XXXVII. LA GRAN DIÁSPORA
La gran herencia de Mahoma fue el Corán, palabra que significa «lectura» o «discurso». A diferencia de la Biblia, es obra de un solo hombre, que no la escribió de propia mano y ni siquiera la dictó. Fue reconstruido de memoria por Abu Bakr y los otros «compañeros», que recordaban perfectamente lo que el profeta había dicho y recompusieron sus fragmentos en un manuscrito que fue definitivamente ordenado el año 651.
Pero se trataba de un orden muy relativo y solo formal. Los 114 capítulos o azoras de que está compuesto, aparecen en orden, no según su materia e importancia, sino según su longitud decreciente. Y dentro está todo, revuelto: afirmaciones de doctrina, reglas litúrgicas, consejos de economía, proclamas de victoria, denuncias de enemigos, apólogos y hasta anécdotas. Pero en compensación, hay, según los enterados, una maravillosa unidad de estilo, apasionado y poético, que en muchos pasajes recuerda a Isaías y hace de este libro el más puro, el más espléndido, el más deslumbrante de toda la literatura árabe.
La fuente de inspiración es la acostumbrada, es decir, la hebraica, de la que había partido también el cristianismo. En el punto fundamental, las tres religiones están de acuerdo: un Dios único y supremo, después de haber creado el mundo, lo guía, aunque a veces sea a través de los errores de los hombres, hacia la salvación final. El cristianismo había añadido que ese Dios se manifiesta en tres personas distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Igual que para los hebreos, también para los musulmanes esto es una herejía politeísta[29]. El Corán la discute con violencia y el Muecín desde lo alto del minarete, reafirma cada día: «¡Hay un solo Dios: Alá!».
No vamos a perdernos en cuestiones teológicas, que se salen de nuestra tarea. A nosotros solo nos interesa ver cómo y por qué el islam consiguió hacer de unos pocos y dispersos nómadas sin historia, primero una nación, después un imperio mundial y continuar representando una de las grandes potencias de la tierra.
Mahoma fue el primer árabe que superó la concepción tribal. Antes de él, cada tribu era una unidad que constituía una especie de tosco Estado por propia cuenta y con su propia religión, encarnada en un ídolo de la Kaaba. Al derribarlos a todos y proclamar que había un solo Dios, Alá, Mahoma fundó el Estado nacional. Dijo y consiguió, que es lo que importaba más, hacer creer que los musulmanes forman una «hermandad» que exigía renunciar a las luchas intestinas. Los efectos prácticos y políticos de esto no se hicieron esperar: las endémicas guerras de razzia dejaron de desangrar a Arabia. Pero hubo, además, otro efecto. El Profeta había dicho que Alá era, no solo el Dios de los árabes, sino el de todos. Por lo tanto, sus seguidores tenían el deber de llevar su Verbo a todo el mundo y convertir a cuanta gente pudieran. Pero no es verdad que el Corán animara a exterminar a quienes ofrecían resistencia. «Trata a los no creyentes con cortesía», dice. «Si te vuelven la espalda, sigue predicándoles sin ofenderlos». Este impulso de proselitismo fue tanto más eficaz cuanto que se conciliaba perfectamente con el viejo aguijón peripatético y conquistador de los árabes y con la necesidad que, ya unidos, sentían más intensamente de tierras más fértiles y ricas que su meseta arenosa. Así, la fe fundía a aquellas bandas de ladrones y salteadores en un ejército y les proporcionaba un pretexto ideológico para su fuerza agresiva.
No hay en el credo musulmán ninguna huella de misticismo que favorezca el repliegue contemplativo y especulativo. No hay sacerdocio, ni ritual, fuera de la plegaria en dirección a La Meca, que no requiere una iglesia, puesto que puede hacerse en cualquier parte. El creyente sabe que Dios lo ha decidido ya todo para él. Por lo tanto, no queda más que abandonarse a sus manos y seguir su voluntad. En el curso de los siglos, esta convicción se traduciría en el inerte fatalismo que ha modificado prácticamente la civilización árabe. Pero entonces solo tuvo el efecto de armar a los musulmanes con un valor tranquilo y un soberano desprecio por la muerte. Cada uno de ellos sabía que el paraíso se gana de una sola manera: aceptando el propio destino. A esto se añadían los preceptos, celosamente observados, de una ética puritana. El profeta no había corregido la sensualidad de los árabes, pero había limitado a ella su indulgencia. Que tuvieran las mujeres que desearan, hasta cuatro, pues en el paraíso tendrían aún más. La guerra devora a los hombres y, por lo tanto, hay que procrear muchos. Pero en todo los demás, sus prohibiciones son rigurosas: imponen la dieta más sobria, la disciplina más dura, las renuncias más severas.
En resumidas cuentas, además de darles un sentimiento nacional y una lengua codificada, el Corán proporcionó a los árabes el catecismo de una milicia misionera. Así, partieron a la conquista del mundo cristiano, pudiendo oponer no solo la espada a la espada, sino también Escritura a Escritura. El gran drama de la Edad Media iba a representarse sobre la lucha entre tres libros, todos de origen hebreo: la Biblia, el Evangelio y el Corán. Para el primero, el profeta de Dios debía aparecer aún sobre la tierra. Para el segundo, había aparecido ya con Jesús. Para el tercero, con Mahoma.
Pero llamárase Dios, Yahvé o Alá, era para los tres el Omnipotente Señor hebreo del Viejo Testamento.
Y sin embargo, por este modo de llamarlo y entenderlo diversamente, los hombres se han matado unos a otros durante siglos y todavía hoy siguen haciéndolo en su Nombre.
Mahoma no había dejado un testamento con la designaron de sucesor. Pero todos reconocieron este título a Abu Bakr, por quien el Profeta se había hecho sustituir en la mezquita. Fue él el primer califa, que significa «representante» o «vicario», como san Pedro lo fue de Jesús. Alí, sobrino e hijo adoptivo de Mahoma, se ofendió por ello y se retrajo en un rencoroso aislamiento, con su tío Abbas. De aquella primera disidencia derivaría para el mundo árabe islámico una serie ininterrumpida de cismas y de guerras internas.
Abu Bakr se encontraba ya en el umbral de los sesenta, y las tribus del interior, que rechazaban aún la nueva fe, interpretando su modestia y su piedad como debilidad, se rebelaron contra él. Ascético, pequeño y enjuto, pero robustísimo y decidido, Abu Bakr los dejó reunirse; después los rodeó y acabó con ellos en una magistral batalla. No se sabe si por un milagroso contagio de fe o por respeto al más fuerte, los rebeldes supervivientes se convirtieron en masa y se alistaron bajo las banderas del profeta. Pero seguían siendo unos bandoleros a los que había que dar algún empleo.
Aunque Abu Bakr prefería la oración a la guerra, los acontecimientos le permitieron conciliar ambas actividades. Aprovechándose de la debilidad del Imperio de Bizancio, del que dependían, y de su endémica lucha con Persia, algunas tribus árabes de Siria se rebelaron y pidieron ayuda a los hermanos musulmanes. Abu Bakr vio en esto una magnífica ocasión para convertirlas y envió en su ayuda a su más valiente general, Jalid, con unos centenares de hombres. Fue un episodio de guerra-relámpago anticipada. Los árabes de Siria aceptaron el Corán, por decirlo así, a ojos cerrados; se alistaron en masa bajo las banderas de Jalid y lo arrastraron a Irak, donde se repitió el episodio. Según las crónicas, lo que sobre todo suscitó el entusiasmo de los nuevos adeptos fue la representación del paraíso mahometano como un harén sin límites. Jalid fue generoso a la hora de dar anticipos de ello a sus soldados. Entre las condiciones que impuso a la ciudad de Hira, cuando esta capituló ante su asedio, fue que entregaran a cierta señora en matrimonio a un asistente suyo que la recordaba de cuando era un muchacho y no la había olvidado. La familia se opuso, pero la señora dijo alegremente: «Dejad que él decida cuando vuelva a verme». En efecto, cuando volvió a verla, el pretendiente cambió de parecer y se conformó con una propina.
Abu Bakr no había autorizado todas aquellas conquistas. Había dado a Jalid estas consignas: «Sed valerosos y justos. Morid antes que rendiros. No toquéis a los viejos ni a los niños. Respetad los árboles, el ganado y el trigo. Proponed a los infieles la conversión. Si la rechazan, que paguen un tributo. Si no lo pagan, matadlos». En aquellos tiempos, eran unas condiciones humanísimas. Con todo, aceptó los hechos consumados de aquella conquista, y cuando supo que su general había derrotado al ejército, tres veces superior al suyo, que el emperador de Oriente, Heraclio, había enviado contra él, le dio el título de «espada de Dios» y pronunció la famosa frase: «El vientre de las mujeres está exhausto. Ninguna de ellas volverá a concebir a un Jalid».
El califa murió poco después, dejando el puesto a su más fiel consejero, Umar. Era este un hombre alto, calvo, pasional y puritano. Iba de un lado para otro con una fusta para golpear a los que no obedeciesen el Corán, y así, a palos, mató a su propio hijo cuando lo sorprendió transgrediendo los preceptos y bebiendo vino. Solo comía pan y dátiles, dormía sobre la tierra y no poseía más que una camisa y un manto. Cerrado en la coraza de sus ascéticas virtudes, no apreció las victorias de Jalid porque supo que habían sido manchadas por episodios de crueldad, y degradó al general. El mensaje llegó en la víspera de una batalla; Jalid lo mantuvo oculto, venció y después, humildemente, se puso a las órdenes de su sucesor, Ubaida ibn al-Haziz, sin discusión.
Prosiguió la conquista, finalmente e irrefrenable. Los centenares de hombres del principio fueron convirtiéndose en millares. Una tras otra, cayeron Damasco y Antioquía. Egipto y Persia fueron ocupados e islamizados. El año 638, el patriarca de Jerusalén, Sofronio, dijo estar dispuesto a la rendición si el califa iba personalmente a ratificar los términos de la capitulación. Umar acudió. Ubaida y Jalid salieron festivamente a su encuentro, pero él los recibió con estas duras palabras: «¿De esta manera os atrevéis a presentaros a mí?». Su austeridad se sentía ofendida ante los vestidos de brocado de sus generales y las gualdrapas de sus caballos. Umar seguía con su manto y su camisa. Recibió a Sofronio con extremada cortesía, garantizó a los cristianos la libertad del culto en sus iglesias y ordenó la construcción de la gran mezquita que aún hoy lleva su nombre. Pero se negó a trasladar la capital del islam a Jerusalén como muchos querían y se volvió a su modesta ciudad de La Meca.
Umar tenía unos planes muy concretos. Autorizó a sus beduinos a emigrar a los países conquistados, trató de empujar allá incluso a las mujeres y, al no lograrlo, consintió a los varones que poblaran sus harenes con cristianas y hebreas, con tal de que los hijos fueran musulmanes. De esta manera multiplicó el ejército del Islam, pero comprometiéndolo a seguir siendo un ejército. En efecto, prohibió a todos comprar y trabajar las tierras. Los musulmanes debían seguir siendo una casta puramente militar y sacerdotal, entregada a la conquista y a la conversión de las poblaciones. El botín de guerra se repartía así: el ochenta por ciento para el ejército y el veinte restante para la nación. Con todo, ese veinte por ciento bastó para enriquecer Arabia, o al menos La Meca.
Umar fue asesinado a traición por un esclavo persa mientras oraba en la mezquita. Entre los últimos estertores, confió a sus colaboradores más íntimos la misión de designar a su sucesor. Ellos eligieron al más viejo de todos, y el más débil, Uzman, que para colmo de desdichas pertenecía a aquella dinastía de los omeyas que tanto se había opuesto a la hashimí, de la que procedía el profeta. Los omeyas habían abandonado la ciudad y permanecieron siempre en actitud hostil. Volvieron después a La Meca para hacerse con los puestos de mando; Uzman no supo impedirlo, y con ello empezaron las banderías y hubo muchos desórdenes. Por último, Uzman fue asesinado, los omeyas huyeron y el califato volvió a la dinastía hashimí con Alí, el hijo adoptivo del Profeta.
Alí fue un digno sucesor de Mahoma, pero no logró restaurar la unidad del mundo musulmán. Dos de los viejos compañeros del Profeta y la viuda de este, Aisha, se rebelaron contra él y se unieron a los omeyas, dirigidos por Muawiya, el hijo de Abu Sufyan. Alí los venció, capturó a Aisha y la llevó otra vez a Medina con todos los honores. No quiso cebarse con sus enemigos y aquella generosidad fue su ruina. Muawiya alistó otro ejército y se reanudó la lucha. El escándalo de esta rivalidad, que dividía incluso a la viuda y al hijo del profeta, indignó a algunos fieles que se llamaron Jariyi o «disidentes» y proclamaron un cisma. Uno de ellos asesinó a Alí con un puñal envenenado. El lugar del atentado, la ciudad de Kufa, se convirtió en lugar santo para los shiíes, que veneran a Alí como vicario de Alá y han hecho de su tumba lo que los musulmanes ortodoxos hacen de La Meca.
Bien o mal, Muawiya consiguió hacerse reconocer como califa de todo el islam. Comprendía este ya a todo el Oriente Próximo, desde Egipto a Persia, gracias a las fulgurantes conquistas de Jalid y Ubaida. Como resultaba imposible gobernar un imperio tan vasto desde La Meca remota, Muawiya trasladó la corte a Damasco, ciudad mucho más céntrica y mejor preparada. Pero se hizo seguir por todo el clan de los omeyas, que monopolizó los puestos de mando. Esta dinastía permaneció en el poder durante cerca de un siglo, hasta el año 750. Con ella, la república teocrática instaurada por Mahoma, que hacía del califato una jerarquía electiva como el Papado, se convirtió en monarquía hereditaria, que se transmitía de padre a hijos, y dio a todo el Oriente Próximo la forma de gobierno autoritaria y «satrapesca» que ha durado casi hasta nuestros días.
Las divisiones y las luchas no cesaron. Al contrario, se multiplicaron con el tiempo. Pero aquí no vamos a seguir la compleja historia de esos hechos, que nos llevaría muy lejos de nuestro objetivo. Lo que nos interesa saber es la transformación que experimentaron los toscos guerreros de Jalid y Ubaida en los países conquistados cuando se lanzaron desde el norte de África al asalto de Europa, cómo se enriquecieron en el camino y de qué iban a enriquecerse en nuestro continente hundido en las tinieblas de la alta Edad Media.