II. EL LIMES Y SU EJÉRCITO
Para dar una unidad defensiva a su imperio, Augusto fue a la búsqueda de las llamadas «fronteras naturales», y las encontró sobre todo en tres grandes ríos: el Éufrates, el Danubio y el Rin. No obstante, en los puntos en que hubo que atravesarlos para asegurar y defender alguna zona en la orilla opuesta, se había construido un limes, es decir, un confín fortificado.
Basta considerar la extensión de aquel imperio euro-asiático-africano, para darse cuenta de que debía de tratarse de una obra gigantesca; y de hecho no la decidió ni realizó un solo hombre, ni dos o tres, sino que fue el resultado del trabajo de muchas generaciones, y nunca fue llevada a cabo por completo debido a que de vez en cuando, por exigencias de las guerras o razones de seguridad, el limes tenía que trasladarse y había que comenzar todo de nuevo.
Debido que no había nacido de un «plan» del estado mayor, sino de las necesidades tácticas y estratégicas de las diversas guarniciones, no era igual en todas partes, pero seguía ciertos criterios fundamentales: ante todo, existían avanzadillas, provistas de fosos, de bastiones de tierra apelmazada, de empalizadas y de torrecillas de observación. Surgían después los campamentos, que ya no eran de tiendas, como cuando las legiones habían mantenido un estado de ofensiva, animadas de un espíritu de conquista, sino de piedra y de cal, es decir, iban transformándose lentamente en verdaderos poblados, aunque solo fueran militares. Mucho más lejos se alzaban los grandes acantonamientos donde vivaqueaba el grueso de los diversos ejércitos, dispuestos siempre a acudir a cualquier punto amenazado del limes.
En el momento en que Adriano perfeccionó este sistema con la famosa «valla» que debía proteger a la Inglaterra romanizada de las belicosas tribus escocesas, el limes aún estaba organizado más para la vigilancia que para la defensa. Había puestos de guardia y cavernas, pero no existían verdaderos fortines preparados para asedios prolongados. Todo estaba calculado para garantizar un cierto margen de seguridad a un ejército en descanso del que se suponía, sin embargo, que reanudaría en cualquier momento su avance. Y cuando se renunció definitivamente a este avance los fortines se transformaron poco a poco en ciudadelas y las ciudadelas en «burgos». Semejante transformación, lenta e interrumpida por momentáneas reanudaciones de programas ofensivos, pero continua, era el síntoma de la esclerosis de un Imperio cada vez más conservador y sedentario.
De hecho, el limes, al igual que su casi contemporánea Gran Muralla y todas las líneas Maginot de todos los tiempos, demostró de inmediato que no era adecuado para su objetivo. En la época de Cómodo, los pictos[1] que descendieron de Escocia lo hicieron saltar en pedazos. Eran bárbaros a los que la civilización ni siquiera había rozado. Cazadores nómadas sin el menor rudimento de agricultura, aún comían carne cruda, tenían comunidad de mujeres y luchaban desnudos, o solo cubiertos con tatuajes monstruosos que reproducían bestias feroces. Se requirió la despiadada energía de Septimio Severo para castigarlos. Pero el valladar ya estaba en ruinas. Y apenas había empezado el siglo III.
Pocos años después eran los francos y los alemanes quienes abrían una brecha en el Rin y devastaban setenta ciudades de la Galia. Las hordas godas lo hundían en el Danubio. Pero es inútil tratar de seguir en orden cronológico las violaciones que se sucedían. Lo que importa es señalar las consecuencias que todo aquello comportó.
La «fortificación» es, antes que obra de ingeniería militar, un estado de ánimo que ni siquiera una situación probadamente inadecuada consigue destruir. Un pueblo que se ha hecho conservador del bienestar, y ciudadano y sedentario de la civilización, comienza a acariciar el sueño de la seguridad, y puesto que ya no puede fiarse en las propias virtudes castrenses, para realizarlo se confía a la técnica. Cuanto más frecuentes se hacían las incursiones de los bárbaros y más amplias las brechas en el limes, más se esforzaban los romanos por tapar los agujeros. Sin embargo, como ya estaba claro que ni siquiera el limes mejor fortificado era capaz de mantenerse en pie, al de la frontera comenzaron a sumarse los del interior, y cada ciudad se dispuso a construir el suyo para cuidar de sí misma.
Los arquitectos se convirtieron en los profesionales más buscados y los personajes más importantes de ese período. El emperador Galieno colmó de favores y de dinero a Cleodamo y Ateneo, a quienes había encargado los muros defensivos de las ciudades danubianas particularmente amenazadas. En los consejos municipales de los diversos centros urbanos, grandes y pequeños, el cargo de asesor de construcción era el más importante y ambicionado, entre otras razones porque era el que disponía de mayores fondos. Verona, puerta septentrional de la península, desarrolló precisamente entonces sus espléndidos bastiones. Y las murallas exteriores de Estrasburgo nacieron antes que la ciudad, que se desarrolló dentro de ellas como en una cuna, en una isla fortificada del río Ill. La misma Roma empezó a fortificarse, y fueron las corporaciones urbanas las que proporcionaron la mano de obra.
Esta clase de construcciones provocó un fenómeno nuevo: la autonomía de las diversas ciudades. En nombre de Roma y por su ley, cuando Roma era fuerte, es decir, hasta finales del siglo II d. C, los particularismos ciudadanos no habían surgido aún o habían sido debelados. El Imperio había impedido la formación de aquellas ciudades-estado, cerradas en sí mismas e incapaces de formar una nación, que habían supuesto la desgracia de Grecia. No había ciudadanos de Nápoles o de Florencia, de Marsella o de Maguncia, sino ciudadanos romanos, nada más. Y como no tenían murallas porque las legiones bastaban para garantizar a todos la seguridad y la defensa, carecían de autonomía política, administrativa y espiritual. En ellas se observaba la misma ley, se hablaba la misma lengua, se estaba orgulloso del mismo Estado. Las fortificaciones que empezaron a rodearlas por razones de autodefensa, fueron al mismo tiempo la prueba evidente de la ruptura de aquella unidad y una de las causas fundamentales que la determinaron. El limes empezaba a dividirse en límites, y dentro de estos se desarrollaban mundos cada vez más independientes entre sí.
A esta evolución se añadió, favoreciéndola, la del ejército, que le prestó una ayuda decisiva.
Como estructura, aún conservaba la que, con sus reformas, le habían dado Diocleciano y Constantino, emperadores que separaron de una vez y para siempre la carrera civil de la militar, que antaño se fundían en una sola. En la Roma republicana y en la de Augusto, quienes ocupaban cargos políticos y administrativos en tiempos de paz eran los mismos que en tiempos de guerra ostentaban los grados militares. El edil, el pretor, el cuestor y el cónsul se convertían, en caso de movilización, en capitanes, mayores, coroneles y generales; y era natural, puesto que el ejército estaba compuesto de ciudadanos y cada ciudadano era un soldado que, mientras uno no lo llamaran a las armas, se consideraba con licencia provisional.
En los tiempos de Diocleciano y de Constantino, sin embargo, las cosas habían cambiado por completo. El ciudadano ya no era un soldado ni quería serlo, puesto que era eximido del servicio militar en número cada vez mayor, el ejército se vio obligado a reclutar a sus hombres entre los bárbaros. «Se han marchado con los bárbaros», decían las madres al hablar de sus hijos llamados a filas, y el impuesto del quinto solía llamarse «impuesto bárbaro».
Era natural que si el ciudadano ya no coincidía con el soldado, tampoco el oficial lo hiciese con el funcionario. Así pues, la separación de las dos carreras ya había sido impuesta por los hechos. Pero los dos emperadores mencionados, ambos de sangre bárbara, no se detuvieron en aquella reforma, ya de por sí bastante grave porque prácticamente ponía a los desarmados ciudadanos del Imperio bajo la protección de una milicia extranjera, sino que procedieron a dividir el ejército en un «ejército de campaña» (comitatenses) y en un «cuerpo territorial» o de guarniciones de frontera (limitanei).
Estas últimas, que gozaban de una inamovilidad casi absoluta, habían echado raíces en sus territorios, pues habían recibido tierras. Los soldados, casados con muchachas nativas, se convirtieron a su vez en pequeños cultivadores directos y constituían ya una especie de milicia campesina que, desde el punto de vista militar, no valía gran cosa. De esta manera había ido formándose, apoyada en el limes, una especie de «tierra de nadie» habitada por una extraña población que, a fuerza de matrimonios mixtos, ya no se sabía qué era. Lo que debería haber sido el «telón de acero» del Imperio, su «Gran Muralla», era en realidad una zona de encuentro entre bárbaros y romanos. Y hasta la lengua que allí se hablaba era una especie de dialecto que mezclaba el latín con el germánico.
En la retaguardia, el ejército de campaña no estaba en distintas condiciones. Había extraído de la gran experiencia romana los criterios estratégicos y tácticos, el culto de la disciplina y la división en legiones, pero lo demás había cambiado, porque eran diversos los hombres que lo componían, y todos ellos de raza germánica. En nada se parecían ya al antiguo legionario de Roma, tosco y moreno, con la coraza y el escudo rectangular. El corto gladius había cedido el puesto a la larga spatha, y ya aparecían las picas que, poco después, se transformarían en lanzas. La caballería había crecido enormemente a expensas de la infantería, y había adoptado como arma defensiva el arco, a imitación de los partos, y como medio de defensa la catafractum, la coraza de malla de hierro.
Esta cubre ahora a hombres de aspecto muy diverso, altos y rubios, con ojos azules en los que se alternan expresiones de inocencia y de ferocidad. Su grito de guerra se llama «barrito», como el del elefante, y se le parece por su violencia. En vez del gallardete, llevan como enseña un dragón que flamea en el extremo de una pica. Son unos soldados espléndidos que matan y mueren con la misma facilidad, pero resulta difícil manejarlos porque rechazan la disciplina militar. Si un adversario los provoca, salen de las filas para enfrentarse con él por iniciativa propia y no respetan otro lazo de fidelidad que el que los une a su jefe. La idea de patria, de Imperio, de Estado, de disciplina y de reglamento les resulta absolutamente extraña. En resumidas cuentas, poseen los caracteres típicos del mercenario. Y de hecho se consideran milicia personal de su comandante, que a su vez los considera un comitatus personal, como lo fueron hasta la última guerra mundial los comitagi yugoslavos que descendían de aquellos. Muchos de sus generales ignoraban el latín. Iban vestidos a la manera bárbara, con las piernas vendadas con pieles y un casco con cuernos en la cabeza.
Eran ciudadanos romanos desde que Caracalla había convertido en tales a todos los habitantes del Imperio, pero procedían de provincias conquistadas recientemente, balcánicas y germanas, que aún no habían absorbido la civilización romana. La falta de cultura les impedía llevar a cabo una «carrera» civil. Y solo mediante la militar podían abrirse paso, de manera que en el siglo tercero la habían monopolizado.
Así pues, las llamadas «invasiones bárbaras» fueron, antes que un fenómeno externo, un hecho interno realizado a través del ejército.
Ahora bien, ese ejército, al que estaba confiada la defensa del limes, se encargaba de proteger la integridad de este contra poblaciones a las que estaba unido por razones de consanguinidad, cuya lengua, cuyos sentimientos y cuyas ideas conocía mejor que la lengua, las ideas y los sentimientos romanos. No puede decirse que pactara regularmente con el enemigo, pero a menudo se entendía con él de modo que resultaba amigo suyo. El «telón de acero» no lo era siempre para los que vivían del otro lado del mismo. Muchos lo atravesaban de forma más o menos clandestina, se presentaban en los campamentos romanos y, al hallarlos llenos de parientes, pedían alistarse en ellos. Los generales del Imperio los acogían de buena gana porque no disponían de muchos hombres y, al ser independientes del Gobierno central, podían hacer prácticamente lo que quisieran. De esta manera, el ejército de Roma era, cada vez más, de sangre germánica.
A finales del siglo III, aquella pacífica ósmosis se transformó de individual en colectiva. Algunas tribus germánicas de más allá del limes, convertidas en pueblos agrícolas, pidieron en bloque ser admitidas en la Galia, es decir, en Francia, y las autoridades imperiales les entregaron algunas tierras abandonadas para que las trabajasen. Conservaron sus costumbres, su idioma y una cierta autonomía administrativa, pero políticamente dependían de un prefecto romano al que pagaban sus impuestos y proporcionaban un contingente de reclutas. El experimento tuvo éxito.
A través de los siglos, muchos historiadores han creído ver en este proceso un plan extenso y hábil por parte de Roma para absorber y civilizar a los bárbaros. Pero son razones sugeridas por el juicio de la posteridad. La verdad es que los emperadores lo aceptaban porque en la mayor parte de los casos no podían hacer otra cosa. Sin embargo, esta política de pacificación y absorción tenía la ventaja de legitimar de modo conveniente lo inevitable, dejando intacta, al menos formalmente, la soberanía imperial que los bárbaros, al pasar el limes, reconocían, por más que después la violaran con sus frecuentes rebeliones. Y es probable que con el tiempo se hubiera realizado esa integración y que el mundo bárbaro se hubiese encuadrado de manera pacífica en las complejas y civiles estructuras de Roma de no haberse desplazado los hunos desde su Mongolia, o si hubiesen permanecido en China después de penetrar en este país. Su llegada a Europa lo sacudió todo, haciendo febril, tumultuoso y destructor el aluvión de los bárbaros a este lado del limes.
Pero ¿quiénes eran y qué eran estos bárbaros?