de todo, pero, muerto Arcadio, no parecía que Honorio necesitara ya tanto de su general, que con el pretexto de protegerlo lo ahogaba. Había también otros motivos de descontento en relación con el omnipotente vándalo. Decían los paganos que en su primer viaje a Roma, en el séquito de su padre adoptivo Teodosio, su mujer, Serena, había robado una joya del templo de Rea y que él mismo se había apropiado de unas placas de oro del templo de Júpiter Capitolino. Los cristianos, por su parte, murmuraban que Euquerio era, en lo más íntimo, un pagano idólatra. Pero lo que más daba que hablar era la extraña actitud del general hacia Alarico, actitud que irritaba al elemento romano.

En las legiones se produjo algún motín. Honorio ordenó la represión al general, que la llevó a cabo diezmando sumariamente las tropas, justo en el momento en que un usurpador, Constantino, descendía desde Britania, de la que había sido comandante militar, a Francia y se instalaba en Arles, amenazando a Italia. Estilicón comprendía que no podía detenerlo con un ejército casi en revuelta. Y no tenía más tropas a las que llamar. Había gastado las últimas en la campaña contra Radagaiso, y las provincias occidentales, definitivamente sometidas por los bárbaros, no proporcionaban más soldados. Por lo tanto, dijo a Honorio que estaba en tratos con Alarico para lanzarlo contra Constantino. Y de haber ocurrido esto a tiempo, todas las sospechas que sus anteriores condescendencias con el jefe visigodo habían suscitado se hubieran desvanecido de pronto.

Por desgracia, no hubo tiempo. Después de dar su consentimiento a este proyecto diplomático y firmar la carta a Alarico, Honorio salió hacia Pavía con Olimpio, mientras el general, que aún no sospechaba del favorito, quedaba en Rávena a fin de preparar su viaje a Constantinopla. No sabemos cómo ocurrieron exactamente las cosas, pero el hecho es que, inmediatamente después de la llegada del emperador y su consejero, las guarniciones del Tesino se sublevaron y eliminaron rápidamente a quienes se consideraban amigos de Estilicón. Aquellas guarniciones estaban compuestas por los últimos soldados de sangre romana, más o menos pura, que aún integraban el ejército, y por lo tanto su revuelta adquiría un claro carácter de pogromo contra los bárbaros.

Los jefes de estos se reunieron en Bolonia, en consejo de guerra, en torno a Estilicón, quien, al oír que también el emperador había sido asesinado, aprobó de inmediato la propuesta de avanzar contra Pavía y pasar por las armas a los amotinados. Sin embargo, enseguida llegó una noticia que desmentía la anterior: Honorio estaba a salvo. El general dijo entonces que, en tal caso, había que esperar órdenes.

Pero no todos aprobaron ese gesto de disciplina; al contrario, la mayoría lo desaprobó. El godo Saro incluso desertó del campo y de noche atacó y aniquiló a la guardia personal de Estilicón, que consiguió escapar a caballo hacia Rávena. Parece ser que Olimpio había prometido a Saro un buen premio si mataba al general. Este, sin embargo, se mostraba más preocupado por la salvación del Estado que por la suya propia, puesto que, en vez de organizar una defensa personal, se puso a enviar circulares a todos los magistrados ordenándoles que rechazaran cualquier tentativa de las tropas bárbaras de entrar en las ciudades en cuyas afueras estaban. Estilicón no deseaba un derramamiento de sangre entre italianos y germanos. Seguía fiel al gran sueño de la integración, que había sido el de los emperadores más iluminados, desde Aureliano a Constantino y Teodosio.

Mientras intentaba evitar así la catástrofe, llegó de parte de Honorio la orden de arrestarlo. Tal vez solo entonces al salvador de la urbe se le cayera la venda de los ojos. Se refugió entonces en una iglesia, donde los soldados no podían entrar. Al amanecer, algunos de ellos fueron conducidos a su presencia, desarmados, por el obispo, ante quien juraron, probablemente de buena fe, que la pena dictada contra el general era la de un momentáneo confinamiento en un lugar vigilado. Estilicón los siguió. Cuando estuvo fuera del recinto sagrado, se le dio a leer una segunda carta de Honorio que, «por delitos contra el Estado, le comunicaba la condena a muerte, que debía cumplirse de inmediato».

Había alrededor del grupo una pequeña muchedumbre de amigos del general y de soldados bárbaros que, al oír aquel increíble veredicto, desenvainaron amenazadoramente las espadas. Estilicón los detuvo con gesto imperioso. Aún conservaba tal prestigio entre los suyos que nadie se atrevió a desobedecerle. Después puso una rodilla en tierra y estoicamente, sin una sola palabra de amargura, inclinó la cabeza gris ofreciendo el cuello al hacha del verdugo.

Faltan elementos para poder pronunciar un juicio seguro acerca de este hombre. Es posible que se hubiera aprovechado del poder para enriquecerse y enriquecer a los suyos. Es probable que fuera ambicioso y que a veces hubiese confundido su propio interés con el del Estado, desembarazándose bajo cuerda de adversarios y de posibles rivales. Que su modo de proteger a Honorio era un tanto autoritario y a veces excesivo, lo demuestra el hecho de que por dos veces le diera por esposa hijas suyas. Pero de lo que no puede dudarse es de la fidelidad con que cumplió la palabra dada a Teodosio de defender hasta el fin a sus herederos y su política. Brillaron en él las mejores cualidades del bárbaro que se dedicaba al servicio de Roma: la sagacidad militar, el valor y, sobre todo, el sentido solemne, casi majestuoso, de la dignidad imperial. Es verdad que mantuvo un doble juego con Alarico derrotándolo por tres veces y perdonándolo otras tantas. Si esta política que hoy llamaríamos «de distensión» fue justa o equivocada es algo que solo podría decirse si su autor hubiese logrado desarrollarla hasta el fin. De todos modos, aquel bárbaro fue uno de los últimos jefes del Imperio que supieron morir como romanos.

Su cabeza rodó por el polvo el 23 de agosto del año 408. El verdugo que decapitó a Estilicón, Heracliano, fue nombrado general en premio por tan noble servicio. Euquerio, fugitivo de Roma y refugiado también en una iglesia, murió asesinado unos meses después. La emperatriz Termancia fue devuelta por Honorio a su madre Serena. Un comité de depuración (¡cómo se repite todo en la historia!) presidido por Olimpio llevó a cabo la eliminación de todos aquellos funcionarios y oficiales que, por el mero hecho de haber sido seleccionados por Estilicón, pasaban por «colaboracionistas». En las guarniciones, los romanos, envalentonados, realizaron algunas matanzas entre los «auxiliares» bárbaros, incluyendo mujeres y niños.

Fue, en pocas palabras, una «purga» en toda regla que el contemporáneo Orosio, gazmoño y declamatorio, saludó como una «purificación» de Roma. Lástima que su más notorio resultado, aparte del cambio de guardia en los cargos (y en las prebendas), fuera el paso de treinta mil soldados bárbaros al campo de Alarico, precisamente en el momento en que la «distensión» se desvanecía en el aire.