XVII. BIZANCIO

Al igual que Roma, la nueva capital había sido edificada sobre siete colinas. Constantino eligió el lugar por su posición natural y estratégica, último bastión europeo y puerta de ingreso al continente asiático. En el siglo VI, con su millón de habitantes, Bizancio era la ciudad más populosa del mundo, seguida, a gran distancia, por Cartago en Occidente y Alejandría y Antioquía en Oriente. La vida de la capital giraba alrededor de tres polos: la corte, el hipódromo y la iglesia de Santa Sofía.

La corte era una especie de ciudad dentro de la ciudad, como en Moscú, desde el tiempo de los zares, lo ha sido siempre el Kremlin. En el centro, rodeado de decenas de edificios dedicados a ministerios y de suntuosas villas privadas, surgía el Palacio Sagrado, residencia oficial del emperador. No muy lejos de este, el palacio de la emperatriz, el lugar más misterioso y de más difícil acceso de toda la metrópoli. Nadie, sin un permiso especial, podía atravesar sus umbrales, vigilados día y noche por eunucos armados hasta los dientes. El mismo emperador, cuando se dirigía a visitar a su esposa, debía hacerse anunciar.

Con sus ostentosos vestíbulos y sus salones centelleantes de oro, mármoles y mosaicos, el Palacio Sagrado era el corazón de un Imperio al que la Providencia parecía haber concedido la eternidad. Para darle su carácter sacro, los emperadores habían procurado reunir en él las más preciosas reliquias de la Cristiandad: el lignum crucis, la corona de espinas y los esqueletos de los santos y de los mártires más de moda. Santa Elena había hecho trasladar allí el de san Daniel y León VI los de María Magdalena y Lázaro. Nicéforo y Juan Tzimisces enriquecieron la colección con los cabellos de Juan Bautista y las sandalias de Jesucristo. Bajo la columna de Constantino, se exponían a la veneración de los fieles que cada día afluían allí en gran número, los panes del milagro. No se sabe si todas estas reliquias eran auténticas, pero a quien lo dudara se lo consideraba un sacrílego.

La corte no era solo la residencia del emperador, sino también el cuartel general de la burocracia y el centro comercial más importante del Imperio. Entre sus murallas estaban los ministerios y las oficinas públicas. Sus gineceos hospedaban a millares de mujeres dedicadas no solo a servicios de alcoba, sino también a verdaderas industrias textiles, donde hilaban lana y seda que el Estado importaba y elaboraba en régimen de monopolio. Los mismos emperadores eran comerciantes y hombres de negocios. Juan Vatatzes, por ejemplo, vendiendo pollos consiguió ganar el dinero suficiente para comprar a la emperatriz una corona nueva.

El hipódromo, como el foro en la antigua Roma, era el lugar donde se desarrollaban las carreras de carros y se preparaban las conjuras. De los graderios y de los «populares», capaces de contener hasta cuarenta mil espectadores, partía la chispa que podía desencadenar la revolución. Los homicidios, los raptos y las palizas estaban a la orden del día entre las dos facciones rivales, los «Verdes» y los «Azules». La misma fuerza pública era impotente contra la «afición». Lo era hasta el emperador que, para conservar el trono, debía asegurar el normal desarrollo de los juegos.

Santa Sofía era el tercer gran centro de atracción de Bizancio, aunque en la capital hubiera otras cuatrocientas iglesias. Ideada por Justiniano y realizada por el célebre arquitecto Antemio de Tralles, era la residencia oficial del patriarca y el más importante lugar de reunión y de plegaria de la Cristiandad oriental.

Charlatanes, beatos y supersticiosos, a los griegos les entusiasmaban las discusiones religiosas abiertamente fomentadas por el clero secular. Es difícil medir la influencia que los monjes ejercieron en la sociedad y en las costumbres bizantinas. Considerados por príncipes y emperadores, gozar de su confianza era tenido por un auténtico privilegio. Alejo I, en sus campañas militares, solía hospedar uno de esos monjes en su tienda. Especialmente reverenciados y oídos eran los ermitaños. San Nicéforo logró inducir al emperador a abolir el impuesto sobre el óleo santo. San Daniel, que vivía sobre una columna en la periferia de Bizancio, recibía por orden de Teodosio II un paraguas siempre que se desataba un temporal. Solo al término de su vida decidió hacerse construir una tejavana. De gran fama gozaron también san Teodoro Siceota y san Basilio el Menor, el primero, por haber pasado en una jaula toda una cuaresma y el segundo por haber instruido a la emperatriz Elena sobre el modo de tener un hijo.

Constantinopla se hallaba bajo el patrocinio de la Virgen, a cuyo culto estaban dedicadas algunas de sus más bellas iglesias. No eran estas lugar de plegaria solamente, sino también verdaderos centros diagnósticos y terapéuticos. Como en la Roma pagana, muchos enfermos preferían confiarse a los cuidados de Asclepio y de Lucina antes que a los del médico, y así en Bizancio se recurría a las recetas de Cosme y Damián que al parecer las distribuían pródiga y gratuitamente. Entre los santos que hacían las veces de médicos había, naturalmente, especialistas. Por ejemplo, para las enfermedades sexuales, los hombres se dirigían a san Artemio, y las mujeres a santa Febronia. Cuando un diagnóstico se hacía especialmente difícil, se recurría a los astros, y a veces se llamaba a consulta a los magos y a los brujos, aunque su principal actividad era, sencillamente, la lectura del futuro. No siempre acertaban en sus pronósticos. Catanance, por ejemplo, profetizó la muerte de Alejo I y quien murió, en cambio, fue el león de la corte, lo que no le impidió, años después, renovar la profecía. Y también esta vez los hechos lo desmintieron, porque quien abandonó este mundo fue la emperatriz-madre.

Era una ciudad cosmopolita, una especie de melting-pot, un crisol de lenguas, razas y costumbres, una amalgama de griegos, ilirios, escitas, asiáticos y africanos reunidos por la ortodoxia y la lengua común. Desgarrado por las herejías, el Imperio romano de Oriente, por su heterogeneidad étnica, no fue nunca agitado por el espectro del racismo. En cambio, eran frecuentes los matrimonios mixtos, que los mismos emperadores animaban. Justiniano II, por ejemplo, hizo que la hija de un rico e influyente senador se casara con su cocinero negro.

A pesar de su clima húmedo y bochornoso, Constantinopla estaba rodeada de un paisaje noble y lujuriante. La sabiduría urbanística de sus arquitectos había hecho de la ciudad una joya de armonía y equilibrio estético. Por supuesto, también existían desórdenes, pero, en resumidas cuentas, el rostro de Bizancio podía compararse perfectamente con el de la Roma de Augusto.

De hecho, las casas estaban edificadas de acuerdo con esquemas romanos: de dos pisos, con pequeñas ventanas que daban a un patio o vestíbulo, o miraban a la calle. Los balcones aparecían al menos a cinco metros sobre el nivel del suelo. Las escaleras exteriores estaban prohibidas.

Especiales cuidados se dedicaban a las cloacas, que desembocaban directamente en el mar. Y como en Bizancio no había cementerios, los cadáveres eran enterrados fuera de las murallas. Solo los miembros de la familia imperial podían recibir sepultura dentro del recinto de la ciudad. Anchos bulevares con árboles y preciosas estatuas de mármol atravesaban el centro, que en las horas de mayor afluencia debía de estar verdaderamente invadido por la multitud.

Capítulo aparte merecerían los eunucos. Todos eran de origen aristocrático y burgués, y se los castraba para evitar que sus energías se desviaran del servicio del Estado. Por regla general se sometían voluntariamente a esta operación, que por otra parte era obligatoria para quien quería hacer carrera en la corte y en las altas jerarquías administrativas, eclesiásticas y militares.

Grandes patriarcas y eminentes generales eran eunucos. Su condición se consideraba un privilegio, y esto demuestra hasta qué punto se había orientalizado el Imperio romano.

El emperador —o basileus— heredero de los cesares, tenía derecho de vida y muerte sobre todos sus súbditos. Elegido por Dios, del que era lugarteniente en la tierra, era infalible como Dios. El patriarca lo consagraba sobre el púlpito de Santa Sofía, pero después se convertía prácticamente en su ministro de Culto. El basileus designaba e investía a los obispos, a quienes podía deponer cuando le pareciese. Convocaba los concilios, fijaba los dogmas y modificaba la liturgia. Estaba ligado a la Virgen por especiales vínculos de colaboración. De hecho, sobre los campos de batalla, el emperador y la Virgen eran considerados colegas en el mismo grado. Juez supremo, su tribunal juzgaba en primera instancia y en apelación. Los caprichos y los gustos del soberano dictaban la moda y fijaban los límites del lujo. Del de los demás, por supuesto.

La sucesión al trono no estaba regulada por normas fijas, pero el regicidio era una práctica habitual. En mil cincuenta y ocho años, de ciento siete emperadores solo treinta y cuatro murieron de muerte natural y media docena en la guerra. Los demás, o abdicaron o fueron degollados.

La divinidad del soberano se manifestaba durante las audiencias cuando, sentado en un trono gigantesco, recibía a los ministros, cortesanos y embajadores extranjeros. El emperador se expresaba por medio de gestos. Nadie hablaba y todos permanecían de pie. A intervalos regulares, el basileus desaparecía, levantado en el aire con todo el baldaquín por máquinas invisibles y misteriosas. Cuando reaparecía, iba vestido con túnicas nuevas y cada vez más suntuosas. Los que le rendían homenaje, hacían tres inclinaciones y besaban sus zapatillas de púrpura.

Las órdenes del emperador no se discutían, porque en su persona se reunían los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, además del religioso. El Senado, completamente desprestigiado y obligado a renunciar a su tradicional función de órgano legislativo, se había convertido en una especie de Consejo de Estado y se limitaba a proporcionar los cuadros dirigentes de la burocracia. Eran de extracción senatorial los directores generales, los jefes de gabinete y los titulares de los diversos ministerios. Más que hija de la romana, la administración bizantina, con su desaforado centralismo, fue la madre de la rusa, lo mismo zarista que soviética. Nada escapaba a su vigilancia. En los ministerios de la capital trabajaban decenas de miles de empleados y funcionarios. La lengua oficial, en los tiempos de Justiniano, aún era el latín. Los certificados se redactaban en esta lengua, así como la Gaceta Oficial. Con el tiempo, sin embargo, acabó por imponerse el griego.

Junto a una burocracia vejadora pero eficiente, actuaba una diplomacia sutil, desprejuiciada e intrigante. Es difícil decir hasta qué punto el Imperio romano de Oriente debe a esa diplomacia su longevidad. El estudio de los bárbaros era su mayor preocupación. En un despacho a propósito, se reunían los informes confidenciales acerca de los pueblos extranjeros. En los colegios y en las universidades griegas, los hijos de los príncipes hunos, de los emires árabes, de los kanes tártaros, se mezclaban con los retoños de la aristocracia y de la alta burguesía bizantina. Para reforzar estos vínculos de amistad, también se concertaban matrimonios. Cuando la emergencia llamaba a las puertas, no se vacilaba en sembrar cizaña entre los aliados aumentando sus discordias. La moral estaba subordinada a la razón de Estado. Con fines políticos e imperialistas era empleada incluso la religión, cuya fastuosa liturgia, más que los oscuros dogmas, atraía e impresionaba la fantasía de los bárbaros.

El ejército era la tercera piedra angular de este Imperio. Diocleciano y Constantino lo habían reformado, creando, como ya hemos dicho, un ejército fronterizo y un ejército central móvil. Los soldados alistados en el primero eran campesinos armados que vigilaban los confines. En vez del sueldo recibían tierras para cultivar. El ejército móvil, que dependía directamente del emperador, recibía en cambio un sueldo regular y vivía acuartelado en la capital.

Hasta el año 378, la infantería fue la columna vertebral del ejército bizantino. Después del desastre de Adrianópolis, que sancionó el triunfo de la caballería goda, Teodosio I decidió tener a sueldo un fuerte contingente de jinetes bárbaros, mandados por sus respectivos jefes de tribu. Algunos de estos, ascendidos a generales, comenzaron a poner y quitar emperadores que, a su vez, se servían muchas veces de ellos para que les sacaran las castañas del fuego.

Rodeada de pueblos invasores, belicosos y hambrientos, Bizancio siempre vivió en pie de guerra. La astucia de sus diplomáticos y la habilidad de sus generales le aseguraron, sin embargo, una vida larga y brillante. La autocracia satrapesca de los basileus que se sucedieron en el poder fue la masilla que mantuvo unido a un Imperio que, sin embargo, contenía en sí numerosos gérmenes de disgregación. Del año 330 a los primeros del siglo VI, la contención de los bárbaros y la reorganización de la resquebrajada barraca que Roma le había dejado en herencia, habían sido los dos mayores problemas con que hubo de enfrentarse el Imperio de Oriente. Y a pesar de todo, consiguió resolverlos bastante bien.