XXIII. LA IGLESIA Y LAS HEREJÍAS

Con la Pragmática sanción, como ya hemos dicho, Justiniano había delegado en los obispos los poderes que hasta entonces habían sido ejercidos por los prefectos. Pero no se trataba de una revolución, sino solo del reconocimiento y legalización de una situación ya existente. A falta de un Estado, la Iglesia asume las funciones de aquel. Se convierte así en protagonista de la historia tanto espiritual como política de nuestro país, y nos obliga a estudiar un poco mejor su organización, aun a costa de tener que dar un paso atrás.

Las primeras ecclesiae, o comunidades de fieles, no habían sido otra cosa que células, más o menos parecidas a las que tenían los comunistas. Estaban esparcidas por todas partes, en todas las ciudades del Imperio a las que había llegado la palabra de los apóstoles. Al frente de cada comunidad había un presbítero, es decir, un sacerdote, libremente elegido por la pequeña asamblea de fieles. Para ayudarlo se designó a los diáconos, subdiáconos, acólitos y exorcistas, a quienes se confiaba el cuidado de los obsesos y de los epilépticos. Ninguna de estas funciones constituía una carrera. En las primeras ecclesiae, cada uno intervenía con su acción voluntaria y gratuitamente. A latere, por decirlo así, de los diáconos, estaban las diaconisas, algo así como las damas de San Vicente o el Ejército de Salvación. Se encargaban de los pobres y enfermos y sus cuadros estaban integrados sobre todo por viudas.

Al principio, las ecclesiae no tuvieron entre ellas relaciones jerárquicas. El presbítero respondía de su propia conducta solamente ante Dios y los fieles que lo habían elegido. Esto garantizaba una perfecta democracia, pero no constituía una organización. La necesidad de una organización verdadera empezó a sentirse con la difusión capilar y masiva del cristianismo en las provincias del Imperio. Al multiplicarse las ecclesiae, los varios presbíteros en cada ciudad acabaron por elegir un episcopo, un obispo encargado de coordinar sus acciones. En el siglo IV empezaron a aparecer los primeros arzobispos, metropolitas y primados, que eran los supervisores de los obispos de una provincia, hasta que en cinco ciudades, Roma, Constantinopla, Antioquía, Jerusalén y Alejandría, fue instalado un patriarca. El de Roma fue llamado Papa. Pero el título era usado también por otros muchos obispos. El Papa de Roma lo era por ser obispo de Roma, elegido, como los demás, por el clero y el pueblo de la ciudad.

A petición de un arzobispo, todos los obispos de una provincia se reunían en un concilio, que por ello se llamó provincial. Cuando acudían a él todos los obispos de Oriente o todos los de Occidente, tomaba el nombre de plenario. Si reunía tanto a unos como a otros, se llamaba general o ecuménico, y sus decisiones eran obligatorias para todos los cristianos. De esta unidad procedió para la Iglesia el nombre de católica, que significa universal. Desde el principio se estableció que los presbíteros debían tener treinta años de edad como mínimo y los obispos los cincuenta.

Los cristianos de los comienzos cumplían sus ritos en casas solitarias o en subterráneos. La santa misa, que hoy se celebra regularmente por las mañanas, entonces era oficiada por la noche. La función religiosa se iniciaba con la lectura de los textos sagrados. Seguían la predicación, la homilía del presbítero, el canto de los salmos y la oración de los fieles. Como sello de la ceremonia, se intercambiaba el beso de la paz. Esta costumbre se convirtió pronto en causa de ingratos desviacionismos, a fuerza de ser demasiado grata. Para salir al paso del peligro, se recomendó a los fieles que al besarse tuvieran la boca cerrada, pero como la recomendación se eludía la mayor parte de las veces, el beso de la paz fue suprimido.

La comunión era administrada con pan y vino. El uso de la hostia consagrada fue introducido más tarde. El cáliz con el vino era común y se repartía entre todos. Solo los bautizados podían recibir la comunión. El bautismo, que en griego quiere decir «inmersión», fue tomado por los cristianos de los hebreos, que a su vez lo habían recibido de los egipcios. En los tiempos apostólicos era a los adultos a quienes se bautizaba. Jesucristo, que nunca bautizó a nadie, fue bautizado por Juan el Bautista a la edad de treinta años. En el siglo II se empezó a administrar este sacramento a los niños, ocho días después del nacimiento. El que moría antes era condenado al limbo, una especie de infierno mitigado. En el siglo III se impuso de nuevo la costumbre de la inmersión en el baño sagrado antes de morir. Se temía, de hecho, que el bautismo lavara los pecados solo una vez. El emperador Juliano, en su Sátira de los Césares, puso en boca de Constanzo, hijo de Constantino, estas palabras: «Quien se sienta culpable de estupro, de asesinato, de robo, de sacrilegio y de todos los delitos más abominables, cuando sea lavado por mí con esta agua, quedará puro y limpio».

Como el bautismo por inmersión podía producir reacciones desagradables en niños, viejos y enfermos, fue sustituido por la simple aspersión, una salpicadura de agua bendita. La innovación provocó bastantes murmuraciones. El obispo de Cartago, Cipriano, se escandalizó hasta el punto de declarar que los que habían sido bautizados por aspersión poseían un grado de gracia infinitamente inferior al de quienes habían sido sumergidos tres veces en el baño sagrado.

En cuanto a la confesión, que los hebreos practicaban a golpes de salmos y látigo, los cristianos se limitaban a acompañarla por un cierto número de oraciones. Pública durante todo el siglo IV y en épocas anteriores, se decidió que fuese secreta en tiempos de Teodosio, cuando una mujer se acusó ante millares de fieles de haberse acostado el día anterior con el diácono que en ese momento estaba confesándola. En Occidente, la confesión de los propios pecados a un sacerdote fue introducida en el siglo VII. Antes también era posible confesarse entre seglares. En los conventos, las abadesas recibían la confesión de sus monjas con tanta indiscreción que los obispos se vieron obligados a retirarles esta facultad. Durante cierto tiempo se impuso la costumbre de proporcionar a los cristianos un certificado de confesión, una especie de recibo al portador que debía exhibir ante el sacerdote en el momento de la comunión.

Durante la celebración de la misa revestía gran importancia el sermón, seguido por los fieles con huracanes de aplausos o tempestades de silbidos. En la iglesia podía hablar en público todo el mundo, menos las mujeres. A los catecúmenos se les prohibía asistir a la parte central de la celebración eucarística. Solo después de tres años de instrucción religiosa, y tras haber ingerido una mezcla de leche y miel, que era el alimento de los recién nacidos, se convertían en miembros de derecho de la ecclesia.

La fiesta semanal de los cristianos era el domingo. El miércoles y el viernes eran días de abstinencia o de ayuno. Pascua y Pentecostés fueron, durante algunos siglos, las únicas fiestas anuales. Después de Constantino se empezó a celebrar también la Epifanía.

Las costumbres cristianas en la edad apostólica eran un modelo de santidad. La Iglesia condenaba la magia, la astrología y las artes adivinatorias. El aborto y el infanticidio, que los romanos practicaban con pagana desenvoltura, fueron abolidos y execrados. Se denunció, ignoramos con qué resultado, la prostitución, que hasta entonces era considerada como el único desahogo a la monogamia; asimismo fueron duramente condenados el adulterio y la pederastia, y en contrapartida se recomendaba fervorosamente la virginidad. El célibe era considerado más cristiano que el que contraía matrimonio. En los primeros siglos, los sacerdotes, como hoy los pastores protestantes, tenían libertad para tomar esposa. En el año 306, un canon del sínodo de Elvira prohibió a los eclesiásticos contraer matrimonio, so pena de destitución. Pero en la práctica dicha prohibición siguió siendo letra muerta.

Se condenaba el excesivo cuidado del propio cuerpo y se consideraba indecente la costumbre de llevar pendientes, pintarse los ojos, teñirse el cabello y usar peluca. Para la Iglesia, el maquillaje no era solo un instrumento de seducción y lujuria, sino también de reproche a Dios, como si no hubiese dotado a sus criaturas de suficientes atractivos.

Con especial severidad eran juzgados los deportes y los juegos de azar. En cambio, se admitía la gimnasia, la caza y la pesca. Se ponían dificultades a los matrimonios mixtos, y el divorcio solo se concedía a petición de la mujer, si esta era pagana. Se toleraba la esclavitud. Los romanos condenaban a ella a la mujer libre que se casara con su siervo. El cristiano Constantino modificó esta costumbre haciendo ajusticiar a la mujer y quemar al marido. La carrera eclesiástica estaba prohibida a los esclavos, pero los libertos podían llegar a ella fácilmente.

En el siglo IV los sacerdotes, siguiendo el ejemplo de algunas órdenes monásticas, adoptaron la tonsura. En los tiempos más antiguos, el vestido de los eclesiásticos no era distinto del de los seglares. Durante la misa, los sacerdotes vestían la común túnica romana. A finales del siglo III se impuso a los sacerdotes el uso de un hábito litúrgico fijo. De la túnica derivó la clámide, en general de color blanco. El anillo y el báculo se convirtieron en insignias de los obispos. En el año 325, el concilio de Nicea prohibió a los párrocos tener en sus casas a mujeres jóvenes. Se fundaron los primeros seminarios. La organización eclesiástica se perfeccionó. Se crearon nuevos oficios, entre los más importantes el de enterrador. También en el siglo IV se difundió el culto de las imágenes y el tráfico de reliquias. En Occidente, las damas de la aristocracia acogieron en su séquito, como directores espirituales y administradores patrimoniales, a clérigos y monjes.

La teoría de que san Pedro, al fundar en Roma la primera ecclesia, había pretendido atribuirle un primado, comenzó a desarrollarse en el siglo V. Hasta entonces, su obispo había conservado la misma categoría y los mismos atributos de las otras cuatro sedes patriarcales: Alejandría, Antioquía, Constantinopla y Jerusalén. Solo el concilio de Calcedonia, en el año 381, lo reconoció, con no poca oposición, primus inter pares. En el siglo VI, esta supremacía, que ya ejercía de hecho en Occidente, fue consagrada con el título de pontífice, es decir, de sucesor de Pedro, vicario de Cristo y jefe ecuménico de la Iglesia.

A esta organización, sin embargo, no se llegó sin dificultades. Precisamente porque tendía a la unidad y al mando único, la Iglesia hubo de vérselas con las tendencias centrífugas del cristianismo fomentadas por la primitiva dispersión de las ecclesiae. Para ponerse al frente de todas ellas, tuvo por fuerza que poner un poco de agua en el vino de la tolerancia que había reclamado y de la que se había aprovechado frente al Estado pagano para crecer y prosperar, pero que podía minar su cohesión ahora que había vencido. Tal es, en parte, el destino de todas las religiones. Piden para sí la libertad de organizarse, en nombre de unos principios laicos, y después, una vez organizadas, niegan esta misma libertad a los demás, en nombre de los propios dogmas.

Estas fuerzas centrífugas fueron las herejías, que empezaron a manifestarse en el momento mismo en que los presbíteros, es decir, los simples sacerdotes, se impusieron a los obispos. Estas herejías presentaron, de inmediato, dos aspectos: uno, teológico, y el otro político, secretamente ligados entre sí. En la práctica, era el nacionalismo lo que renacía a través de ellas. El pretexto solía ser un modo distinto de concebir a Dios y de interpretar las sagradas Escrituras. Y quien lo proclamaba tal vez miraba solo esto, como ciertamente fue el caso de Arrio. Pero las fuerzas que actuaban en lo más profundo y las transformaban en verdaderas rebeliones, eran las de la revuelta contra el poder central, a favor de los autogobiernos locales. En Oriente, la Iglesia se había convertido en un instrumento del Estado, y en Occidente lo estaba sustituyendo. En uno y otro caso era, para los nacionalismos, el enemigo al que había que derrotar. Así, los donatistas[18] luchaban para sustraer África de la influencia de Roma y los monofisitas para liberar Siria y Egipto de Constantinopla.

No podemos seguir aquí el desarrollo de esta lucha contra las innumerables sectas que pulularon en este primer período, como los apolinaristas, los priscilianistas, los sabelianos, los macedonianos, los mesalinos, etc. Este capítulo forma parte de la historia de la Iglesia a la que remitimos al lector que sienta deseos de informarse. Pero entre esos desviacionismos, como hoy se les llamaría, hubo uno que influyó profundamente en la vida italiana y hasta estuvo a punto de cambiar su curso: el de Arrio.

Arrio era un predicador de la Alejandría del siglo IV, que había rechazado la consustancialidad, es decir, la identidad de Jesucristo con Dios. El obispo de quien dependía lo excomulgó, pero Arrio siguió predicando y haciendo adeptos. El emperador Constantino, que había fundado la nueva capital del Imperio en Oriente y trataba de ejercer sobre la Iglesia un alto patrocinio, llamó a los dos litigantes para intentar que se pusieran de acuerdo. Pero el intento fracasó. El conflicto se había hecho más profundo. Por lo tanto, para acabar con una discusión que podía poner en peligro la unidad de la Iglesia católica, no había más remedio que convocar un concilio ecuménico, que se celebró en Nicea, cerca de Nicomedia.

El Papa Silvestre I, viejo y enfermo, estaba incapacitado para intervenir. Contra su acusador Atanasio, Arrio se defendió con honestidad y valor. Era un hombre sincero, pobre y melancólico, que creía en sus propias ideas. De los trescientos dieciocho obispos que se habían reunido para juzgarlos, solo dos lo sostuvieron hasta el fin y fueron excomulgados con él. Pero, evidentemente, había otros muchos que, sin valor para decirlo, pensaban como Arrio y siguieron predicando sus tesis, aun después de la condena. Uno de ellos fue Eusebio, y ya hemos dicho la importancia que este tuvo como maestro de Ulfilas, el arriano cristianizador de los pueblos bárbaros.

Aún no habían pasado cuatro siglos desde la fundación de la primera ecclesia de Pedro, cuando ya todo el mundo cristiano era presa de convulsiones. En África, Donato, contemporáneo de Arrio, proclamaba que los sacramentos administrados por sacerdotes que se hubieran manchado con algún pecado, no eran válidos. Condenado, contó de inmediato con una secta de fanáticos que plantearon sobre la discusión teológica una revuelta nacional y social: la de los circunceliones o pequeños ladrones vagabundos. Entre un saqueo y un robo común de pollos, predicaban la pobreza y la igualdad, y cuando se encontraban con un carro tirado por esclavos, ponían a estos dentro del vehículo, obligando después al amo a tirar de él. Si el amo se resistía, lo cegaban llenándole los ojos de arena o lo mataban, naturalmente, siempre en nombre de Jesucristo. Si, en cambio, les tocaba morir a ellos, lo hacían alegremente, seguros de volar al paraíso. Más aún, a tal punto llegó su fanatismo que empezaron a detener las caravanas militares suplicando a los soldados que los mataran. Morían cantando y riendo, entre las llamas de la hoguera o arrojándose desde lo alto de precipicios.

En Oriente, Nestorio puso en duda la virginidad de María, sosteniendo que no había sido la madre de un Dios sino de un hombre que tenía, ciertamente, algo de divino, pero mezclado con otros valores humanos. Nestorio buscaba el martirio, pero en cambio la Iglesia le dio un puesto de obispo en Constantinopla. El arzobispo de Alejandría, Cirilo, escribió sobre ello en términos indignados al Papa Celestino I. Este convocó un concilio plenario en Roma, que situó a Nestorio entre la dimisión o la deposición. Nestorio rechazó ambas soluciones, de manera que hizo falta un concilio ecuménico, que tuvo lugar en Éfeso, para excomulgarlo. El hereje, confinado en Antioquía, siguió agitando y predicando. El emperador lo hizo deportar a un oasis en el desierto libio. Al cabo de unos años se arrepintió y volvió a llamarlo. Pero los mensajeros lo encontraron moribundo, vigilado por algunos fieles que, después de enterrarlo, emigraron a Siria, construyeron allí iglesias dedicadas a su mártir y tradujeron a la lengua local la Biblia y las obras de Aristóteles, preparando así el fundamento de la cultura musulmana que más tarde se implantaría allí y que recibiría la influencia de dichas obras. Perseguidos de nuevo por el emperador Zenón, se refugiaron en Persia y desde allí se esparcieron hasta la India y China, donde todavía sobreviven sus sectas en guerra contra la Mariolatría, es decir, el culto de María.

Pero el problema de la naturaleza de Jesús seguía alimentando sectas y herejías. El monje Eutiques sostenía que Jesús solo poseía una naturaleza divina. Flaviano, el patriarca de Constantinopla, convocó un concilio para excomulgarlo. Eutiques apeló a los obispos de Alejandría y de Roma. Hubo que convocar otro concilio, esta vez en Éfeso, donde, por odio a Constantinopla, el clero egipcio defendió al acusado y atacó con tanta violencia a Flaviano que este acabó muriendo. El Papa León I, el de Atila, ya se había manifestado a favor del patriarca. Indignado por lo ocurrido, fulminó al sínodo de Éfeso, llamándolo «sínodo de los ladrones» y convocó otro en Calcedonia, que reconoció la doble naturaleza de Jesús y volvió a excomulgar a Eutiques. El clero de Siria y Egipto rechazó el veredicto y adoptó la herejía monofisita del excomulgado. Un obispo ortodoxo enviado a Alejandría para restaurar el orden fue linchado por la muchedumbre en la catedral el día de Viernes Santo. El monofisismo se convirtió en la religión nacional de los cristianos de aquellos dos países y se propagó a Armenia. Como de costumbre, servía sobre todo para cubrir un movimiento de independencia con respecto a Constantinopla.