VII. GALA PLACIDIA

La noticia de la caída de Roma había consternado el mundo entero. Los paganos vieron en ello la venganza de sus dioses abandonados y traicionados. Y los cristianos, que durante cuatro siglos habían luchado contra la urbe, deseándole el mismo fin que a Babilonia, se sintieron de pronto huérfanos y se dieron cuenta de lo mucho que su misma Iglesia debía a su cañamazo político y administrativo y a su fuerza organizadora. San Agustín, entonces obispo de Hipona, halló en el acontecimiento el punto de partida para su obra capital, La ciudad de Dios. Y desde su celda de Belén, en Palestina, san Jerónimo, que había sido un despiadado acusador de Roma y de sus vicios, escribía: «La fuente de nuestras lágrimas se ha secado… De pronto, he perdido la memoria de todo, hasta de mi nombre…».

El único que no mostró turbación alguna fue Honorio. Cuenta Procopio que cuando un chambelán acudió a anunciarle el fin de Roma, el emperador contestó, furioso: «¡Qué fin ni qué historias! ¡Si hace cinco minutos estaba picoteando el maíz en mi propia mano!». Creía que el chambelán aludía a un espléndido ejemplar de gallina faraona a la que él había dado el nombre de Roma. Cuando comprendió que no se trataba de esta sino de la ciudad, que había quedado asolada, soltó un suspiro de alivio. El único detalle que le impresionó dolorosamente de toda aquella catástrofe fue la noticia de la suerte que había corrido su hermana Gala Placidia, capturada por los bárbaros y conducida entre los prisioneros.

Placidia había sido el fruto solitario del segundo matrimonio de Teodosio con Gala, hermana de Valentiniano II. Había crecido prácticamente huérfana, porque su madre había muerto cuatro años después de haberla traído al mundo, en víspera de la última expedición de Teodosio a Occidente, de la que el emperador no volvería. Ignoramos por qué razón se hallaba en Roma cuando los godos saquearon la ciudad. Tal vez porque allí se había trasladado a vivir Leta, la viuda de Graciano, que al parecer ejerció la tutela de la joven. Pero tal vez se debiera también al hecho de que Gala no deseaba cohabitar con ninguno de sus hermanastros, con quienes debía de sentirse en desacuerdo, y por lo tanto evitaba lo mismo Constantinopla que Rávena. No corría por sus venas la anémica sangre de Flaccilla, primera mujer de Teodosio, al contrario que Honorio y Arcadio. Había heredado la belleza de su madre y el carácter de su padre.

En las crónicas de los memorialistas su nombre aparece por primera vez a propósito de la condena a muerte de Serena, la viuda de Estilicón, que Zósimo atribuye precisamente a Placidia. ¿Por qué motivo se odiaban tanto ambas mujeres? Claudiano sugiere que Serena había intentado, a traición, darle por marido a su propio hijo Euquerio. Pero lo más probable es que no sea verdad. Por lo que sabemos, Serena no fue víctima de unas intrigas de familia sino de los paganos.

Sea como fuere, Placidia cayó en manos de la soldadesca de Alarico, que la retuvo como rehén, aun tratándola con toda la consideración debida a su categoría de princesa real, y se la llevó en su última marcha hacia Brindisi. Se la menciona en las conversaciones que el jefe bárbaro celebró con Honorio, quien reclamaba con perentoria insistencia su restitución. Después, los hechos demostraron que no se trataba de amor fraterno, o al menos no solo de ello. Honorio carecía de afectos. No tenía más que puntillos de honra y susceptibilidad. Que una hermana suya fuera retenida como prisionera por un bárbaro le parecía un ultraje insoportable a su prestigio imperial.

Pero Alarico, que en su deseo de llegar a un acuerdo con él, se había ofrecido, al principio, a restituírsela de inmediato, comenzó ahora a tergiversar las cosas. Su hermano más joven, Ataúlfo, destinado a sucederle en el mando, se había enamorado de la bella prisionera, que le correspondía plenamente, y Alarico aprobaba aquel idilio, en el que se compendiaba, a fin de cuentas, toda su política.

Comparado con sus altos y rubios guerreros, Ataúlfo, según refiere Jordane, era físicamente poco imponente. Pero tenía un temperamento apasionado y caballeresco, que debió de gustar a la princesa criada entre cortesanos, eunucos, poltrones y calculadores. Orosio dice haber sabido por un tal Jerónimo, amigo personal del joven caudillo, que este había acariciado en su juventud el sueño de derribar el imperio de Roma para sustituirlo por el godo, proclamándose él mismo augusto. Después, familiarizado con la lengua y las leyes latinas, dio cuenta de que los godos no estaban maduros para sustituirlas con las suyas y se había propuesto restaurar la gloria de Roma, en vez de destruirla, revigorizándola con sangre germana. Por lo tanto, al enamorarse de Placidia no hacía más que traducir en términos conyugales esta concepción política. En cuanto a Placidia, es de suponer que la política no interviniera para nada y que correspondiese a los sentimientos de Ataúlfo solo porque era un guapo mozo y un intrépido soldado. Sin embargo, también ella llegó, más tarde, a la misma política, siguiendo el camino opuesto y mucho más femenino, del lecho a la idea, en vez de ir de la idea al lecho.

El matrimonio no pudo celebrarse de inmediato porque Honorio no daba su consentimiento, ya que había prometido la mano de Gala a Constancio, que era su mejor general y ocupaba el puesto en el que se habían sucedido Olimpio y Jovio. De sangre iliria, Constancio no era joven y físicamente resultaba repelente, a causa, sobre todo, de su enorme cabeza sobre un cuello corto y ancho, y de su mirada truculenta y amenazadora. Se mantenía en la silla de montar como un saco de patatas. Pero a pesar de su aspecto más bien desgraciado, era un hombre apasionado y vehemente, sobre todo a la mesa, donde ponía lo mejor de sí mismo comiendo con un apetito espléndido, bebiendo proporcionalmente y no desdeñando nunca representar pantomimas con los actores que él mismo reclutaba para aquellos banquetes, con los que intercambiaba ocurrencias lúbricas y chistes groseros. Debía de parecerse un poco a Kruschev. Pero, como Kruschev, sabía cumplir muy bien y lealmente su oficio. Fue él quien capturó en Arles al usurpador Constantino y a su hijo Juliano, quienes, tras haber recibido de Honorio la promesa solemne de que se les respetaría la vida, fueron asesinados. Y era precisamente por estos méritos por lo que insistía en obtener la mano de Placidia.

Después de la muerte de Alarico, Ataúlfo comenzó a cruzar la península en sentido inverso; atravesó los Alpes occidentales y penetró en Francia, tal vez para dar prueba a Honorio de que no era su intención amenazarlo y así obtener de él el anhelado consentimiento para el matrimonio. Pero como el consentimiento no acababa de llegar, empezó a tratar con Jovino, el nuevo usurpador, que había reemplazado en la Galia a Constantino. Cuando supo que bajo los estandartes de aquel se encontraba también Saro, que se había sublevado contra el emperador porque este le había matado un esclavo, avanzó contra él, lo capturó en una emboscaba, le dio muerte y rompió toda clase de relaciones con Jovino. Más aún, lo atacó por sorpresa, lo hizo prisionero, le cortó la cabeza y la envió, junto con la de su hijo Sebastián, a Honorio.

Era un regalo espléndido. Tanto que esta vez el emperador se dejó conmover y, a pesar de las protestas de Constancio, otorgó el consentimiento. El matrimonio se celebró en Narbona, y de acuerdo con la liturgia romana, en el palacio de un rico propietario local. Allí esperaba Placidia, envuelta en la púrpura imperial. Ataúlfo acudió a recogerla, cubierto con una túnica de lana blanca, armado con su germánica hacha de guerra, pero sin el capuchón ni las polainas de piel.

De los regalos de boda que hizo a la novia, se habló en todo el mundo durante mucho tiempo: cincuenta bellísimos adolescentes destinados a ella como esclavos llevaban otras tantas bandejas llenas de piezas de oro y pedrería saqueadas en la urbe. El guerrero germano correspondía así al alto honor que la princesa romana le concedía al consentir en convertirse en su esposa. Atalo, que seguía en el séquito de sus protectores, volvió a tener un momento de gloria al declamar un discurso dedicado a exaltar el himeneo entre ambos pueblos. Discursos era lo único que sabía hacer. La muchedumbre, en la que se mezclaban bárbaros y romanos, comprendió el valor simbólico del acontecimiento y lo saludó con días y noches de fiesta. Era la distensión entre germanos y latinos.

Nueve meses después nació un niño, al que se le impuso el nombre del abuelo materno, Teodosio, que seguramente habría aprobado aquellas bodas. Podía ser el heredero al trono de Honorio, que no tenía hijos, y el marchamo de la ya lograda integración entre ambos pueblos. Desgraciadamente, el niño aún estaba en pañales cuando murió en Barcelona, adonde Ataúlfo se había trasladado para poner orden en Hispania, pues se la disputaban suevos, alanos y vándalos. Tal vez esperaba que Honorio, su cuñado, le confiara el gobierno de aquella provincia. Los padres quedaron aniquilados por el dolor, mientras el pequeño ataúd de una pieza de plata descendía a la fosa.

Poco después murió también Ataúlfo, víctima de un atentado, preparado seguramente por Sigerico, hermano de Saro, que le sucedió en el mando. En el momento de expirar, recomendó a los suyos: «Vivid en amistad con Roma y restituid Gala Placidia al emperador». Pero Sigerico no hizo caso. Más aún, expulsó a la princesa viuda de sus apartamentos, la redujo a la categoría de una esclava y la obligó a seguirlo a pie mientras él desfilaba a lomos de su caballo por las calles de la ciudad. Placidia, aunque agobiada por la pérdida de su hijo y su marido, sufrió todos esos ultrajes sin pestañear y con la sonrisa en los labios, como una verdadera reina. Y tal vez fue esta actitud suya lo que contribuyó a abreviar la rápida carrera de Sigerico, que, después de solo siete días de mando fue depuesto y asesinado por sus furibundos soldados. Le sucedió, por aclamación, Valia, un valeroso y leal guerrero que de inmediato cumplió la voluntad de Ataúlfo, haciendo acompañar a Placidia hasta los Pirineos, donde Constancio la recibió con gran pompa.

El adiós de la princesa a «sus» visigodos fue melancólico y afectuoso, pero valió a estos un tratado de paz estable con Honorio. Nunca más volvieron a Italia. Conducidos por Valia combatieron absurdamente en nombre del emperador contra alanos, vándalos y suevos, hasta que establecieron un reino junto a los Pirineos, con capital en Tolosa. La parte francesa fue ocupada siglo y medio después por Clodoveo, y la española por los sarracenos a comienzos del siglo VIII.

De regreso en Rávena, Placidia aún resistió durante tres años los asaltos de Constancio y los insistentes ruegos de Honorio, que a toda costa quería aquel matrimonio. Por fin se rindió, no al pretendiente, sino a la «razón de Estado». Honorio le había encargado un heredero, puesto que él no había logrado tenerlo. El maduro general quiso unas fiestas nupciales que borraran el recuerdo de las de Narbona, y las tuvo. Pero no tuvo a la Placidia que Ataúlfo había tenido. El año siguiente nació una niña a la que dieron el nombre de Honoria, y un año después, por fin, un niño que fue llamando Valentiniano, con el título de «Nobilísimo», que en la terminología de la corte significaba «príncipe heredero».

Para hacer definitiva aquella elección, cuatro años después Constancio fue asociado por Honorio al trono y Placidia recibió el título de augusta. Siete meses más tarde, sin embargo, Constancio murió y Placidia hubo de enfrentarse con un tercer cortejador, el más inesperado y el menos grato de todos: su propio hermano. Ignorando cómo defenderse de aquel capricho incestuoso, porque Placidia era una mujer sana y de apetitos sexuales moderados, se escapó con los dos niños a Constantinopla, junto a su sobrino Teodosio II. Por fortuna para ella, poco después murió también Honorio, de una enfermedad propia de él: la hidropesía. El Porfirogénito, como lo había apellidado Claudiano al nacer, saludándolo como «más augusto que Júpiter», solo tenía treinta y nueve años, pero los había malgastado de tal manera que los únicos que lo lloraron debieron de ser sus pollos y sus gallinas.

Como era de prever, la ausencia de Rávena del legítimo heredero favoreció la usurpación de un tal Juan, jefe de Notarios y personaje de segundo plano. La ceremonia de la coronación, no obstante, se vio turbada por un mal presagio: se oyó una voz, no se sabe de quién, que decía: «¡Cae, cae, no se mantiene…!».

Y en realidad no se mantuvo.

Teodosio se apresuró a comunicar a Rávena que no aceptaba a aquel colega. Quedaba por saber si su intención era deponerlo para devolver el trono a su tía Placidia y al primo Valentiniano, o tal vez pretendía quedarse con él, restaurando así la unidad del Imperio. Escogió la primera alternativa: acompañó personalmente hasta Salónica a la augusta y al pequeño príncipe, otorgando a este último la púrpura y el título de cesar y confió los dos a un general de sangre bárbara, Ardaburio, y a su propio hijo Asper al frente de un cuerpo expedicionario.

Juan fue depuesto tras un reinado de dieciocho meses y llevado prisionero a Aquilea, donde Gala Placidia y su hijo se habían detenido. Le cortaron la mano derecha, fue llevado por las calles a lomos de un asno en una parodia de triunfo y, por fin, abandonado a la soldadesca, que lo linchó.

A finales de aquel mismo año 425, un cortejo imponente avanzó desde Rávena a Roma. Lo guiaba, de la mano de su madre, el pequeño Valentiniano que tenía entonces siete años. En el Capitolio, revistió la púrpura, se coronó con la diadema y el pueblo lo aclamó como augusto.