XVIII. JUSTINIANO

No podemos hacer aquí la historia detallada de Bizancio, pues escapa a los límites de la obra. Hablaremos solo del protagonista de los episodios que más afectan a Italia y a Europa: Justiniano.

Había nacido el año 482 en Skopie, Macedonia, en el seno de una familia de pastores de ovejas. Macedonia era entonces, y sigue siéndolo, una de las regiones más pobres de Grecia, cubierta de matorrales y llena de montes, patria de pastores agrestes, duros e ignorantes. Pero Justiniano fue distinto de sus compatriotas. Creció débil y enfermizo, pero con una gran voluntad de estudiar. Quien lo llamó a Bizancio fue su tío Justino, que había realizado una buena carrera en los ejércitos de Anastasio y no tenía hijos. El viejo soldado era un hombre grosero y vulgar. No sabía leer ni escribir, pero sabía muy bien echar sus cuentas. Hizo estudiar al sobrino y le dio la instrucción que a él le faltaba. Cuando Justiniano se doctoró en leyes, Justino lo hizo su secretario y lo adoptó como hijo. No se sabe qué intervención tuvo en la subida al trono del tío que, a la muerte de Anastasio, más bien usurpó que ocupó su puesto; pero algún papel desempeñó, desde luego, porque apenas coronado emperador, Justino lo hizo cónsul. Justiniano, que entonces tenía treinta y ocho años, festejó el acontecimiento distribuyendo entre el pueblo dinero y trigo, y organizando en el anfiteatro un gran espectáculo en el que participaron veinte leones, treinta panteras y un centenar de otras bestias feroces.

Su influencia en la corte era cada vez mayor. En poco tiempo se convirtió en la eminencia gris. Las damas se lo disputaban, pero sin éxito. Justiniano era un hombre tímido, casto, de mediana estatura, cabello negro y rizado y con la cara siempre bien rasurada. No bebía, no comía carne, respetaba las vigilias y se sometía a largos ayunos. Era bastante madrugador y empezaba a trabajar al amanecer. Muy entrada la noche, sus ventanas aún estaban iluminadas y él permanecía sumergido en la lectura de Platón, Aristóteles y san Agustín. Justino, chocheando ya por la edad y los achaques, se pasaba los días poniéndose cataplasmas en una pierna enrojecida por la gangrena a raíz de una herida recibida en la guerra. En abril del año 527, cuatro meses antes de morir, el emperador llamó a su sobrino a su cabecera y le anunció que había decidido asociarlo al trono. Fue una investidura puramente formal, porque las riendas del poder ya hacía bastante tiempo que estaban de hecho en sus manos.

El mismo día en que el patriarca le confirió las insignias imperiales, Justiniano contraía matrimonio. La mujer era una antigua prostituta. Se llamaba Teodora y era hija de un domador de osos. Procopio dice que era bellísima, pero no es verdad. Tenía las piernas más bien cortas, las caderas robustas, el seno demasiado abundante y anémico el color de la piel. Sin embargo, los ojos negros y vivaces, y el cabello negro la hacían tan sexy como para despertar incluso los perezosos sentidos de Justiniano. Este, al parecer, era todavía virgen a los cuarenta años, cuando la encontró en la mesé, que era la Vía Véneto[14] de Bizancio. Desde aquel día, es decir, desde aquella noche, ella se convirtió en su amante y él en su prisionero. No pudiendo alojarla en palacio, hizo construir para Teodora una graciosa garçonniére en uno de los barrios residenciales de la capital a donde, una vez al día, iba a buscarla. Constantinopla era una ciudad chismosa e indiscreta. Al cabo de veinticuatro horas, las relaciones de Justiniano y Teodora fueron del dominio público. No se hablaba de otra cosa en los salones de la alta sociedad. Damas, cuya reputación no era, desde luego, mejor que la de Teodora, gritaron escandalizadas. Pero Justiniano fingió no oírlas, aunque la misma Eufemia, mujer de Justino, que había sido su esclava, tronase contra Teodora. En cuanto al emperador, no pareció desaprobar la decisión de su sobrino de casarse con una mujer de la calle. Al contrario, esta fue probablemente la última satisfacción que Justiniano le dio antes de bajar a la tumba, lo que ocurrió en agosto del año 527.

Al revés de lo ocurrido a la muerte de Anastasio, la desaparición de Justino no fue seguida por ningún desorden. El cambio de poderes había sido preparado a tiempo y la elección recibió las habituales manifestaciones de entusiasmo y homenaje por parte del Senado, el clero y la plebe, por más que el nuevo emperador fuera bastante impopular. Teodora fue proclamada emperatriz reinante y Bizancio pasó una esponja sobre su pasado. En los salones mundanos, su nombre empezó a ser pronunciado con respeto. La más exagerada adulación se difundió por las calles de Constantinopla y en la corte. Con la púrpura sobre los hombros y la corona en la cabeza, la antigua ramera parecía una reina de nacimiento. Procopio, que la conoció bien y al parecer estuvo perdidamente enamorado de ella, cuenta que desde el día del famoso encuentro siempre fue fiel a su marido, a pesar de que Justiniano vivía sumergido hasta el cuello en los asuntos de Estado.

El basileus y la basilissa no se parecían mucho. Justiniano era ortodoxo, ascético y solitario, en tanto que Teodora, por el contrario, era una mujer extrovertida; amaba el lujo y la buena mesa y sentía debilidad por los herejes monofisitas [15]. Se pasaba en el lecho la mayor parte del día y, después de abundantes libaciones, se concedía siestas que a menudo se prolongaban hasta el anochecer. No se sabe cuándo se hacían el amor, con unos horarios tan disociados.

Bajo Justino, que había sido un hombre inculto y descuidado, Bizancio perdió su categoría. Justiniano se la restituyó. Reformó el protocolo y dictó un ceremonial austero. Se proclamó sagrado a sí mismo y pretendió que quienes le rindieran homenaje se inclinaran y le besaran el borde del manto de púrpura y los dedos de los pies.

El reinado de Justiniano fue bastante tranquilo. Solo una vez amenazó con venirse abajo. Justino había muerto cinco años antes. La subida de su sobrino al trono provocó un fuerte descontento del que se hicieron portavoces las facciones de los «Verdes» y los «Azules» del hipódromo. El año 532, Justiniano hizo arrestar a algunos agitadores de ambas facciones. Estalló la guerra civil. Los insurgentes, a los que se habían unido algunos senadores, provocaron disturbios callejeros, asaltaron las cárceles, liberaron a los presos y prendieron fuego al palacio imperial. Justiniano, sorprendido por la revuelta mientras estaba abstraído en la lectura de san Agustín, perdió la cabeza. Se encerró en sus habitaciones y ordenó a Teodora que hiciera preparar una nave para la fuga. Pero la emperatriz convocó a un joven general, Belisario, y le ordenó que reprimiera la revuelta. Belisario reunió la guardia de palacio y la dispuso a la entrada del hipódromo, donde se habían dado cita treinta mil insurgentes. A una señal suya, los soldados irrumpieron en el recinto y dieron muerte a la totalidad de los rebeldes. El trono se había salvado.

Desde niño, las leyes habían sido la pasión de Justiniano. Las reunidas por Teodosio casi un siglo antes, en el código que lleva su nombre, resultaban una mezcolanza de normas, entre las cuales era imposible orientarse. También habían cambiado los tiempos, la administración era más compleja y para funcionar necesitaba normas claras, simples y uniformes. Los romanos habían conquistado el mundo con las legiones, pero lo mantuvieron unido con los códigos.

El año 528 Justiniano decidió la reforma de la vieja legislación. Nombró una comisión de expertos y colocó al frente de ella al cuestor Triboniano, un jurista eminente, famoso por su venalidad. La comisión se puso enseguida manos a la obra y al cabo de un año publicó el Codex constitutionum, una colección de cuatro mil quinientas leyes. En 533 salieron las Pandectae, que recogían las opiniones de los más grandes juristas romanos, y las Institutiones, especie de «manual» de derecho para estudiantes.

El código justiniano, o Corpus iuris civilis, como se le llamó, se abre con una invocación a la Santísima Trinidad y la afirmación del primado ecuménico, es decir, universal, de la Iglesia, que solo recibe órdenes del emperador. El código prohíbe a los eclesiásticos hacer especulaciones financieras y tomar parte en juegos públicos o espectáculos teatrales. Condena a muerte y a la confiscación de bienes a los herejes. Anima la manumisión de los esclavos, pero consiente a los padres necesitados que vendan sus propios hijos y obliga a los que han cultivado una parcela de tierra durante treinta años a permanecer atados a la propiedad hasta el fin de sus días.

Bajo la influencia de Teodora, Justiniano mejoró las condiciones de la mujer. El adulterio dejó de ser un delito capital, como en los tiempos de Constantino. El marido traicionado podía matar al amante de la mujer, pero solamente si, tras haberla advertido tres veces, la sorprendía en su casa o en un lugar público con el rival. El que mantenía relaciones con una viuda o una doncella pagaba una multa. Se toleraban las casas públicas. En cambio, el delito de homosexualidad era castigado con la tortura, la mutilación y la muerte.

El código favorecía los legados y donaciones a la Iglesia, cuyas propiedades eran inalienables. Esto consintió al clero acumular un patrimonio que a través de los siglos fue haciéndose cada vez más importante. Numerosos capítulos del código estaban dedicados a la administración de justicia. Solo un alto magistrado estaba autorizado a dar una orden de captura. Entre el arresto y el proceso, que se celebraba en presencia de un juez designado por el emperador, no podía transcurrir demasiado tiempo. Al imputado se le permitía escoger un abogado, pero este solo podía defenderlo si estaba convencido de su inocencia. Aunque las penas eran severas, el juez tenía la facultad de reconocer atenuantes para las mujeres, los menores y quienes violaran la ley en estado de embriaguez. A los agentes del fisco que se dejaban sobornar se les amputaban las manos. Esta mutilación constituía una práctica habitual, lo mismo que la de la nariz y el cuello. También se consentía en cegar al culpable, suplicio al que eran sometidos especialmente los usurpadores. De todas maneras, las penas capitales más usadas eran la decapitación para los libres y la crucifixión para los esclavos. A los desertores se les reservaba un trato especial, y a los brujos se les condenaba a la hoguera.

El código es, al mismo tiempo, un modelo de espíritu cristiano y un documento de barbarie y superstición. A él, y a sus horrores, debe Justiniano su gloria.

El gran legislador fue un mal político y un pésimo administrador. En realidad, nunca como en su reinado las finanzas bizantinas fueron tan alegres. Afectado de manía de grandeza, vació las arcas del Estado, que había encontrado llenas, y redujo a la extrema necesidad a las provincias para construir iglesias, conventos y monumentos. A la capital afluyeron decenas de miles de campesinos en busca de trabajo. En pocos años, la banlieue de Bizancio se transformó en un gigantesco barrio de chabolas hambriento y sucio.

En cuanto a la gloria militar, Justiniano la debe a un avisado general que volvió a colocar bajo su soberanía a Italia y el norte de África. El emperador no tuvo otro mérito que el de saber escogerlo. Desde luego, no es poco.