XLI. LOS REYEZUELOS DE ITALIA
Los últimos longobardos habían gobernado bien la península. Se habían dado una ley que distaba de ser la romana, desde luego, pero tampoco era ya aquella ley de la selva en que habían vivido hasta los tiempos de Alboino. Repudiaron a Arrio y se convirtieron al catolicismo. Redujeron a servidumbre a los vencidos, pero después se mezclaron con ellos. No habían creado una cultura, pero comenzaron a asimilar la latina.
Los francos eran más bárbaros que los longobardos, sus reyes eran analfabetos y no conocían otro arte que el de la guerra. A Italia llegaron más como conquistadores que como colonizadores, para servir al Papa. La gobernaron desde lejos a través de condes, marqueses y missi dominici. Dejaron a los longobardos los ducados de Spoleto y Benevento sobre los que vigilaba el pontífice, armado con la excomunión. Por lo demás, ni Carlomagno ni sus sucesores se preocuparon demasiado por lo que sucedía en el sur. Su horizonte se detenía en Roma. Como no tenían una ley, respetaron la longobarda y la romana. Conservaron el guidrigildo, es decir, la pena pecuniaria, y limitaron la faida, o sea la venganza privada, al estupro, el rapto y el adulterio. La mayoría de condes eran francos, pero también los había longobardos. Tenían amplios poderes, de los que a menudo abusaban y convocaban dietas en las que intervenían obispos y abades que, sustraídos a la jurisdicción civil, eran llamados inmunes. Sus criterios administrativos estaban recogidos en los capitulares, especie de estatutos que contenían normas jurídicas y sancionaban las penas para los contraventores. Por ejemplo, las monjas que practicaban el adulterio eran castigadas con la expulsión y la confiscación de bienes, y los notarios que no acudían a la cabecera de un enfermo que quería hacer testamento eran multados. Si un hombre caía en esclavitud, la mujer y los hijos tenían el derecho a permanecer libres, etcétera.
Bajo los francos, las condiciones económicas de los italianos mejoraron. Carlomagno no reclamó aquel tercio de tierra que Teodorico y Alboino habían reivindicado y confiscado. Al contrario, reconoció los latifundios longobardos y no expropió una sola finca. Favoreció a los intermediarios y fomentó la pequeña propiedad. Los cronistas de la época refieren que durante doscientos años no hubo ninguna hambruna en Italia.
En el año 887, cuando fue depuesto Carlos el Gordo, último emperador carolingio, la península era un mosaico de pequeños estados. El más extenso era, al norte, el Reino de Italia, que comprendía la Liguria, la Lombardía, la Emilia y parte del Véneto y la Toscana, y cuyo título correspondía, por derecho, al emperador. Cuando murió Pipino, que fue el primero en ceñir su corona, pasó a Bernardo, que después fue depuesto por Ludovico Pío, al cual sucedió Lotario. En el año 854 fue coronado rey de Italia Luis II. En 875, subió al trono de Pavía Carlos el Calvo; en 877 Carlomán, y en 879 Carlos el Gordo, con quien se extinguió la dinastía carolingia, sin gloria alguna.
Italia fue entonces presa de la anarquía, botín de los diversos condes, marqueses y duques, entre los que la habían repartido y arrendado los reyes francos y longobardos.
Mientras había un emperador, los grandes señores representaban su autoridad, aunque solo fuera nominalmente, pero ahora que el emperador había desaparecido, solo se representaban a sí mismos y a sus propias ambiciones. Cada uno de ellos, por pequeño que fuese, aspiraba a la corona de Italia, que había quedado sin su titular imperial. Intrigaban, corrompían, se dejaban corromper, alistaban ejércitos y combatían entre sí con frenesí.
Pero ¿cómo era posible conducir a la unidad a un país que en tres siglos había sufrido otras tantas invasiones que lo habían devastado, reducido a barbarie y convertido en plaza de armas? La unidad política supone una unidad civil, lingüística, étnica y religiosa.
En el norte de Italia estaban los francos, de origen germano; en el centro, los romanos, y en el sur, los bizantinos; el ducado de Benevento se hallaba en manos de los longobardos, católicos y germanos como los francos, y bastante celosos de su propia autonomía; Sicilia se había convertido en posesión musulmana sin relación alguna con el continente, ni quería tenerla. Era independiente también del califa y dominaba el Mediterráneo mediante la piratería.
Ninguno de aquellos potentados pensaba en renunciar a su soberanía, sino que todos ellos anhelaban quedarse con la del prójimo. Para unificar Italia, no solo faltaba la fusión de las diversas poblaciones, sino que había otros dos grandes obstáculos. Ante todo, no existía un concepto de patria. Solo había el de ducado, formado bajo los longobardos, y el de condado o marquesado, desarrollado con los francos. Además, una idea, para difundirse, necesita escuelas, caminos y una sociedad abierta. La medieval era, en cambio, una sociedad cerrada, sin comunicaciones ni salidas al exterior. El otro escollo lo constituía la Iglesia, que hasta el año 1870, y aun después, ha visto siempre en la unidad de Italia y en un Estado laico una amenaza al propio poder temporal y un freno al abuso del espiritual.
En el año 888, del caos en que se había precipitado el reino de Italia después del derrumbamiento de la dinastía carolingia, surgieron dos figuras, Berengario, marqués del Friuli, y Guido, duque de Spoleto. Berengario era sobrino, por parte de su madre, de Ludovico Pío, y por sus venas corría sangre franca. Guido estaba lejanamente emparentado con los carolingios. Cuando la corona imperial cayó de las sienes de Carlos el Gordo, Guido corrió a Francia para recogerla, pero volvió con las manos vacías, mientras Berengario ceñía en Pavía la de Italia y se hacía aclamar rey por los condes longobardos. El duque de Spoleto se negó a reconocerlo y después de haberle opuesto los margraves de Lombardía, marchó con un gran ejército hacia Brescia donde, en 889, Berengario fue vencido y puesto en fuga. Después de la victoria, Guido convocó en Pavía un sínodo en el que participaron los obispos de la Italia del norte, que lo proclamaron rey a cambio del reconocimiento de sus dominios y de sus inmunidades eclesiásticas.
Berengario, que entretanto se había refugiado en Pavía, en connivencia con el Papa Formoso se aliaba con Arnolfo, rey de Carintia, y lo invitaba a ir a Italia y destronar a su rival Guido. En 893, Arnolfo cruzó los Alpes e invadió la llanura del Po, sembrando la desolación y el pánico entre sus habitantes. Pero el rey de Carintia sufría de reumatismo y el clima húmedo de Lombardía se lo agudizó. Ni siquiera fue a Roma, a ver al Papa, que lo había invitado, y pocas semanas después regresó a Alemania, entre otras causas, porque una grave epidemia había estallado entre sus tropas y las había diezmado. Casi al mismo tiempo, después de una hemorragia, moría Guido, después de haber asociado al trono a su hijo Lamberto, que se hizo coronar en San Pedro por Formoso. En el verano de 895, el pontífice, en manos del bando de Spoleto, que mandaba en la urbe, dirigió un nuevo llamamiento al rey de Carintia que, a pesar de su reumatismo, regresó a Italia y marchó sobre Roma, donde el «emperador de Spoleto», como era llamado Lamberto en son de burla por sus enemigos, había reunido lo mejor de su ejército y hecho aprisionar al Papa, que lo había traicionado.
La urbe fue asediada. Después de unos días, no pudiendo asaltarla, Arnolfo exigió a los romanos que se rindieran, pero ellos le contestaron con burlas e insultos. Se cuenta que una mañana el rey de Carintia, al ver una liebre que corría hacia la ciudad, desenvainó la espada y se lanzó en su persecución. Los soldados, creyendo que aquello era una seña de ataque, partieron al asalto, armados de escalas sobre las que se encaramaron y lograron vencer la muralla, después de haber hundido sus puertas a hachazos y de haber abatido con el ariete la de San Pancracio, que era la más fuerte. Arnolfo entró triunfante en la urbe, montado en un magnífico caballo blanco, pero, según refieren los cronistas de entonces, enfadado y ceñudo por no haber conseguido capturar la liebre. De inmediato se dirigió al castillo de Sant’Angelo y liberó al Papa, que había sido encerrado allí. Después fue a San Pedro y el Papa Formoso lo coronó emperador. Al cabo de quince días, dejando en Roma una reducida guarnición, avanzó sobre Spoleto, pero en el camino le asaltó un mal repentino, que los historiadores han atribuido a excesos de alcoba. En efecto, Arnolfo tenía numerosas amantes y se había sentido enfermo entre los brazos de una de ellas. No murió, pero se vio obligado a regresar precipitadamente a Carintia, porque el invierno estaba a la vista.
Lamberto, que quedaba dueño de la situación, acordó la paz con Berengario y partió hacia Pavía, donde una mañana cayó del caballo y se rompió la cabeza. Expiró poco después sin haber recobrado el conocimiento, pero alguien atribuyó su muerte a una copa de veneno. Berengario, informado de lo ocurrido, dejó Verona, donde se había encerrado, marchó a Pavía y convocó una dieta de obispos y condes, que lo proclamaron rey de Italia.
Aún no se había extinguido el eco del acontecimiento, cuando en agosto del año 899 unos cuantos miles de mercenarios húngaros invadieron Italia del norte, devastándola.
Eran restos de la horda de Atila, que en primavera y en otoño vagaban por Europa sembrando el terror entre sus habitantes y arrasando sus tierras. Berengario les salió al encuentro a orillas del río Brenta, con un ejército compuesto incluso por toscanos, que fueron los primeros en escapar. Los magiares arrollaron a los italianos, y los pocos de estos que se salvaron se refugiaron, con el rey a la cabeza, en Pavía.
Berengario había perdido la cara, como suele decirse, y sus grandes electores decidieron deponerlo y dar la corona de Italia al joven rey de Provenza, Ludovico, descendiente también, por parte de madre, de Carlomagno. Berengario fue privado del marquesado friulano y obligado a buscar asilo en Baviera, donde de inmediato comenzó a tramar su regreso a la patria. Envió agentes secretos a Italia para propalar la noticia de su muerte y ponerse de acuerdo con el obispo de Verona, donde Ludovico se había establecido. A finales del año 905, con un puñado de hombres, se dirigió a aquella ciudad y con la complicidad de algunos sacerdotes consiguió coger por sorpresa a Ludovico que, viéndose perdido, se refugió en una iglesia. Sacado de ella, fue cegado y enviado de nuevo a Provenza.
Berengario volvió a ser dueño de la situación, pero tuvo que esperar diez años para ver la corona imperial en sus sienes. Los margraves de la Italia central lo habían reconocido, pero los longobardos, celosos de su poder, se alzaron en armas contra él y una vez más pidieron la intervención de un extranjero, el rey de Borgoña, Rodolfo. En Firenzuola, cerca de Piacenza, los ejércitos de Berengario y de Rodolfo se encontraron en una sangrienta batalla, en la que los borgoñones vencieron a los friulianos. El mismo Berengario se salvó milagrosamente de la carnicería. Se escondió debajo de su escudo en un montón de cadáveres y al caer la noche huyó y fue a refugiarse en Verona.
Rodolfo no tuvo siquiera tiempo de gozar los frutos de la victoria, porque fue reclamado a su patria por intrigas de familia.
Antes de partir, nombró lugarteniente a su cuñado, contra quien Berengario lanzó cinco mil mercenarios húngaros que cayeron sobre Pavía, capital del reino de Italia, cuya corona había ceñido Rodolfo, y la arrasaron después de asesinar a sus habitantes, incluidas las mujeres, a las que abrieron en canal, y a los niños, a los que degollaron.
Berengario fue señalado por sus enemigos y expuesto al repudio de los italianos, y se organizó una conjura para asesinarlo. Una mañana de abril de 924, mientras asistía a misa en una iglesia de Verona, fue apuñalado por la espalda. Había sido un hombre gazmoño, inteligente y violento.
Algunos historiadores y cierta retórica nacionalista han hecho de él un campeón de la unidad de Italia. En realidad no fue más que uno de tantos tiranuelos que gobernaron en aquel período la península, quizá más ambicioso y decidido que los demás.
Rodolfo perdió la corona por culpa de su amante Ermengarda, viuda del marqués de Ivrea, mujer de extraordinaria belleza, maestra en el arte de la intriga y de la seducción. Los contemporáneos la compararon con Helena y Cleopatra, y quienes la conocieron quedaron prendados. Incluso dos Papas se habían enamorado locamente de ella, y al no ser correspondidos habían llegado a excomulgarla. Ermengarda quería desposeer del trono a Rodolfo y elevar a su hermanastro Hugo de Provenza, por el que, al parecer, sentía una cierta debilidad. Cuando se enteró de esa alianza, el pobre Rodolfo, ciego de celos, perdió la cabeza y fue conducido de nuevo a su patria. El arzobispo de Milán, Lamberto, uno de los personajes más influyentes de Lombardía, llamó entonces a Italia a Hugo, que fue coronado rey en Pavía. El pontífice, que había caldeado la elección, lo bendijo e invocó su protección contra el partido de una tal Marozia que presumía de influencia en la urbe y amenazaba con deponerlo.
Corría el año 926.