XXIX. EL EMBROLLO DE LAS «DONACIONES»
Con el Edicto de Milán del año 313, el emperador Constantino había reconocido a los cristianos la libertad de culto. Este gesto no había sido dictado por la fe, sino por la razón de Estado. Era el primer paso hacia el «cesaropapismo», esto es, los esponsales, en la persona del emperador, del poder temporal y del espiritual. A la hora de la muerte, Constantino renunció a la religión pagana, en la que había vivido, pero no abjuró las ideas que habían guiado su acción política y que sus sucesores, los basileis bizantinos, adoptaron y reforzaron. Había sido el primer «Emperador-Papa». La única autoridad que consideraba superior a la suya era la de Dios, y solo porque, al no creer en él, no temía su competencia. Había designado personalmente a los obispos, a quienes, también libremente, deponía y excomulgaba. Fijaba el dogma y la liturgia. Convocó el gran concilio de Nicea y lo presidió. En vida de Constantino, la Iglesia fue un instrumento de su voluntad.
A esto, que es la Historia, se superpuso la leyenda que ha llegado a nosotros con el nombre de «Donación de Constantino», una fábula infantil de cinco mil palabras, compilada, si no personalmente por el Papa Esteban, sí a instancias de este, y adornada con milagros, anacronismos y mentiras.
En el año 314, según el anónimo escritor, un sacerdote llamado Silvestre fue consagrado Papa, que entonces no era más que «obispo de Roma», sin primacía alguna sobre los demás obispos. La urbe estaba aquellos días aterrorizada por un dragón maloliente que con el hedor de su aliento exterminaba a sus habitantes. Vivía el monstruo en una caverna a los pies de la roca Tarpeya, a la que se llegaba por medio de una escalera de trescientos sesenta y cinco peldaños. La ciudad era presa del pánico. Nadie se atrevía a enfrentarse con el dragón, hasta que el Papa se adentró desarmado en la guarida del monstruo y lo capturó.
Al cabo de unos días, según la leyenda, la urbe sufrió una calamidad mucho más grave: el emperador Constantino había decretado la persecución contra los cristianos. El mismo Silvestre se vio obligado a huir y refugiarse en una gruta cerca del monte Soratte. Allí le llegó la noticia de que el emperador había caído enfermo de lepra. Los médicos de la corte estaban desesperados. Ningún cuidado era suficiente. Nada conseguía aplacar los sufrimientos de Constantino, a cuya cabecera fueron convocados los más grandes magos del Imperio, que le ordenaron sumergirse en una tinaja llena de sangre obtenida de vientres de niños recién nacidos. El remedio era atroz, y Constantino lo rechazó.
Aquella misma noche se le presentaron en sueños los santos Pedro y Pablo, que le hablaron de Silvestre. El emperador, creyendo que se trataba de un médico, mandó buscarlo. El pontífice acudió a su cabecera y le suministró los primeros rudimentos de la fe. Constantino, que se sintió mejor de inmediato, pidió otras enseñanzas. Después de una breve penitencia con un cilicio, fue bautizado. La ceremonia se realizó en el palacio lateranense. El emperador vistió la túnica blanca de los catecúmenos y después entró en una pila de agua, de la que salió completamente curado. Las llagas que cubrían su cuerpo desaparecieron; las úlceras cicatrizaron; de inmediato revocó el decreto de persecución y el cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio. Comenzaron a surgir nuevas iglesias, a expensas del Estado, y el mismo emperador puso personalmente la primera piedra de alguna.
Un día Constantino, siempre según la leyenda, recibió desde Bitinia una carta de su mujer Elena. En ella la emperatriz escribía que la verdadera religión no era la cristiana, sino la hebrea, y lo invitaba a adoptarla. Constantino convocó al Papa y al rabino. Los tres conversaron largamente, pero, al no conseguir ponerse de acuerdo, decidieron recurrir al juicio de Dios. El emperador ordenó entonces que llevaran ante ellos un toro. El primero en acercarse al animal fue el rabino, que le susurró al oído un versículo de la Biblia. El toro cayó a tierra como fulminado y todos se admiraron del milagro. Cuando le tocó el turno, Silvestre se acercó a la víctima y pronunció el nombre de Cristo. Inmediatamente, el toro muerto irguió la cola, se levantó y salió huyendo. El emperador, trastornado por el prodigio, abandonó la urbe y emprendió viaje a Oriente donde fundó la ciudad a la que dio su nombre. Al enterarse de ello, Elena se refugió en Jerusalén.
Antes de embarcar y en prueba de gratitud, Constantino donó a Silvestre Italia y el Imperio de Occidente. Fue parte de los honorarios más abundantes que enfermo alguno haya pagado a su médico jamás. La cuenta fue sucesivamente saldada con el imperial reconocimiento de la supremacía del obispo de Roma sobre los patriarcas de Alejandría, Antioquía, Jerusalén y Constantinopla. El pontífice obtuvo también las insignias de basileus, el manto de púrpura, el cetro y la escolta a caballo. Esto le confería automáticamente la potestad temporal sobre el Imperio de Occidente y lo independizaba del Oriental. El clero fue equiparado al Senado y autorizado a cubrir sus cabalgaduras con gualdrapas blancas. El acto de donación fue depuesto personalmente por el mismo emperador sobre la tumba de san Pedro.
Esta colosal mixtificación de las relaciones entre Silvestre y Constantino, sostenida durante siglos por los historiadores de la Iglesia, hubo de esperar al Renacimiento, es decir, a un mínimo de libertad de pensamiento y de imprenta, para ser desenmascarada. En efecto, solo en el año 1440 el humanista Lorenzo Valla demostró de manera clamorosa la falsedad del documento que en 757 había divulgado Esteban a fin de sustraer la Iglesia al cesaropapismo bizantino para salvaguardarla del carolingio y legalizar un poder temporal usurpado en nombre de Cristo.
En la Europa de los siglos oscuros, sin embargo, la fábula gozaba de amplio crédito, nadie se atrevía a ponerla en tela de juicio y hasta el mismo Pipino es probable que creyese en ella.