XX. LOS LONGOBARDOS

En el año 565, a los ochenta y tres años cumplidos, Justiniano solo era la sombra de sí mismo. En 548 Teodora había muerto a causa del cáncer. En su lecho de muerte, había hecho prometer a su marido que no revocaría los privilegios y las inmunidades de que hasta entonces habían gozado los monofisitas. La pérdida de Teodora fue un golpe terrible para Justiniano. Había sido la única mujer de su vida y por su amor se había arriesgado a perder el trono. Es difícil calcular la influencia que su esposa ejerció sobre él.

Amenazado por la arteriesclerosis, Justiniano se interesaba cada vez menos por la política. Hombre de gabinete, como dicen los españoles, lo había sido siempre, pero cuando Teodora murió, se encerró cada vez más. Comulgaba a diario y no deseaba ver más que a sacerdotes, con quienes conversaba hasta bien entrada la noche. En su reinado aparecieron las primeras grietas en la unidad religiosa entre Bizancio y Roma. Gracias a Teodora, el monofisismo había hecho progresos en la corte. Para defender esa herejía, Justiniano se enfrentó con el Papa, cuya amistad había buscado durante la guerra contra los godos.

Cuando el 14 de noviembre del año 565, Justiniano murió después de treinta y ocho años de reinado, el pueblo, que nunca lo había amado, exhaló un suspiro de alivio. Le sucedió su sobrino Justino II, hombre tosco y un tanto imbécil. Después de ocho años de reinado perdió la razón y tuvo que renunciar al trono.

Desaparecido Justiniano, por los salones de Constantinopla comenzó a circular una Historia secreta, que hizo las delicias de aquella chismosa sociedad. No llevaba el nombre del autor, pero pronto se adivinó. Era Procopio, que para entonces ya había muerto. Procopio había sido el historiador oficial de Belisario, que siempre lo incluía en su séquito y lo consideraba el más fiel secretario, consejero y apologista. Realmente, Procopio le había servido muy bien en sus ocho volúmenes de la Historia de las guerras, llenos de elogios para con el general, el emperador, las respectivas consortes y todos los altos personajes de la corte. Pero aquel lenguaje áulico, hagiográfico y cortesano era, por decirlo así, su lenguaje de día. Por la noche afilaba el estilete, lo mojaba en veneno en vez de hacerlo en tinta y se vengaba pérfidamente de la adulación a que le obligaba aquel régimen basado en el culto de la personalidad. Pasando de la historia oficial a la secreta, destinada a la posteridad, su estilo adquiría un mordiente que nos hace entender, una vez muerto el historiador, todo lo que de él se ignoró cuando vivía: su inteligencia y su vileza, su penetración psicológica y su doble juego político, su oportunismo y su rencor hacia quien le obligaba a ello. Debía de ser un hombre genial, ambiguo y podrido, exteriormente todo miel y todo hiel por dentro. Al parecer estaba amargado por el amor sin esperanza que sentía hacia Teodora. Sea como fuere, en su libelo hay también algo para ella. Pero nadie se salva. Voltaire, que debía de tener ciertas afinidades con Procopio, quedó encantado al descubrir que el más grande emperador de Bizancio y su más valeroso general no habían sido más que dos estúpidos cornudos.

Los dos habían muerto, contemporáneamente. De los últimos años de vida de Belisario, los historiadores nos han dejado más de una versión. Pero una cosa parece segura: después de haber sido llamado por segunda vez a Italia, sus acciones en la corte empezaron a bajar. Justiniano sentía envidia de su popularidad y sus triunfos. Teodora, por su parte, no sabía resignarse a la idea de que los favores de los bizantinos se dirigieran más al marido de Antonina que al suyo. Por dos veces Justiniano ordenó la confiscación de los bienes del general, pero después hizo que se los restituyeran. Es falsa, pues, la leyenda que nos presenta a Belisario viejo y ciego, reducido a pedir limosna en la mesé.

De los cuatro grandes protagonistas de la historia bizantina de este período, el único que aún vivía era Narsés. En Italia llegó a hacerse tan odioso que los romanos lo denunciaron a Justino. «No queremos ser tratados como esclavos», le escribieron, amenazándolo con la revuelta. Justino, que lo detestaba, lo liquidó sin tardanza y puso en su puesto al prefecto Longino. Algunos historiadores cuentan que, para vengarse, Narsés llamó a los longobardos para que invadieran Italia. Pero solo se trata de rumores. Una cosa es segura: hacía tiempo que aquel pueblo de nómadas, empujado por las tribus vecinas, había puesto su mirada en la península.

Lo poco que se sabía entonces de los longobardos estaba contenido en los informes de Estrabón y de Tácito y en los archivos de Bizancio. Su historia debió de comenzar algunos siglos antes de Jesucristo en las desoladas landas de la Suecia meridional. Desde allí tal vez emigraron al continente. Es probable que una causa determinante de ese éxodo fuera la necesidad de pastos y botín. Los longobardos eran nómadas, practicaban el pastoreo y el saqueo y no tenían ninguna noción de agricultura. Vivían en cabañas de madera que plantaban junto a los toscos carros de los que se servían para sus frecuentes traslados. Adoraban las cabras, el sol y la tierra, cuya imagen, vigilada día y noche por un sacerdote, se custodiaba en una isla. Una vez al año, la preciosa imagen, encerrada en un tabernáculo, atravesaba el mar para ser llevada en peregrinación entre las dispersas tribus, en un carro arrastrado por bueyes. Conducida de nuevo a su isla, era sumergida en un lago sagrado para ser purificada. Realizaban esta operación algunos esclavos, a los que después se degollaba. No sabemos si los longobardos conservaron estas costumbres mientras seguían el curso del Elba, en sucesivas emigraciones, hasta situarse en las orillas húngaras del Danubio.

Eran rubios, velludos y gallardos. Llevaban la barba y el cabello larguísimos, pero se rapaban la nuca. Vestían unas amplias túnicas de lino crudo, con bordes de colores y calzaban pesadas botas de cuero. Las casas en que vivían estaban considerablemente amuebladas. Decoraban las paredes con trofeos de guerra y cubrían el suelo con pieles de cabra.

Carecían de organización política. Nómadas, anárquicos, divididos en tribus o faras, con un duque al frente de cada una, en continua guerra entre sí, eran alérgicos a las más elementales nociones de derecho y de Estado. Solo con Alboino se configuró un embrión de Gobierno central. Como todos los bárbaros, no comerciaban e ignoraban el uso de la moneda. El único patrimonio cultural que poseían eran las sagas, las leyendas que habían pasado de padres a hijos, importadas de Escandinavia, que celebraban las hazañas de sus héroes.

Durante las azarosas transmigraciones desde Suecia al mar Negro y Panonia, en contacto con las poblaciones de la Europa central —búlgaros, sármatas y sajones— el grupo étnico originario se había contaminado. Aquella horda compleja solo tenía en común la religión, que era la arriana; pero a diferencia de los vándalos, que convertidos a la herejía de Arrio se habían dedicado a perseguir a los católicos, los longobardos eran tolerantes. El fanatismo religioso contrastaba con su naturaleza nómada: solo los pueblos sedentarios pueden permitirse el lujo de las persecuciones. Veremos a los árabes conquistar el Mediterráneo en nombre de Alá, pero solo donde se asentaron establemente consiguieron imponer el islam. Alboino y sus sucesores se sirvieron del arrianismo para destruir las iglesias católicas, así como, una vez convertidos a la nueva religión, se servirían de sus dogmas para abatir las iglesias arrianas. La fe era para ellos una coartada para el saqueo y el genocidio.

Durante casi tres siglos, desde finales del II hasta los comienzos del VI, su historia está envuelta en el más denso misterio. Es probable que arrollados por el alud de los hunos, se viesen obligados a sumarse a la horda de estos. A continuación de la desbandada provocada por la muerte de Atila, aunque esto también es una simple conjetura, se habrían instalado en Panonia. Es allí donde los encontramos a principios del siglo VI.

Ignoramos cuántos meses transcurrieron entre la visita de los embajadores de Narsés —si realmente existió esa embajada— al campamento de Alboino y la partida de los longobardos hacia Italia. Probablemente el tiempo necesario para desmontar las cabañas de madera, cargar los enseres en los carros y afilar las armas.

En la primavera del año 568, una horda de trecientos mil hombres y multitud de rebaños se puso en marcha hacia Occidente. Las bestias allanaban los senderos. Seguían los carros con las mujeres, los viejos y los niños. Los guerreros a caballo cerraban la caravana. A sus espaldas dejaban las dulces llanuras húngaras en otro tiempo verdes y floridas. Comenzaba una nueva Saga.

Los longobardos entraron en Italia por el paso del Predil, en los Alpes Julianos, desde donde se extendieron por los valles vénetos, sin encontrar resistencia. Tampoco hubo oposición en la línea del Piave. Las, tropas del virrey Longino, que deberían haber acudido a defender sus orillas y bloquear la invasión que se extendía por la llanura padana, no salieron de Rávena. Vicenza, Verona y otras muchas ciudades de la región véneta cayeron bajo los golpes de los longobardos. Cuando tuvo segura en sus manos la Italia nororiental, Alboino quiso cerrar la puerta por la que había entrado. La llave de esa puerta, que se abría sobre la ciudad de Cividale, la entregó, junto con algunos centenares de caballos, a su sobrino Gisolfo, que se instaló en Friuli con toda su tribu de guerreros, como lugarteniente de la guardia armada del rey, y fue el primer duque longobardo en Italia. Entonces, Alboino se dirigió hacia Liguria, que a principios de 569 estaba conquistada casi por completo. Desde allí volvió a subir al norte. El 3 de septiembre capitulaba Milán y el rey longobardo asumía el título de Señor de Italia.

La capitulación de Pavía selló la conquista. La vieja ciudad del Tesino, donde Teodorico pasó los últimos años de su vida, defendida por una guarnición bizantina, resistió firme hasta 572. Solo después de tres años de resistencia, estrechada en el círculo de un bloqueo desesperado, se rindió. Alboino perdonó a sus habitantes y eligió la ciudad como capital.

Mientras el grueso del ejército asediaba Pavía, el resto completaba la conquista del valle del Po disponiéndose a invadir la Italia central. En 571, los longobardos cruzaron los Apeninos y ocuparon Toscana. A finales del mismo año se adueñaron de Espoleto y de Benevento. Le llegó después el turno a las fortalezas diseminadas a lo largo de la vía Flaminia, cuya posesión permitió a Alboino aislar los dos centros imperiales de Roma y Rávena, bloqueando sus comunicaciones. En cada ciudad fue nombrado un duque, que no era otra cosa que un jefe de tribu que había combatido al lado del rey y contrajo algún mérito.

Veamos ahora qué es lo que el aluvión longobardo no logró dominar: en el norte, Venecia, Padua, Cremona, Piacenza y Módena. En la costa adriática, Rávena y la llamada Pentápolis, bastión de los bizantinos, que comprendía Ancona, Fano, Pesaro, Rímini y Sinigalia. En el Lacio, solamente Roma y sus alrededores, y en el Mediodía, Nápoles, Pestum, Salerno y parte de los Abrazos. Los longobardos, gente de tierra adentro, ocuparon, en resumidas cuentas, la Italia continental, dejando a los bizantinos las zonas costeras y las islas.

En 569, mientras los ejércitos longobardos devastaban la península, había estallado una epidemia de peste, seguida de una espantosa hambruna. El historiador Paulo Diácono cuenta que los rebaños vagaban abandonados por las amplias llanuras de Lombardía, por Toscana y el Lacio; los padres dejaban insepultos los cuerpos de sus hijos; el trigo esperaba en vano la hoz y los racimos de uva se pudrían en las viñas. Por doquier reinaba el silencio, la desolación, el hedor de cadáveres descompuestos, amontonados en las plazas o esparcidos por los campos.

El año 572, después de tres de reinado, Alboino murió inesperadamente, víctima de una conjura tramada por su mujer. Rosmunda se vengó así de las continuas afrentas del marido, que en los banquetes la obligaba a beber en el cráneo de su padre, el viejo rey de los gépidos, asesinado por los longobardos en Panonia. Tras el delito, Rosmunda huyó con uno de los conspiradores, un tal Elmequis, su amante según parece. La pareja se refugió en Rávena, donde fue recibida con todos los honores por Longino, que no acababa de creerse que pudiese poner sus manos al mismo tiempo en la reina y en el tesoro real que esta había llevado consigo. Insinuándole la posibilidad de convertirla en la Primera Dama de Rávena, el virrey la indujo a deshacerse de su amigo. Un buen día, mientras Elmequis estaba bañándose, Rosmunda entró en el frigidarium y le ofreció un vaso de un cordial. Tras dar unos sorbos, Elmequis fue acometido por unos desgarradores dolores de vientre. Salió tambaleándose del baño, blandió la espada y obligó a Rosmunda a beber del mismo vaso. Los dos cadáveres fueron descubiertos poco después por el mismo Longino.

Después de la muerte de Alboino siguió un breve interregno. Avanzada la primavera de 572, los longobardos eligieron rey a Clefo, que conquistó Emilia, Rímini y parte de Umbría, sembrando la desolación por donde pasaba. Los mismos longobardos lo detestaban, porque era un hombre ávido y de pésimas costumbres. Un esclavo acabó asesinándolo dos años después. En 574, treinta y seis duques se reunieron en Pavía para elegir un sucesor. Pero al no lograr ponerse de acuerdo sobre quién sería, porque cada uno se proponía a sí mismo, constituyeron una especie de confederación y pusieron al frente de ella al duque de Pavía, que con los del Friuli, Espoleto y Benevento gozaba de una posición de preeminencia. Pero se trataba de una supremacía ficticia y de un cargo puramente honorífico. En realidad, cada uno atendía a lo suyo.

Con la institución del ducado fueron barridos los últimos residuos de la aristocracia senatorial romana. Los mismos longobardos se encargaron de liquidar a los supervivientes de las grandes dinastías de los tiempos de César y de Cicerón. Los pocos que sobrevivieron a las «purgas» fueron reducidos a la esclavitud.

Los duques más inquietos eran los de Espoleto y Benevento, que querían conquistar Roma y el Lacio. En el verano de 578, a la muerte del Papa Benedicto I, pusieron sitio a la urbe, defendida por la milicia ciudadana y una reducida guarnición griega. El nuevo Papa, Pelagio[16], envió al emperador de Oriente una embajada y tres mil libras de oro pidiéndole que mandara un ejército a Italia para liberarla de los longobardos, como Justiniano la había liberado de los godos. Pero sobre Constantinopla gravitaba entonces la amenaza persa. El basileus devolvió el oro al Papa, con el consejo de que lo empleara en sobornar a los duques, que, de hecho, renunciaron a sus propósitos y se retiraron.

Entretanto, el inepto Longino había sido licenciado y sustituido por un tal Smaragdo, que fue el primer virrey griego con el título de Exarca. Era juez supremo, tenía plenos poderes de paz y de guerra, nombraba a los funcionarios civiles y designaba los altos cargos militares. Por delegación imperial confirmaba o revocaba la elección del Papa, elegido por el clero y el pueblo romano; pero en cualquier momento, y sin previo aviso, el basileus podía deponerlo.

Por dinero también fue atraído a la causa bizantina Drofulto, duque de Brescello, y el suburbio de Classe volvió a las manos del virrey. Sin embargo, cuando el pontífice invitó a acudir a Italia con la promesa de cincuenta mil monedas de oro a Childeberto, rey de los francos, un pueblo de origen germano que habitaba en el otro lado de los Alpes, los duques convocaron una dieta, o asamblea extraordinaria, en Pavía. Diez años de interregno habían sembrado entre ellos la discordia y la anarquía. Disolvieron la confederación y rehicieron el reino longobardo con el hijo de Clefo, Autario, que volvió a reducir a los francos a sus confines.

Más o menos por aquellos años, un auténtico diluvio universal sumergió a Italia. La furia de las aguas barrió granjas enteras. Centenares de pueblos fueron literalmente convertidos en lagos. El Adigio se desbordó e invadió las calles de Verona, donde solo la iglesia de San Zenón escapó milagrosamente a la furia de los elementos. A pesar de que sus paredes fueron asaltadas por olas de diez metros de altura, según se lee en una crónica de la época, ni siquiera una gota se filtró a través de ellas, pues los muros habían sido impermeabilizados por las reliquias de los santos en ellos contenidas. En Roma, las aguas del Tíber inundaron los barrios bajos de la ciudad. De las olas emergieron centenares de serpientes y un dragón de proporciones gigantescas que, después de haber atravesado las calles de la ciudad, desapareció en dirección del mar. Al menos esto decía la despavorida gente.

Autario gobernó seis años, ocupó una vasta región a los pies de los Alpes y conquistó Calabria. Se cuenta que, al llegar a Reggio, sin desmontar del caballo arrojó su lanza contra una columna de mármol que había en la puerta de la ciudad exclamando: «Aquí termina mi reino». El año 590 se casó con una bella muchacha rubia, de origen bávaro, la católica Teodolinda, hija de un duque Garibaldi. El matrimonio, dictado por la razón de Estado, aparte de la del corazón, se celebró con gran pompa en Verona. Al cabo de un año, Autario murió inesperadamente.

Contra toda tradición, los duques confirmaron como reina a Teodolinda que, después de haberse casado con él, asoció al trono al duque de Turín, Agilulfo, un valiente y apuesto guerrero que extendió el dominio longobardo a Padua, Mantua, Cremona, Camerino y Perusa.