XVI. EL DESMORONAMIENTO

Las acusaciones de Cipriano no eran infundadas. Desde hacía tiempo, en Roma soplaban aires de rebeldía. Pero el alma de esa rebeldía, más que Boecio y Símaco, eran el pontífice y los senadores que conspiraban con Bizancio.

Hasta Odoacro, en el marasmo del bajo Imperio, las provincias habían sido gobernadas por los obispos. Los godos habían pactado con el de Pavía, Epifanio, la rendición de esta ciudad. Consolidada la conquista, y una vez instalado en Rávena, Teodorico había reclutado un cuerpo de funcionarios a los que envió, en calidad de presidentes, a las provincias. La jurisdicción civil sustituía a la eclesiástica y el árbitro de la situación no era el Papa, con sus obispos, sino el rey, con sus condes.

Al principio, las relaciones entre el escéptico y tolerante Teodorico y la Iglesia fueron cordiales. Cuando en el año 500 se dirigió a Roma por segunda vez, el Papa Símaco salió a su encuentro en el monte Mario y lo acompañó en triunfo hasta San Pedro. El rey arriano oró sobre la tumba del apóstol y depositó a los pies del altar dos candelabros de plata de setenta libras de peso. Símaco había sido elegido contra un tal Lorenzo, candidato del emperador de Oriente. En el año 500, la disputa aún no se había desvanecido y al pontífice lo acusaban incluso de adulterio y peculado. El año siguiente, Teodorico convocaba un concilio en Letrán. Símaco fue procesado y absuelto. Esta fue la única vez que el rey intervino en asuntos de la Iglesia, y lo hizo a petición de los obispos. Había concedido al clero católico las más amplias libertades de culto, pero también había exonerado a los clérigos de aquellos empleos que eran incompatibles con la dignidad de su ministerio, sometiéndolos a tributo y privándolos de no pocos privilegios de los que habían gozado en el pasado. Hasta los monjes quedaban obligados a pagar impuestos. Estas medidas le enajenaron fatalmente la simpatía de la Iglesia, que empezó a tramar con Bizancio su ruina.

En el año 524, el emperador Justiniano publicó un edicto contra los herejes y los maniqueos, a los que excluía de las funciones civiles y militares, y volvía a consagrar al rito católico las iglesias arrianas. El arriano Teodorico convocó al Papa Juan[11] a Rávena y le ordenó que se dirigiera a Constantinopla a pedir la revocación del edicto. El pontífice, viejo y enfermo, le pidió que enviara a cualquier otro, pero Teodorico se mantuvo en sus trece. Entonces, el Papa, acompañado de tres ex cónsules y de algunos sacerdotes, emprendió el viaje. Por el camino, según refiere el Libro Pontifical, se produjeron numerosos milagros. Cuando Juan pasó las murallas de Constantinopla, un sordomudo lo tocó con un dedo y se le devolvió el oído y el habla. Bizancio le tributó una gran acogida. Justiniano salió al encuentro del obispo de Roma y se arrodilló a sus pies, imitándole en esto los dignatarios y prelados del séquito. El día de Pascua, sostenido por el patriarca de Constantinopla, que le daba la derecha, Juan celebró la misa en la iglesia de Santa Sofía [12].

Al terminar, coronó a Justiniano emperador [13] y después le conjuró a revocar el bando, pero sin atreverse a aludir a la otra pretensión de Teodorico: que Justiniano permitiese a los que habían abjurado el arrianismo para abrazar la ortodoxia que volvieran a la antigua fe. A principios del año 526, extenuado por el largo viaje y por la gota, Juan regresó a Italia. Una vez desembarcado, fue conducido a la presencia de Teodorico, que públicamente lo acusó de traición y lo hizo encarcelar. Murió en prisión el 25 de mayo del año 526 y la Iglesia lo consideró uno de sus mártires.

El rey apenas tuvo tiempo de nombrar un sucesor, pues murió el 30 de agosto del mismo año. Las fuentes eclesiásticas atribuyen su fin a un ataque de disentería. También Arrio había acabado por una diarrea. Evidentemente, según la Iglesia, es este el destino de los herejes. Cuenta Procopio que, después de la muerte de Símaco, Teodorico se sintió atormentado por el remordimiento. Un día, mientras comía, vio que el pescado que le habían servido en bandeja de plata asumía el rostro demacrado y pálido de su víctima; los ojos le salían de las órbitas, inyectados en sangre, en una torva expresión de venganza. El rey empezó a delirar y fue llevado al lecho donde, dos días después, expiró. Probablemente, Teodorico, que sufría de irregularidades circulatorias, fuese víctima de una trombosis. Gregorio Magno, en sus Diálogos, cuenta que cayó en el infierno a través de la boca de un cráter situado en el centro de la isla de Lípari.

Cuando descendió a la tumba, Teodorico tenía setenta y dos años. En sus últimos tiempos se había hecho huraño, suspicaz y misántropo, pero conservaba sus viejas costumbres. Se levantaba al alba, desayunaba abundantemente a base de fruta fresca y carne asada y paseaba largo rato a caballo por los bosques. A las diez, asistía a misa. En público era muy devoto. Después, acompañado del conde de los soldados, se dirigía a la sala del trono, donde se iniciaban las audiencias, que duraban un par de horas. A mediodía visitaba el tesoro guardado en un gran cofre, cuyas llaves siempre llevaba colgadas del cinturón. Si le quedaba tiempo, visitaba las cuadras. Le gustaba la mesa bien servida, los platos y los cubiertos de plata, las jarras de oro, los manteles de encaje. Después de comer, raras veces se permitía una siesta. Prefería jugar con los amigos una partida de dados. Si perdía, se ponía furioso y, naturalmente, sus adversarios se ocupaban de que semejante desgracia ocurriera pocas veces. Desde las cuatro hasta las siete, concedía de nuevo audiencias. Después iba al jardín, a regar las flores que él mismo cultivaba con gran esmero. A las ocho cenaba en compañía de su mujer, de su hija y de algunos, muy pocos, íntimos, rodeado de enanos y bufones. Se acostaba tarde, tras hacerse leer por su secretario un capítulo de Tácito o Suetonio. Con frecuencia visitaba el mausoleo que estaba construyéndose en Rávena y que era un macizo edificio de mármol blanco, de dos pisos circulares concéntricos, coronados por una cúpula monolítica. Ejemplo de arquitectura romano-bárbara, se ha mantenido intacto muchos siglos, y después de haber sufrido algunas restauraciones fue convertido en iglesia. Ha sido comparado con el Panteón, pero le faltan el aspecto imponente y la gracia aérea del monumento de Agripa.

Teodorico seguramente no fue el gran rey que describen algunos historiadores, pero desde luego fue el primer bárbaro que supo elevarse por encima del nivel de los simples jefes de tribu. Sus godos llevaron a Italia, junto con las viejas supersticiones germanas y el carácter selvático de la horda, la virtud guerrera y el sentido del honor, el culto a la mujer y un cierto espíritu aventurero y caballeresco. Y como su pueblo era poco numeroso, temiendo que los romanos lo devoraran Teodorico trató de impedir, mientras vivió, que se mezclara con los vencidos.

En los últimos tiempos había trasladado su residencia a Pavía, donde, sintiéndose morir, convocó a los condes godos y a su hija Amalasunta. Su yerno Eutarico había muerto cuatro años antes y su nieto Atalarico aún era un niño. Amalasunta fue nombrada regente en nombre de su hijo. Era una mujer culta, hermosa y dominante. Hablaba corrientemente el latín y el griego, conocía a los clásicos y dominaba la filosofía. Los godos la detestaban porque se sentían despreciados por ella, que se rodeaba de romanos y frecuentaba sus salones. Rehabilitó la memoria de Símaco y de Boecio y devolvió a los hijos de estos los bienes confiscados. Aumentó los sueldos de los maestros de retórica y fundó nuevas escuelas. Se reconcilió con el Senado y con el pueblo romano y se comprometió a no violar la ley de los quirites. Confió a su hijo a un preceptor romano para que lo iniciara en el culto a la civilización latina, de la que ella misma estaba impregnada. Los godos protestaron. Para ellos, el rey debía ser un guerrero, preferiblemente analfabeto, como lo había sido Teodorico.

Un día, Amalasunta hizo un reproche a Atalarico y le dio un bofetón. El niño estalló en sollozos en presencia de algunos condes godos, que obligaron a la reina a despedir al preceptor y a entregarles el niño. Atalarico, sometido a excesos de todas clases, murió a los dieciocho años, consumido por la tisis. Entonces, la madre asoció al trono a su primo Teodato.

Era hijo de Amalafrida, hermana de Teodorico. Había vivido mucho tiempo en la Toscana, donde poseía un castillo y vastas propiedades. Amalasunta sentía una gran simpatía por él porque había estudiado filosofía en Roma y había escrito un ensayo sobre Platón. Pero, bajo el barniz del intelectual, abrigaba una desaforada sed de mando. Se había enriquecido con los abusos y la violencia. Amalasunta tuvo motivos para lamentarse pronto del compañero, que la detestaba y quería deshacerse de ella. Un buen día, decidió huir a Bizancio. Cargó todos sus tesoros en un dromon y se dispuso a zarpar del puerto de Classe. Demasiado tarde. Teodato, informado, mandó que sus soldados abordaran la nave. La reina fue arrestada, conducida al lago de Bolsena y encerrada en una torre. Con amenazas de muerte, el primo la obligó a escribir una carta al emperador Justiniano en la que le decía que había cambiado de idea y que quería permanecer en Italia. Después, dio orden de que la mataran. Amalasunta fue estrangulada mientras dormía. Corría el año 535.

Era el comienzo de una crisis que el Papa y los senadores romanos esperaban con impaciencia. De inmediato comunicaron lo ocurrido a Constantinopla, recordando al emperador que Italia, en línea de derecho, seguía siendo una provincia del Imperio, aunque de hecho Teodorico la hubiera gobernado como señor absoluto. El asesinato de Amalasunta proporcionaba ahora un buen pretexto para intervenir en la península nuevamente disponible.

Veamos, pues, qué Imperio era este y quién era el que en ese momento lo encarnaba.