XXVII. LOS FRANCOS
Reanudemos el hilo de nuestro relato. En la primavera del año 539, la llanura del Po había sido desbordada por una horda de guerreros rubios muy feroces. Numerosos poblados fueron arrasados, las iglesias quemadas, y los habitantes, asesinados. Era como si hubiesen vuelto los tiempos de Atila y de Alarico. En Italia, desde hacía cuatro años, los longobardos y los bizantinos se debatían en una guerra que duró tres décadas y convirtió la península en un cementerio. El aluvión que desde la otra parte de los Alpes se precipitó sobre las verdes llanuras del norte agigantó el desastre, pero refluyó casi de inmediato, después de una epidemia de tifus que diezmó a los invasores.
Estos eran originarios del bajo Rin, donde en el siglo IV habían constituido una federación de tribus a las que dieron un jefe y una ley, que era la del más fuerte. Se llamaban francos, por sus venas fluía sangre germana y se habían establecido en la parte septentrional de la Galia, que desde entonces cambió el nombre y se llamó, por ellos, Francia. De vez en cuando se coaligaban y ponían en común los propios recursos, que eran pocos, y su ferocidad, que era mucha, para saquear y devastar las tierras de los vecinos. Más a menudo peleaban entre sí por una mata de hierba o un rebaño de cabras. Hasta que los dos grupos más poderosos, el de los salios y el de los ripuarios, sobresalieron por encima de los otros y los redujeron bajo su dominio.
A mediados del siglo V, los salios ocupaban una vasta extensión que comprendía Bélgica, Artois y Picardía. Los ripuarios se habían establecido en el valle del Mosela. El año 481, los salios proclamaron rey a un muchacho llamado Clodoveo (Clovis en francés, nombre del que quizá derive Louis y el español Luis). Sucedía a su padre Childerico, hijo de un tal Meroveo, que había dado su nombre a la dinastía de los merovingios.
Clodoveo fue un guerrero osado y sagaz. Los salios necesitaban espacio. Para conquistarlo, invadieron el territorio comprendido entre el Marne y el Sena. Entraron victoriosos en París, de allí se extendieron a la Isla de Francia y guerrearon con los alamanes, que estaban situados en el alto valle del Rin, y que fueron un hueso duro de roer. Para domarlos, Clodoveo empleó cinco años. Los Anales Eclesiásticos cuentan que venció porque renegó de la fe pagana en la que había sido educado, para abrazar la cristiana. El día de Navidad del año 496, Clodoveo vistió la túnica blanca de los catecúmenos y recibió el bautismo con todo su pueblo en la basílica de Reims.
Entre los germanos, los francos fueron los primeros en abrazar el catolicismo. Convertido en el campeón bárbaro de la ortodoxia, Clodoveo sometió sucesivamente a los burgundios, los visigodos y los ripuarios. A comienzos del siglo VI controlaba un territorio que se extendía desde el Atlántico al Rin. En el año 508, el emperador Anastasio le confirió la dignidad de cónsul. El año 511, cuando solo tenía cuarenta y seis, Clodoveo murió en París, rodeado de sus pretorianos. La Iglesia lo definió como «el más cristiano de los reyes de Francia». La historia fue menos indulgente.
A la muerte de su fundador, el reino franco pasó a manos de sus hijos. No tenían estos el genio del padre, de quien solo habían heredado la barbarie. Se asesinaron los unos a los otros. Delitos, traiciones, guerras civiles, destrozaron al Estado. En 613, el nieto de Clodoveo, Clotario, reunificó el reino y ensanchó sus confines. Con él nacía Francia, que comprendía Austrasia, entre el Mosa y el Rin; Neustria, que correspondía a la Francia occidental, al norte del Loira; Aquitania, entre el Loira y el Garona, y Borgoña, en el valle del Ródano.
La de 539 fue la primera, pero no la última de las invasiones francas del norte de Italia. Otras dos veces, en 576 y 590, la llanura padana fue invadida por los ejércitos merovingios. Los longobardos, que se habían convertido en nuevos dueños de la península, los expulsaron con graves pérdidas, persiguiéndolos hasta más allá de sus fronteras. A finales del siglo VI, Agilulfo estipuló con los francos un pacto de no agresión. La tregua duró ciento cincuenta años. Cuando Provenza fue amenazada por los árabes, los merovingios llamaron en su ayuda a los longobardos. Liutprando cruzó los Alpes Marítimos y derrotó a los musulmanes.
El recurso a las armas longobardas era una señal de la crisis en que se debatía la monarquía franca desde la muerte de Clotario. Sus sucesores, con pocas excepciones, gobernaron mal. Más aún, en los últimos tiempos, conservando la corona, pero abdicando el poder, que pasó a manos de los primeros ministros, los llamados «mayordomos de palacio», no gobernaron en absoluto y se ganaron el mote de reyes holgazanes. Pocas dinastías cayeron más bajo que la merovingia. El historiador inglés Hodgkin calculó que los reyes francos, desde Dagoberto a Childerico III, vivieron por término medio veintisiete años. Uno llegó hasta los cincuenta, pero apenas reinó un lustro, al cabo del cual fue desterrado. Casi todos ellos fueron víctimas de los placeres de la mesa o de la alcoba. Al parecer, ninguno murió en el campo de batalla. Destronado de hecho, aunque no en teoría, por el mayordomo de palacio, el rey holgazán vivía lejos de la vida pública, en modestas fincas, rodeado de concubinas, parásitos y esclavos. Eran estos los únicos súbditos a los que daba órdenes y por los que era obedecido. Raras veces iba a la corte, y eso solo en las grandes ocasiones. El medio de transporte de que se servía en sus traslados era un tosco carro arrastrado por una pareja de bueyes. Un criado lo levantaba y lo instalaba sobre el carro. Le seguía un grupo de siervos y cortesanas.
El mayordomo de palacio no fue una característica de la monarquía merovingia. Anidaba también en las cortes de los reyes ostrogodos, burgundios y longobardos. Pero solo en la monarquía franca logró adueñarse del poder y derribar a quienes legítimamente, aunque sin dignidad, lo tenían. Al principio, su competencia se limitaba a la administración del tesoro público, que se identificaba con el del rey. Su poder creció cuando el monarca le confió el encargo de proveer a la distribución de la propiedad. En el siglo VII no circulaba el dinero. La economía se fundaba en los intercambios de productos y el «quinto», o quinta parte, correspondiente a los soldados, se pagaba en tierras. Los generales más valerosos se convirtieron así en los más ricos latifundistas. El mayordomo de palacio podía, sin embargo, revocar en cualquier momento las concesiones. Y este hecho lo colocaba en situación de manejar a quienes gozaban de tal beneficio.
El año 622, el rey Dagoberto designó mayordomo de palacio a un tal Pipino, que pertenecía a una rica familia austrasiana y era un hombre listo y valeroso. Cuando murió, le sucedió su hijo Grimoaldo. Con él, el cargo de mayordomo se hizo hereditario en la familia de los pipínidas, como se llamaron desde entonces los sucesores del primer jefe de la familia. No podemos hacer aquí una historia completa de todos los mayordomos de palacio francos, pero sí debemos recordar a uno de ellos, Carlos, hijo de Pipino de Heristal y de una concubina llamada Alpaida. Cuando nació, la comadrona, mostrándolo al padre, exclamó: «¡Es un varón!». «Varón», en el idioma franco de entonces, se decía Karl. Y Pipino, radiante, contestó: «Pues lo llamaré Karl».
Carlos, a quien sus contemporáneos llamaron Martel —«martillo»— por su fuerza hercúlea, unió su nombre y el de los pipínidas a uno de los acontecimientos decisivos en la historia de Europa, la derrota de los musulmanes en Poitiers, una aldea al sur del Loira. Corría el año 732. El emir de al-Andalus, Abd al-Rahman, había incluido hacía tiempo en sus planes la conquista de Francia. Con la península Ibérica, debía entrar a formar parte de una suerte de Commonwealth árabe. La onda islámica, de la que más tarde hablaremos, había sumergido Oriente Próximo y la costa mediterránea de África e Hispania, se había transformado en marea y amenazaba con arrasar Europa. Carlos Martel vio el peligro y acudió a contrarrestarlo. Alistó un gran ejército, al que se unieron frisios, sajones, alamanes. Atravesó el Loira y salió al encuentro de los invasores. Fue un choque tremendo. Los francos sufrieron graves pérdidas, pero los árabes fueron aniquilados. Siglo y medio después, Paulo Diácono escribió que los sarracenos habían dejado en el campo de batalla trescientos setenta y cinco mil cadáveres, mientras que Carlos perdió en total mil quinientos hombres. Naturalmente, estas cifras son falsas, pues Paulo Diácono era el historiador oficial de los francos, pero la fecha de la batalla de Poitiers, 732, es importante porque señaló el término de la guerra santa emprendida por Mahoma para la conquista del mundo cristiano. De haber sido derrotados los francos, Europa entera hablaría hoy el árabe, leería el Corán y sus habitantes varones tendrían al menos un par de esposas.
Carlos Martel pasó sus últimos años atormentado por los achaques. En 741, el Papa le pidió que acudiera en ayuda de la Iglesia, amenazada por Liutprando. El pontífice acompañó el llamamiento con numerosos dones, entre ellos las cadenas de san Pedro y las llaves de su sepulcro. El rey aceptó los dones, pero rechazó el llamamiento, porque las relaciones entre francos y longobardos eran excelentes en aquel momento.
Fue Carlos un gobernante religioso, pero no un beato. Favoreció la evangelización de los germanos a ambas partes del Rin, hizo derribar los ídolos paganos y persiguió a los que no querían convertirse. Separó la Iglesia del Estado. Ordenó que los diezmos se entregaran a este y no a aquella, como hasta entonces se había hecho, y fue excomulgado. El arzobispo Hincmar cuenta que san Euquerio, durante uno de sus numerosos viajes de ultratumba, vio a Carlos hundido en el infierno al que había sido condenado por los abusos perpetrados contra sus enemigos. Eran estos los bienhechores de la Iglesia a la que habían ligado los ricos patrimonios que el mayordomo franco había confiscado a favor del Estado. Pero el biógrafo del santo ignoraba que Euquerio había muerto tres años antes que Carlos.
Carlos Martel dejó dos hijos: Carlomán y Pipino. Cuando el padre murió, Carlomán tenía treinta años. Era un hombre ascético e impulsivo. Pipino, llamado el Breve por su baja estatura, era tres años más joven y tenía un carácter dócil y bonachón. El reino fue repartido así entre los dos: Carlomán obtuvo Austrasia y Pipino Neustria, Borgoña y Provenza. En realidad, los dos gobernaron sobre sus respectivos territorios como mayordomos de palacio. Los reyes merovingios seguían siendo holgazanes, pero aún ceñían la corona. En el año 746, Carlomán decidió retirarse a un convento. El año siguiente, acompañado de un nutrido séquito de nobles, se puso en camino rumbo a Italia, hacia Montecassino. Antes quiso detenerse en Roma. El Papa salió a su encuentro y lo bendijo. Después lo guió hasta la tumba de san Pedro, donde Carlomán depositó una copa de plata de treinta kilos a modo de ofrenda. El pontífice le cortó el cabello y le puso el sayal benedictino. En Monte Soratte, el hijo de Carlos fundó un monasterio en honor del Papa Silvestre. Después se trasladó a Montecassino.
En Francia, Pipino había quedado como árbitro de la situación. Todos los poderes del Estado estaban concentrados ahora en sus manos, aunque oficialmente correspondían al holgazán de turno, el inepto y enfermizo Childerico III. Los tiempos habían madurado lo bastante para derribar la dinastía reducida ya a una casa de enfermos. Pipino lo hizo sin esfuerzo alguno e invocó al Papa para que legitimara el gesto. Las relaciones entre el mayordomo y el pontífice eran cordiales. Pipino sabía que sobre Roma pendía la espada de Damocles de los longobardos. El Papa Zacarías, por su parte, no ignoraba que solo el crisma oficial de la Iglesia podía consagrar una usurpación haciéndola pasar por un acto de la providencia. Se llegó fácilmente a un acuerdo. Pipino envió al pontífice un mensaje en el que formulaba a Zacarías la siguiente pregunta: «¿Quién es rey? ¿Quién posee el título pero no ejerce el poder, o quién ejerce el poder pero no posee el título?». El Papa contestó: «Rey es aquel que manda». Pocos días después, Pipino fue coronado rey de los francos por el obispo de Soissons, Bonifacio. Childerico fue rapado y encerrado en un monasterio.