XXVI. ENTRE ROMA Y BIZANCIO

Los godos primero y los longobardos después arrancaron Italia al Imperio. Durante mucho tiempo Bizancio conservó en la península una cabeza de puente, Rávena, y un interlocutor, el Papa. En Rávena residía el Exarca, que se había convertido en una especie de virrey. Oficialmente era el representante del emperador, pero en realidad no representaba más que su impotencia. Estaba en relación con el pontífice. Iba de Rávena a Roma y de Roma a Constantinopla. Recibía órdenes del basileus y las transmitía al Papa, que por lo general las transgredía.

Roma reafirmaba su propia obediencia a Bizancio, pero con acentos cada vez más polémicos. El Imperio de Oriente había desencadenado contra Occidente, cuya urbe seguía reivindicando el título de capital moral, el aluvión godo y no había sabido apartar el longobardo. Las relaciones del Papa con el patriarca de Constantinopla eran tensas. Este no reconocía la supremacía de aquel y reclamaba para sí un primado que los grandes concilios le habían negado. Era inevitable que el cordón umbilical que unía a Bizancio con Roma terminara por romperse. Dos acontecimientos precipitaron la crisis: el edicto contra las disputas religiosas o Tipo, y el lanzado contra el culto de las imágenes, o Iconoclasmo.

El Tipo fue proclamado en 648 por el emperador Constantino II. Era un hombre escéptico, avasallador y extraño. Le gustaba mandar. Nunca iba a la iglesia y detestaba a los monjes que infestaban el Imperio y lo corrompían. Solo en Bizancio había cerca de diez mil. Vivían de limosnas y guardaban en los conventos las reliquias de los santos y de los mártires que el pueblo sencillo y crédulo veneraba como milagrosos talismanes. Eran pendencieros, intrigantes y depravados. Fomentaban desórdenes y urdían conjuras. Se les recibía en la corte con todos los honores, sobre todo por parte de las emperatrices, de las que a veces eran confesores y a menudo amantes. El basileus los protegía y el patriarca los temía. Con el Tipo, Constante se hizo la ilusión de que los constreñía de nuevo a la cura de almas y ponía fin a las interminables disputas que desencadenaban y que habían terminado por contagiar también al clero secular. El Tipo contenía sanciones contra los que no se amoldaran. El transgresor, en caso de tratarse de un obispo, era depuesto; si era seglar, se le expulsaba; si era noble se le castigaba con la confiscación de todos sus bienes, que pasaban a las arcas del Estado. El patriarca ratificó el decreto y lo hizo ejecutivo.

En Italia, sin embargo, desencadenó truenos y rayos. El Papa Martín convocó en Letrán un concilio de doscientos obispos que excomulgó al patriarca. No se atrevió a excomulgar a Constante, pero con aquel gesto se sobrentendía la condena. Resuelto a imponer el Tipo también en Italia, el emperador ordenó al exarca Olimpio que fuera a Roma y asesinara al pontífice. Olimpio partió con una reducida escolta de soldados. Los romanos lo acogieron con hostilidad. El sicario encargado de apuñalar a Martín mientras celebraba la misa en el altar de Santa María la Mayor, se quedó ciego en el instante mismo de atacarlo. Así lo refieren al menos las fuentes eclesiásticas, que siempre han sustentado la historia sobre milagros. Olimpio salió de Roma y fue a Sicilia, donde años después murió combatiendo contra los sarracenos.

En junio del año 653, Constante confió al nuevo exarca Kaliopas la misma misión en la que había fracasado su predecesor. Martín se refugió en la basílica de Letrán y se encerró en un baldaquín que había hecho instalar al pie del altar. Nada de eso impidió a los soldados bizantinos entrar en el templo y arrastrar fuera al Papa. El pueblo se amotinó contra el emperador y corrió la sangre. La mañana del 19 de junio, al amanecer, el pontífice, viejo y enfermo, fue cargado en una nave con seis acólitos y un cocinero. Llevado a Naxos, fue encerrado en una especie de taberna, donde estuvo más de un año, sometido a continuas vejaciones y a toda clase de incomodidades. Sus carceleros le prohibían hasta afeitarse y cortarse el cabello. Solo dos veces le permitieron bañarse en todo ese tiempo.

En septiembre del año siguiente fue trasladado a Constantinopla. Durante la travesía cayó enfermo de disentería, y cuando desembarcó los bizantinos lo acogieron con burlas. Tres meses después era procesado. En el tribunal, los jueces le prohibieron que se sentara. Cuando le fallaban las fuerzas, lo sostenían dos soldados. Un intérprete lo interrogaba. Martín ignoraba el griego y sus acusadores el latín. Fue declarado culpable de entendimiento con los enemigos de Jesucristo, y de escasa devoción a la Virgen, y condenado a muerte. Después la pena le fue conmutada por la del destierro, que cumplió en el Quersoneso, junto al Ponto Euxino, donde en septiembre de 655 murió de gota, olvidado por todos. La Iglesia lo canonizó.

Durante su exilio, en Roma había sido elegido Papa un sacerdote llamado Eugenio que reinó tres años sin que le importara nada ni el Tipo ni los bizantinos. Le sucedió un tal Vitaliano, que en cambio tuvo que hacer cuentas con Constante. El joven basileus había decidido trasladar de nuevo la capital a Roma y restaurar el Imperio de Occidente. El absurdo proyecto no estaba inspirado en nobles propósitos de gloriosa reconquista, que fue impuesto por un miedo vergonzoso. Los musulmanes presionaban desde el este sobre Grecia y amenazaban con desbordarla. A mediados de 622, casi en secreto, Constante zarpó desde la nueva Roma para dirigirse a la vieja. Cuando la nave levó anclas, se encaminó hacia la popa y vuelto hacia sus conciudadanos, que llenaban el muelle, escupió repetidas veces hacia ellos. Nunca había amado a los bizantinos, que por su parte lo detestaban. A principios de 663 desembarcó en Tarento. Invadió el ducado de Benevento, pero fue puesto en fuga por los longobardos que acudieron en defensa del territorio. Entonces se volvió hacia el norte, y se dirigió a Roma. El 5 de julio entró en la ciudad. El Papa lo bendijo y el pueblo lo llevó en triunfo hasta la basílica de San Pedro, sobre cuyo altar depuso ricos dones.

Constante permaneció en Roma doce días, el tiempo suficiente para despojar la cúpula del Panteón quitando las tejas de cobre que lo cubrían. Y a los trece días cargó todo aquello en sus naves y se fue a Siracusa. Murió el año 668, en Sicilia, asesinado por un siervo que lo golpeó con una jabonera mientras estaba en el baño. Con él moría el último proyecto de poner a Italia bajo el Imperio bizantino.

El Iconoclasmo reafirmó y recrudeció la crisis iniciada por el Tipo y que ni siquiera se había aplacado con la muerte de su autor. El edicto contra el culto de las imágenes fue promulgado el año 726 por el emperador León III. León había nacido en Cilicia, en el seno de una familia armenia; el padre era un rico ganadero de ovejas. Cuando Justiniano II fue coronado emperador, León le llevó personalmente quinientas como regalo a Constantinopla. El basileus correspondió al presente nombrándolo guardia del palacio y después comandante de las legiones de Anatolia. A la muerte de Justiniano II estallaron en Bizancio graves desórdenes. León, que mandaba el ejército, los sofocó y logró hacerse proclamar emperador. Era un hombre tozudo y ambicioso, además de un magnífico soldado. En 717 libró a Constantinopla de la flota sarracena que cruzaba el Bósforo. Los historiadores atribuyeron el alejamiento de este peligro a la intercesión de la Virgen.

Reinaba ya desde hacía doce años cuando, en 726, tal vez bajo la influencia del judaísmo o del islam, prohibió el culto de las imágenes sagradas, o iconos, y ordenó su destrucción. El Antiguo Testamento prohibía la reproducción de los animales terrestres, incluido el hombre. En efecto, las iglesias primitivas carecían de esta clase de ornatos y la divinidad nunca era representada. Las imágenes fueron una contaminación publicitaria, un vehículo de propaganda impuesto sobre todo por el hecho de que las poblaciones que había que convertir, primitivas y analfabetas, eran más sensibles a la figura que a la palabra. Pero se había abusado de ello y la multiplicación de imágenes dio lugar a un comercio escandaloso.

Los santos más de moda eran, naturalmente, los apóstoles y los padres de la Iglesia. Cada uno de ellos tenía sus admiradores. San Pablo era el ídolo de las mujeres, que guardaban su imagen en el bolso o bajo la almohada. Los ricos no se conformaban con un simple icono. Incluso pretendían una estatua de tamaño natural. Así, la industria de las imágenes sagradas se había convertido en todo el Imperio en un tráfico bastante floreciente. Sus empresarios eran los monjes, que habían invertido en ella un inmenso capital de mentiras y embrollos. En Oriente, no había casa ni tienda ni cantón sin la efigie de un santo o de un mártir. En Bizancio existían incluso clubes con los nombres de este o aquel. Sus miembros usaban la imagen del santo como distintivo y amuleto. La iconolatría dio origen a manifestaciones de fanatismo que muchas veces degeneraron en alborotos y aun verdaderas escenas de histeria colectiva. Cuando estallaba una epidemia, el pueblo se echaba a la calle blandiendo cruces, exponiendo imágenes y multiplicando el pánico.

Para León el culto de las imágenes era tanto una superstición como un elemento de inestabilidad. El año 730, ante el Senado, proclamó traidor a la patria a quien lo practicara. El alto clero apoyó el edicto, el bajo clero y los monjes se amotinaron en contra y el pueblo se horrorizó. En la capital estallaron sangrientos tumultos. En las Cicladas, los rebeldes repusieron a León y armaron una flota contra Bizancio. En Italia, el Papa Gregorio[23] convocó un concilio que excomulgó al emperador y dispensó a los romanos de pagarle tributo.

Y esta fue otra etapa en el camino de la ruptura entre Bizancio y Roma que debía consumarse trescientos años después.