XLIII. LOS OTONES
Cuando Hugo volvió a Lombardía, la encontró sumida en el caos. Muchos condes se habían sublevado contra él y se proponían destronarlo para colocar en su lugar al marqués de Ivrea, Berengario. Hugo consiguió hacer entrar en razón a los contrarios y recuperar las riendas de la situación. Al ver cómo se ponían las cosas, Berengario huyó con el rey de Alemania, Otón.
El reino de Alemania, o Germania, había nacido del reparto de Verdún, que prácticamente había desintegrado la herencia de Carlomagno, y comprendía Sajonia, Franconia, Suabia y Baviera, a las que después se incorporó Lotaringia. Era un melting-pot de lenguas, leyes y costumbres bastante dispares. Los sajones, que habían sido los más irreducibles enemigos de los francos y de los últimos en convertirse al cristianismo, ocupaban la zona norte de la Germania comprendida entre el Elba y el Rin, y los bávaros, que eran los más civilizados, la del sur, entre el Rin y el Danubio medio. A comienzos del año 900, Sajonia, Franconia, Suabia y Baviera, así como Lotaringia, estaban gobernadas por sendos duques. Originariamente, estos eran designados por el rey franco y su título no era hereditario. Lo fue después del desmembramiento del Imperio carolingio.
En 911, el duque de Franconia, Conrado, fue elegido rey de Alemania. Cuando murió en 918, la corona pasó al duque de Sajonia, Enrique I, llamado el Pajarero por su pasión por la caza. El obispo de Maguncia le propuso consagrarlo emperador, pero Enrique contestó que no era digno de semejante honor y declinó la oferta. Se acordaba de los emperadores francos y no quería seguir su ejemplo. Murió en el año 936, después de haber nombrado sucesor a su primogénito Otón. Este tenía veinticuatro años, era rubio y corpulento, estaba dotado de una bella voz, le gustaba la vida al aire libre, era un excelente nadador y, a diferencia del padre, un buen católico. Fue coronado rey en Aquisgrán por el arzobispo Hildebrando en presencia de los duques.
Cuando Berengario se refugió en sus estados, corría el año 941. En 945, llegó a la corte de Otón la noticia de que los condes longobardos se habían rebelado de nuevo contra Hugo y que las horas del rey de Italia estaban contadas. Berengario se dirigió a Milán con un pequeño ejército de sajones. Cuando llegó allí, se encontró con el hijo de Hugo, Lotario, quien en nombre del padre le pidió que le dejara la corona de Italia. Berengario, que aún no se sentía lo bastante fuerte para oponérsele, accedió. Hugo, cansado y lleno de achaques, volvió a Provenza, donde poco después murió en los brazos de una camarera a consecuencia de una indigestión de higos secos. En noviembre de 950 moría en Turín su hijo Lotario, a consecuencia de una copa de veneno que le dio Berengario, quien el 15 de diciembre del mismo año se hizo coronar rey de Italia, con su hijo Adalberto.
Lotario no solo había dejado la corona, sino también una esposa. Se llamaba Adelaida y era una mujer bellísima. Antes de casarse con Lotario había sido amante de Hugo, su futuro suegro, que al parecer siguió siéndolo después. Cuando Lotario murió, Adalberto pidió su mano, pero Adelaida se la negó. Entonces él hizo que la encerraran en una torre a orillas del lago de Garda, de donde, una noche, con la complicidad de la guardia, ella escapó, dirigiéndose a Canossa. Desde allí hizo un llamamiento a Otón para que acudiera a Italia y liberase la península de sus opresores Berengario y Adalberto.
El rey de Germania no conocía a Adelaida, pero había oído hablar de su belleza. Era soltero y su madre deseaba casarlo. Adelaida, por su parte, era viuda y se sentía muy sola. A últimos de 951, Otón cruzó los Alpes, marchó sobre Canossa, liberó a Adelaida, la condujo a Pavía y se casó con ella. Después envió a Roma al obispo de Maguncia con el encargo de concluir una alianza con el Papa, pero Alberico no lo dejó siquiera entrar en la ciudad.
En 952, Otón regresó a Alemania después de haber nombrado a Conrado, duque de Lotaringia, su vicario en Italia. En una Dieta convocada en Augusta, puso la corona de Italia en las sienes de Berengario, que la ciñó como vasallo suyo y marchó a Rávena. En Roma, la coronación del marqués de Ivrea fue acogida favorablemente. Desde que Alberico se convirtiera en su amo y señor, la urbe había sido refugio de todas las borrascas que habían alborotado al resto de Italia, sobre todo del norte, y la habían ensangrentado. En 954, después de veintidós años de reinado, el hijo de Marozia murió de disentería. Hacía pocos días que ante el altar de San Pedro había hecho jurar a los nobles romanos que cuando Agapito II muriera elegirían Papa a su hijo Octaviano. Agapito murió poco más tarde y no faltó quien hablara de veneno.
Al reunir en sus manos el poder espiritual de Agapito y el temporal de Alberico, Octaviano, que subía al solio con el nombre de Juan XII, instauró en Roma una aristocracia en plena regla. Había nacido en Alda y tenía apenas dieciséis años. Se trataba de un joven sensual y turbulento. Sus lugares preferidos eran la taberna y el burdel. Bajo su administración, el Vaticano no difirió mucho de tales lugares. Al cuidado de las almas anteponía el de los cuerpos, especialmente femeninos; a las procesiones, las partidas de caza; y al canto de los salmos, el juego de dados. Los mejores nombres de la nobleza romana eran sus compañeros de correrías. No había dama, y dicen los maliciosos que tampoco gentilhombre, que no hubiera sido huésped de su alcoba. Cuando, ebrio, se levantaba de la mesa, iba a las cuadras y, brindando a los dioses paganos, consagraba diáconos y obispos y celebraba la misa.
De su padre y de su abuela Marozia había heredado la ambición, pero no las cualidades para satisfacerla. Organizó una expedición contra Capua y Benevento, pero fue arrollado por los ejércitos salernitanos que acudían en ayuda de los amenazados ducados. Se enfrentó a Berengario, que amenazaba a la Emilia y la Romana, pertenecientes a la Iglesia, y trataba de anexionárselas. En el año 960 ofreció al rey de Alemania la corona imperial y lo invitó a Roma.
Al año siguiente, Otón cruzó los Alpes con un gran ejército y avanzó sobre Pavía, donde pasó la Navidad. Después siguió su camino hacia la urbe. Los romanos, que detestaban a los extranjeros, lo acogieron con frialdad. Los pretorianos lo acompañaban a todas partes por temor a que alguien lo asesinara. En la basílica de San Pedro, antes de arrodillarse a los pies del altar, recomendó al conde Ansfredo, que estaba a su lado, que le guardara las espaldas mientras inclinaba la cabeza para recibir la corona. Ansfredo contestó que durante la ceremonia también él tenía que inclinar la cabeza para orar. Replicó Otón que no era ese el momento de orar y le ordenó que llevara su mano a la espada y vigilara la cabeza de su rey, que corría el peligro de perderla.
Al terminar la ceremonia, juró no meterse en los asuntos de la Iglesia y prometió restituir al pontífice los territorios que Pipino y Carlomagno le habían dado y que los reyezuelos de Italia le habían arrebatado. Juan XII insistió en su fidelidad y la de los romanos al emperador. Era el término de aquella libertad, tan semejante a la licencia y la anarquía, de la que había gozado la urbe con Alberico.
El 14 de febrero de 962, Otón salió de Roma y el Papa Juan volvió a sus placeres. Ordenó la reapertura de los lupanares que la presencia del emperador había aconsejado cerrar. Volvieron a la circulación las prostitutas que habían sido ocultadas en los conventos. Cuenta un cronista de la época que salieron de ellos más de las que habían entrado. Ninguna mujer romana se atrevía a aventurarse por las calles de la ciudad, en cuyas esquinas estaban apostados los alcahuetes del Papa, dispuestos a raptar a las mujeres que fueran solas y llevarlas al Vaticano. Juan contaba con un harén bien nutrido y era bastante pródigo con sus concubinas. Las colmaba de dones y las mantenía a expensas de San Pedro, entonces reducido al enlosado. Iglesias y edificios públicos, abandonados a la intemperie y a la incuria, caían literalmente en ruinas. Se derrumbaban los muros, los techos se venían abajo sobre los altares. Ni siquiera funcionaban los servicios higiénicos. Las cloacas estaban atascadas; el estiércol y otros residuos inmundos llenaban las calles emanando efluvios pestilentes.
En el otoño del año 963, mientras se disponía a hacer la guerra a Berengario, que se había rebelado, Otón recibió la noticia de que el Papa, aliado con Adalberto, estaba conspirando contra él. Salió hacia Roma de inmediato. Los romanos no solo no opusieron resistencia, sino que le abrieron las puertas de la ciudad y lo acogieron como a un libertador. Juan huyó en una carroza, con dos amantes y un cofre de joyas, y se refugió en un castillo del Lacio. El emperador proclamó que en el futuro ningún pontífice podría ser elegido sin su beneplácito. El 6 de noviembre del mismo año convocó un sínodo en San Pedro y pidió a los obispos que juzgaran al pontífice. Juan fue acusado en contumacia de homicidio, perjurio, profanación de iglesias e incesto. Un cardenal lo inculpó también de haber brindado al demonio, haber invocado a Júpiter y a Venus y haber jugado a los dados. Otón lo invitó a defenderse. El Papa lo hizo en una carta en la que excomulgaba a todos, empezando por el emperador. Este lo depuso y en su lugar instaló a un seglar, jefe de los archivos lateranenses, que tomó el hombre de León VIII. Era un hombre probo y discreto, por encima de cualquier bandería, todo lo opuesto a Juan, que descargó contra él el anatema.
El 3 de enero de 964, las campanas de Roma sonaron a rebato y los romanos se echaron a la calle para protestar contra Otón por nombrar un Papa sin contar con ellos. El emperador, que había enviado al norte el grueso de su ejército, fue salvado por un escuadrón de caballería que había mantenido consigo en el castillo de Sant’Angelo y que cargó contra los manifestantes haciendo una buena matanza. Una semana después, con cien rehenes, se puso en camino hacia Spoleto, donde Adalberto preparaba un ejército, y dejó en la urbe una reducida guarnición.
Apenas habían pasado dos días desde la salida de Otón, cuando los romanos volvieron a llamar a Juan. León se vio obligado a huir a Camerino, donde se había acuartelado el emperador. El hijo de Alberico fue acogido con grandes honores y llevado en triunfo por la plebe que lo amaba porque reconocía en él sus propios vicios. El 26 de febrero convocó en San Pedro un concilio que condenó al sínodo que lo había depuesto. Ordenó el arresto de los que habían elegido a León y los hizo mutilar horriblemente. Otros murieron en la cárcel, después de haber sido torturados. Las purgas cesaron el 14 de mayo, cuando Juan descendió al sepulcro. Acerca de su muerte hay varias versiones. Según unos, fue muerto por un marido traicionado que, habiéndolo descubierto en el lecho con su esposa le golpeó la cabeza con un bastón hasta matarlo. Según otros, murió de una trombosis.
El mismo día de sus funerales, los romanos aclamaron a su sucesor, un tal Benedicto[35], llamado el Gramático porque sentía una gran afición por Cicerón y por Séneca. Nunca se había metido en política y menos aún pensaba hacerlo ahora que era Papa. En la época de León había firmado la deposición de Juan y en la de Juan la de León.
Otón fue informado de su elección cuando se disponía a salir de Camerino hacia Roma. Llegó cerca de la ciudad al frente de su ejército, sediento de venganza. La sitió y bloqueó todos los caminos hasta que los habitantes, extenuados por el hambre, se rindieron y abandonaron a Benedicto a su merced. Otón reunió de inmediato un concilio en Letrán y llamó a los cardenales a juzgar al «antipapa», que se defendió llorando y abrazando las rodillas del emperador. León VIII le arrancó el palio y la tiara, le quitó el anillo y como castigo le obligó a echarse desnudo en tierra. Después, por intercesión del mismo Otón, volvió a consagrarlo diácono y lo desterró. En su lucha con la Iglesia, el Imperio había ganado el primer combate.
Otón salió de Roma en julio de 964. Casi un año después, León VIII murió. Esta vez, los romanos no se atrevieron a asignarle sucesor y enviaron una embajada al emperador para que fuese este quien lo nombrara. Fue elegido el hijo del obispo de Narni, Juan XIII, hombre muy erudito y de rica familia. Reinó poco tiempo. Los quirites no lo amaban y en diciembre de 965 lo encarcelaron. Otón se vio obligado a volver a Italia.
Cruzó los Alpes en el otoño del año 966, se detuvo un par de semanas en Lombardía para arreglar ciertas cuentas con el hijo de Berengario que aún no había depuesto las armas, y a finales de noviembre entró en Roma. Los rebeldes fueron detenidos y mutilados. Su jefe, un noble llamado Juan, fue cegado y colgado por la cabellera de la estatua ecuestre de Marco Aurelio, en el Capitolio.
Pasó así un día entero, durante el cual fue objeto del escarnio de los romanos, que lo cubrieron de insultos y de salivazos. Al bajarlo de allí, le cortaron la nariz y las orejas y lo montaron en un asno, con la cara vuelta hacia la cola que, adornada con una campanilla, le fue puesta entre las manos a manera de bridas. En la cabeza le colocaron un odre cubierto de plumas y en los pies dos ánforas llenas de estiércol.
De ese modo fue paseado por las calles de Roma, entre las burlas obscenas de sus habitantes.
Otón no perdonó ni a los muertos. Hizo desenterrar y arrojar fuera de las murallas los cadáveres de dos nobles, Rofredo y Esteban. El Papa que había participado en el macabro rito proclamó al emperador «Libertador de la Iglesia» y le impartió la bendición apostólica. Ni siquiera con Marozia y con Juan XII había descendido tanto la ciudad. El monje Soratte, que nos ha dejado la crónica de estos sucesos, evoca con nostalgia los tiempos en que la urbe, rodeada de murallas con sus seis mil ochocientas almenas, trescientos torreones y quince puertas, era «la reina del mundo».
La víspera de Navidad del año 967, Otón fue alcanzado en Roma por su hijo de catorce años, Otón II, a quien el Papa coronó emperador al día siguiente. El padre lo asoció en el trono y en 972 lo casó con la princesa griega Teofanía. Otón quería unificar Italia bajo la casa de Sajonia y esperaba, a través de este matrimonio, inducir a los bizantinos que aún quedaban a abandonar el sur.
El 14 de abril, Juan XIII celebró con gran pompa la boda en la basílica de San Pedro, en presencia de los nobles romanos y alemanes. Los quirites festejaron a la pareja y olvidaron el pasado. El vestido blanco de Teofanía resaltaba el color aceituna de su rostro y los largos cabellos negros, sujetos sobre la frente por una diadema de piedras preciosas. El marido, que apenas tenía diecisiete años, llevaba una clámide de púrpura sobre la túnica azul. Al costado le colgaba una espada de plata. Con la derecha empuñaba el cetro y en la izquierda llevaba el globo. En las sienes, la corona de hierro. Era un muchacho rubio, delicado, de estatura mediana y enfermizo. Al lado de Teofanía, más que el marido parecía un paje. Pocos días después, la familia imperial volvió a Alemania.
En los últimos tiempos, la salud del viejo Otón, que sufría de gota, había empeorado. Murió el 7 de mayo de 973, a los sesenta años. Pasó a la historia como el Carlomagno de Alemania, que se convirtió, bajo su mando, en el país más rico y el Estado más ordenado de Europa.
Otón II volvió a Italia en el otoño del año 980, llamado por el nuevo Papa, Benedicto VII, que los alemanes habían elegido y que los romanos querían deponer. Pasó la Navidad en Rávena y el día de Pascua de 981, acompañado por su madre Adelaida, la esposa, la hermana y un grupo de parientes, entró en Roma. La misma noche invitó a cenar a los enemigos del pontífice y, a los postres, los hizo estrangular. Su jefe, Crescendo, de la poderosa familia de los Tuscolo, consiguió huir al Mediodía, disfrazado con un sayal benedictino.
El emperador pensaba como su padre, en conquistar el sur de Italia y reunificar la península bajo la corona alemana. La esposa, a pesar de las promesas de sus hermanos Basilio y Constantino, que dominaban entonces en Bizancio, no había llevado como dote más que su belleza. Los griegos eran dueños de Campania y Calabria y no pensaban renunciar a ellas. Los musulmanes ocupaban Sicilia e infestaban las costas tirrénicas.
El 13 de julio de 982, Otón se encontró en Stilo con los sarracenos de Abul Kasem. El ejército alemán, en el que se habían alistado unos cuantos miles de italianos, fue literalmente aniquilado. Los pocos supervivientes, entre ellos el emperador, se refugiaron en Capua. En junio del año siguiente, Otón salió hacia Verona, donde convocó una Dieta extraordinaria y proclamó a su hijo Otón III, que apenas tenía tres años, rey de Alemania y de Italia. Después volvió a Roma donde, entretanto, había muerto Benedicto VII y los quirites alborotaban para darle un sucesor. En su lugar nombró a Juan XIV, ex canciller del Imperio, pero pocas semanas después murió inesperadamente cuando solo tenía veintiséis años. Antes de morir, en presencia de numerosos cardenales y obispos, se confesó. El cadáver del emperador fue encerrado en un bello sarcófago y depositado en las cuevas vaticanas. Muchos siglos después, Paulo V abrió el sarcófago, puso las cenizas del emperador en una urna de mármol y regaló aquel a su cocinero, que lo usó como olla.
Muerto Otón II, todo pasó a manos de su esposa, regente en nombre de su hijo Otón III. Teofanía era una mujer ambiciosa y autoritaria. En los gestos y en el carácter recordaba a la bizantina Teodora. Se comportó, según Gregorovius, como Imperatrix y aun como imperator, y los romanos se sometieron a ella. Convocaba asambleas, nombraba obispos, reunía sínodos. Viuda, no quiso volver a casarse a pesar de las presiones de los amigos. Iba a orar cada día sobre la tumba de Otón por cuya alma hacía celebrar cotidianamente misas de sufragio. Rodeábase de monjes y de santos, que por aquel entonces eran bastante numerosos en Roma. Murió en el año 991, de disentería. Debajo de su jergón se encontró un cilicio, el Salterio o libro de salmos y algunas reliquias de mártires robadas, según se dice, al pontífice.
Los romanos, con Juan Crescendo al frente, se sublevaron y Juan XIV se vio obligado a salir de Roma y pedir asilo a Hugo de Toscana, que llamó a Italia a Otón III. En la primavera del año 996 el emperador, que apenas había cumplido los catorce años, cruzó los Alpes. Los romanos le hicieron decir que no veían la hora de que llegara. Otón entró en la ciudad, cubierta de gallardetes y adornada festivamente, a lomos de un caballo blanco, cubierto con coraza de plata y con una corona de oro cuajada de pedrería en la cabeza. Llevaba a su lado a su primo de veintidós años, Bruno, que era también su confesor y que en mayo del mismo año, a la muerte de Juan XIV, asumió el papado con el nombre de Gregorio V. Fue el primer pontífice alemán. En dos siglos y medio entre cuarenta y siete papas, solo dos, Bonifacio VI y Juan XIV no habían nacido en la urbe o en el ducado romano.
La primera visita de Otón a Roma fue breve. Volvió casi de inmediato a Alemania después de haber desterrado a Crescencio y de haber dispersado a sus partidarios. Pero en cuanto se hubo marchado, Crescencio volvió a la ciudad, echó a Gregorio y lo sustituyó por un protegido suyo.
Otón, alarmado, abandonó otra vez Alemania, amenazada por los ejércitos eslavos, en dirección a Italia. En Pavía, Gregorio salió a su encuentro llorando y lo conminó a devolverle la tiara y expulsar al antipapa que los romanos habían colocado en su puesto. Furioso, el joven emperador ordenó al ejército que marchara sobre la urbe y la arrasara. Pero no fue necesario, porque sus habitantes depusieron las armas a la vista de los alemanes. Crescencio, abandonado a su suerte, se pertrechó en el castillo de Sant’Angelo, decidido a vender cara su vida.
Otón intentó durante varios días inútilmente conquistar la fortaleza. Los poderosos muros resistían cualquier asalto. Entonces hizo construir un colosal ariete, y por fin, el 29 de abril de 998 obligó a Crescencio a capitular. El rebelde fue condenado a muerte, decapitado y arrojado desde las almenas de la torre más alta. Después, el cadáver, magullado e irreconocible, fue colgado de un patíbulo erigido en lo alto del monte Mario, donde estuvo expuesto una semana al escarnio de los romanos. La mujer de Crescencio, Estefanía, fue sacada del castillo con su marido y conducida ante el emperador, en cuya amante se convirtió.
En noviembre, Otón, devorado por el remordimiento a causa del suplicio dado a Crescencio, descalzo y con un simple sayal encima, fue en peregrinación al Gargano, que era algo así como el monte Athos de los cristianos de Occidente. En la cima, el monje Adalberto, junto con otros religiosos, había montado algunas tiendas de campaña y transformado el desierto en lugar de penitencia. Otón colocó en el suelo la corona que llevaba oculta en un morral, y después estalló en sollozos y pidió al santo que volviera con él a Roma.
La urbe festejaba la muerte de Gregorio, abatido por un infarto mientras leía a los Padres de la Iglesia. Los romanos siempre lo habían detestado por avaro y extranjero. El dolor de Otón por la muerte de su amigo fue profundo y sincero. Llamó a sucederle a un monje de Aurillac, Gerberto, que había nacido en el sur de Francia, de una pobre familia de campesinos. Había cursado sus estudios en Reims. Más que por la teología, sentía pasión por las matemáticas y la filosofía, de la que fue maestro. Otón II lo había conocido en Italia y se sintió atraído por la amplitud de su cultura y la agudeza de su ingenio. Lo nombró abad de Bobbio y después lo llamó a Aquisgrán, donde lo convirtió en preceptor de su hijo. Llegado al trono, el ex discípulo lo consagró obispo de Rávena y, un año después, Papa.
Geberto accedió al trono de San Pedro en abril del año 999, con el nombre de Silvestre II y soñó con instaurar en Roma una teocracia. Adulaba al joven emperador diciéndole que era la reencarnación de Carlomagno y lo exhortaba a imitar las gestas de este.
La urbe, desgarrada por las luchas de facciones, por las intrigas del clero y los tumultos de la plebe, había traicionado su misión de caput mundi y ya no representaba nada. Pero su cielo no conocía las brumas que inficionaban las inhóspitas comarcas alemanas. Para Otón, que no gozaba de buena salud, el aire de Roma era benéfico. Cada vez que volvía a Sajonia enfermaba y lo invadía una angustiosa nostalgia de Italia. Se hacía llamar emperador de los romanos, cónsul y senador. De su madre había heredado todos los vicios de las satrapías bizantinas. Se vestía como el basileus, se rodeaba de eunucos, imponía a la corte la liturgia de un protocolo bastante complicado, comía a solas, sentado en su trono, y quería que fuesen los nobles romanos quienes le sirvieran. Gerberto le había enseñado el griego y el latín, que sustituyeron al alemán como idioma oficial del Imperio, y lo había atosigado con clásicos que el emperador citaba en todo momento y muchas veces inoportunamente. Para complacerle, los leían hasta los cocineros y camareros, que entre un plato y otro declamaban a Ovidio y Anacreonte. Se había mandado hacer diez coronas de metales y maderas preciosas y una de plumas de pavo real. Cuando iba al Capitolio vestía una túnica blanca, se bañaba en perfumes y se cubría de joyas como una matrona. Obligaba a inclinarse tres veces ante él, así como a besarle las plantas de los pies, las rodillas y la boca.
Solo el santo varón Adalberto estaba dispensado de estos homenajes. Es más, el emperador le besaba las manos cuando lo recibía y le llevaba el morral. Durante la cuaresma vestía un cilicio y se encerraba en una celda del convento de San Clemente, en compañía del obispo de Worms, Franco, que era un joven rubio y guapísimo. Salía de allí después de dos semanas, extenuado por las penitencias y los ayunos.
En enero del año 1001, el gobernador de Tívoli, Azzolino, fue asesinado por los habitantes sublevados contra los alemanes. Otón marchó contra la ciudad al frente de un reducido ejército y en veinticuatro horas la redujo a la obediencia. Antes de dejar la urbe, había prometido a los romanos la villa de Adriano que, como una joya había hecho incrustar el gran emperador en el corazón de Tívoli. Después se arrepintió y decidió conservarla para él. Los romanos, enfadados, subieron al Aventino y asediaron el palacio de Otón que, después de haberse atrincherado dentro, subió a la torre y, protegido por las almenas, arengó a los romanos. Los acusó de ingratitud y exaltó su amor a la ciudad, a la que había elevado a capital del Imperio. A continuación, con voz temblorosa, señaló con el dedo a los jefes de la revuelta. Inflamado por sus palabras, el pueblo se lanzó contra estos y los descuartizó.
Al cabo de unos días, estallaron nuevos tumultos. El emperador decidió abandonar la ciudad y refugiarse en el campo. La noche del 16 de febrero de 1001, a hurtadillas, en compañía del Papa, partió hacia Rávena, donde encontró alojamiento en el convento de Classe. En Roma, Gregorio de Tuscolo, sobrino del gran Alberico, se adueñó del poder con un golpe de mano y expulsó al partido alemán. En junio, después de unos meses de penitencia, Otón marchó a Roma, pero no logró entrar y regresó a Rávena a hacer oración.
Allí le llegó la noticia de que los alemanes estaban descontentos de él y querían deponerlo. Entonces partió nuevamente hacia Roma, pero en Viterbo tuvo un ataque de fiebres y murió entre los brazos de Gerberto, tras recibir la comunión. Tenía veintidós años.
Una leyenda cuenta que fue asesinado por Estefanía, que lo habría envuelto en una piel de ciervo bañada en veneno. El cadáver fue llevado a Aquisgrán, donde Otón siempre había deseado que lo enterraran, junto a Carlomagno. Fue un hombre inquieto y confuso, una mezcla de idealismo, misticismo y megalomanía. Los alemanes lo acusaron de haber traicionado a Alemania. Los romanos lo tacharon de déspota y le colocaron el apelativo de Stupor Mundi.