XXXI. CARLOMAGNO
Un fresco hallado en Tívoli y conservado en el Museo Vaticano representa a Carlomagno en edad avanzada. El rostro, por encima del cual sobresale una pesada corona, es enjuto y afilado. Los cabellos largos y blancos cubren las orejas y descienden en flecos sobre la frente, amplia y surcada de arrugas. Los ojos son pequeños y oscuros, la nariz recta y delgada, y sus orificios levemente dilatados. Las largas guías de los bigotes caen a los extremos de la boca. Unas abundantes patillas y una barba de chivo en dos puntas enmarcan la cara.
Una estatuilla de bronce que se halla en el Museo de Cluny de París retrata a Carlomagno a caballo. En las manos sostiene los símbolos del poder: el globo en la izquierda y en la derecha la espada. La corona tiene piedras incrustadas. No lleva barba, sino solo unos bigotes caídos. Viste el traje tradicional de los francos: túnica drapeada, un chaleco de nutria y unos calzones de lino. Calza botas de cuero, ceñidas a los pies por robustas cintas.
Estas dos imágenes son las de un Carlomagno viejo, patriarca aureolado de prestigio imperial. Pero de joven, según Eginardo, su biógrafo oficial, era un mozo guapo, moreno, robusto y de estatura superior a la media. Sus únicos defectos eran la voz, un tanto chillona, el cuello de toro y una cierta tendencia a engordar, ayudada por un buen apetito, pero sin llegar a la glotonería. Carlos comía bien, pero cosas sencillas. De las carnes, prefería la del cerdo, aunque sus gustos eran bastante vegetarianos. Su dieta se basaba en ajos, cebollas, coles y habas. Pero esos platos aldeanos se los hacía servir al toque de vísperas por duques y condes haciendo las veces de camareros y en bandejas de plata, y no por afición a la etiqueta, que más bien le impacientaba, sino para demostrar, incluso en la mesa, que el amo era él.
Eginardo cuenta que uno de los días más felices de Carlos fue aquel en que descubrió el queso. Fue un obispo amigo suyo quien, al invitarlo a comer un viernes, le ofreció un queso de oveja. Carlos, que nunca había visto semejante cosa, cortó una tajada y mordisqueó la cascara, y como la encontró desagradable se puso furioso. Buen trabajo le costó al obispo convencerle que lo bueno era la pulpa. Cuando la hubo probado, Carlos se mostró encantado, y desde ese día no faltó en su mesa aquel dessert. Hasta se lo llevaba consigo en sus viajes.
En cambio, era casi abstemio, cosa rara entre aquellos francos, grandes bebedores de vino, que consumían con cualquier pretexto, incluidos los funerales, en los que se brindaba por el alma del difunto hasta embriagarse. Carlos combatió esta costumbre con el escrúpulo de un prohibicionista cuáquero. Persiguió las borracheras y amenazó con la prisión a los contraventores.
Su vida doméstica tenía aspectos extraños y hasta desconcertantes. Gustaba de la intimidad, y por las noches siempre cenaba con su esposa, sus hijos y el confesor, que le recitaba salmos y fragmentos de La ciudad de Dios, su libro preferido. Pero no dormía con su esposa y tenía en su propia casa un determinado número de amantes. Aunque adoraba a sus hijas, nunca consintió que se casaran, lo que ha originado la sospecha, al parecer infundada, de que mantenía relaciones incestuosas con ellas. Por su parte, las hijas se vengaron de esa prohibición con sus devaneos, de los que nacieron algunos hijos, que Carlos aceptó como nietos, sin protestar.
Era religioso, pero no gazmoño. Se levantaba al amanecer, bebía un vaso de agua, comía una manzana, se ponía un vestido viejo y botas de cuero, montaba a caballo y durante horas enteras cazaba en los bosques con un reducido séquito, cuando no solo. Era la preparación higiénica a una jornada llena de compromisos, entre los que había que contar también los de su administración privada. Porque este rey, señor de media Europa, no tenía dinero y se veía obligado a hacer sus cuentas con el propio balance personal. Para equilibrarlo, disponía de una huerta, una granja de gallinas y un comercio de huevos. La renta le servía para mantener sus tres residencias, entre las cuales se desplazaba continuamente: Heristal en Brabante, Worms junto al Rin y Aquisgrán en Austrasia. Esta última capital era su favorita a causa del clima benigno, de los bosques que la rodeaban y de las aguas termales, famosas desde los tiempos de los romanos. Carlos, que sufría de reumatismo y gota, había restaurado las fuentes, y el poeta Angiberto nos lo describe dirigiendo las obras de los excavadores que removían el suelo en busca de nuevas fuentes, y de los obreros que fabricaban tinajas para el baño y una piscina de pórfido y mármol en la que adquirió la costumbre de nadar largamente todos los días.
En Aquisgrán mantenía a su animal favorito: el elefante Abdul-Abbas, regalo del califa de Bagdad. Carlos lo había alojado en la corte como un huésped de honor, lo lavaba personalmente, hablaba con él y a causa de este exceso de afecto fue el causante involuntario de su muerte, pues un día le hizo coger una solemne indigestión. Lloró mucho y ordenó un día de luto nacional.
Desgraciadamente, sus estancias en la querida ciudad no duraban mucho. Carlos era un rey extravagante. La inmensidad de sus dominios y la necesidad de permanecer en contacto con las provincias más apartadas y con sus problemas locales, lo obligaban a una vida errante e incómoda. Viajaba como un peregrino pobre, en un simple carro tirado por bueyes, con el menor equipaje posible, pero en el que siempre había una caja de queso de oveja, y se alojaba bajo los techos que encontraba en el camino, fueran de campesinos o de religiosos. Amaba a sus súbditos y de buena gana se mezclaba con ellos; administraba personalmente la justicia, incluso, a veces, ejerciendo funciones de pretor, y allí donde iba recomendaba a todos que educaran bien a sus hijos. Decía que las mujeres debían aprender a coser y lavar, y los hombres la natación, la caza y la equitación, y sobre todo a leer y escribir.
Esta era la espina clavada en su flanco, su lado patético. Carlos, que por las noches se acostaba pronto, dondequiera que se encontrase, pero padecía de insomnio, se pasaba a menudo las noches estudiando el abecedario y tratando de comprender las letras. Pero en balde. Aquel genio de la política y de la guerra, que había conquistado medio mundo, nunca logró dominar el alfabeto. A fuerza de hacérselos repetir por su confesor, aprendió de memoria los salmos y hasta los cantaba bastante bien, porque, aunque su voz era chillona, gozaba de buen oído, y llegó incluso a decir de memoria muchos fragmentos de La ciudad de Dios. Pero aunque a edad avanzada todavía se pasaba las noches quemándose las cejas, nunca tuvo la satisfacción de leer y escribir correctamente.
Y sin embargo, fue Carlomagno.
Liquidado Desiderio en pocos meses, Carlomagno empleó muchos años en consolidar la conquista de la península, que no obstante nunca incluyó el territorio que se extendía al sur de Roma. Renunció a colonizar a los longobardos, porque eran más civilizados que los francos, y dejó que fuesen independientes algunos de sus ducados, como el de Benevento. Respetó sus costumbres y conservó sus leyes; calcó su burocracia sobre los esquemas de la ley longobarda y hasta asignó algunas comarcas a ex funcionarios de Desiderio. La obra de pacificación que llevó a cabo fue sabia y de amplias miras. El día siguiente de la caída de Pavía asumió automáticamente el título de rey de los francos y de los longobardos y se convirtió, con el Papa, en el protagonista de la historia de Italia.
Las relaciones entre Adriano I y Carlomagno están contenidas en las cartas que se escribieron durante más de veinte años. La esencia de los mensajes papales en un continuo lamento contra los abusos de que era, o creía ser, víctima, incluso por parte de los sacerdotes. En una epístola de 774, el pontífice acusa al obispo de Rávena, León, de haberse adueñado abusivamente de Faenza, Forli, Ferrara, Imola y Bolonia, que pertenecían al ducado romano. Carlomagno no toma posición. Tres años después muere León y su sucesor, Juan, se reconcilia con el Papa. Fue esa una de las innumerables disputas territoriales en las que Adriano trató, pero casi siempre inútilmente, de envolver al rey franco. El pontífice y Carlomagno se escribían en latín, la única lengua que conocían los dos.
El Papa, que despreciaba a los carolingios no menos que a los longobardos, siempre se había negado a aprender el franco.
Las cartas de Adriano nos informan acerca de las condiciones de la Italia contemporánea. Había pasado el período de las invasiones bárbaras, pero las ruinas y la miseria que lo siguieron habían quedado. En el año 778, Treviso fue sacudida por un tremendo terremoto en el que las víctimas se contaron por millares. El éxodo de los habitantes hacia el campo fue la consecuencia de aquella catástrofe y acentuó el proceso de desurbanización, que fue una de las características de la Edad Media.
Durante algunos años, Carlomagno y Adriano no se escribieron. Ignoramos las razones de este silencio, que fue roto en vísperas de la segunda visita del rey franco a Roma, en abril del año 781. Carlomagno, acompañado de su esposa Hildegarda y de sus dos hijos, Carlomán y Luis, de cuatro y dos años respectivamente, llegó a la urbe el día de Pascua. El motivo oficial del viaje era el bautizo de Carlomán. El pontífice celebró el rito en la basílica de San Pedro, impuso al pequeño príncipe el nuevo nombre de Pipino y lo proclamó rey de Italia. Pocos días después, Carlomagno salía de Roma. En el viaje de regreso se detuvo en Florencia e hizo una breve estancia en Milán, donde asistió al bautismo de su hija Gisila. A primeros de agosto volvió a cruzar los Alpes, después de haber confiado Italia a un gobernador franco, que la rigió en nombre de Pipino.
En el año 787, Carlomagno cruzó por tercera vez las murallas de la urbe, en esta ocasión sin hijos y sin su querida Hildegarda, que había muerto el año anterior y a la que había sustituido por Fastrada, una mujer petulante e histérica. Tal vez fue el deseo de estar lo más lejos posible de ella lo que le hizo prolongar su estancia mucho más de lo previsto, puesto que permaneció en Roma más de un mes. Mientras se hallaba allí, una delegación enviada por el duque de Benevento, Ariquis, encabezada por su hijo Romualdo, pidió que la recibiese. El ducado longobardo de Benevento era una espina en el costado del Papa, que temía las pretensiones de Ariquis respecto del norte, pero sobre todo veía comprometidas las suyas en el sur. Adriano proyectaba la conquista del Mediodía y su anexión al ducado romano; en sus planes, el brazo militar para realizar este plan eran, naturalmente, los francos.
El temor de que Carlomagno marchara sobre su territorio y la esperanza de disuadirle, indujeron a Ariquis a enviar su propio hijo en embajada a Roma. Romualdo colmó de regalos al rey franco y le pidió que no declarara la guerra a su padre; pero cuando los embajadores se hubieron marchado, el Papa llamó al rey al Vaticano y con sollozos le pidió, en nombre de san Pedro, que invadiera el ducado de Benevento.
Carlomagno, que no sabía decir no a san Pedro, alistó un ejército, se puso a la cabeza del mismo y se dirigió a Capua, donde sentó sus reales. Ariquis, pillado por sorpresa por aquel cambio de actitud, pidió una tregua, que le fue concedida. En cambio, se empeñó a pagar a los francos un tributo anual de siete mil sueldos, a entregar quince rehenes, entre ellos sus hijos Romualdo y Adalgisa, y a hacer cortar la barba a sus súbditos, según la costumbre carolingia.
A finales de marzo del mismo año 787, Carlomagno volvió a Roma, donde pasó la Pascua en compañía del Papa, del que se despidió para ir a Rávena. El 15 de julio regresó a Worms. El 21, Romualdo murió a la edad de veintiséis años. Más de un mes después, el 26 de agosto, moría también su padre, Ariquis. El ducado estaba a punto de sumirse en el caos porque el heredero al trono era un rehén en manos de los francos. Pero en la primavera del año 788, inesperadamente, Carlomagno liberó a Grimoaldo, que volvió a Benevento, donde fue acogido por una muchedumbre delirante.
El único que no deliró fue Adriano. El gesto de clemencia del rey franco, cuyo fin, evidentemente, era no turbar el equilibrio político en la Italia centromeridional, fue acogido en Roma como una traición. El Papa, indignado, escribió a Carlomagno acusándolo de haber tratado a Grimoaldo mejor que a san Pedro, en cuyas manos había puesto Jesucristo las llaves del reino de los cielos. Era un grito de dolor, pero también una amenaza. A esta carta siguieron otras, más o menos por el estilo. El día de Navidad del año 795 murió el combativo Adriano. Cuando le llevaron la noticia, Carlomagno estalló en sollozos y Eginardo asegura que el dolor del rey era sincero. El mismo día de la sepultura de Adriano fue elevado al solio un hombre de curia, que tomó el nombre de León III[25].
El nuevo pontífice era muy impopular. El día siguiente de su coronación, algunos nobles, entre ellos dos sobrinos de Adriano, Pascual y Campólo, lo acusaron públicamente de adulterio y perjurio. León ni siquiera intentó defenderse. Se limitó a enviar a Carlomagno las llaves del sepulcro de san Pedro y el estandarte de la ciudad.
La lucha entre los «palatinos» y los herederos de Adriano se gestó sordamente durante cuatro años, y estalló el 25 de abril de 799. Mientras el pontífice se disponía a dirigir una procesión por las calles de la ciudad, fue asaltado por una banda de nobles encabezada por Pascual y Campólo. León, según el Libro Pontifical, fue golpeado y abandonado en medio del Corso, con la lengua cortada y los ojos ciegos. Ninguno de sus fieles, armados únicamente con estandartes y cruces, levantó un dedo para defenderlo. Todos, presa del terror, se dieron a la fuga. Al atardecer, los agresores volvieron al lugar de la emboscada y con gran estupor vieron que el Papa respiraba aún. Pascual y Campólo le cortaron otro pedazo de lengua y después lo arrastraron hasta el monasterio de San Erasmo, en el monte Celio. Allí, esa misma noche, san Pedro se presentó en sueños al mutilado y le devolvió el habla y la vista. Al amanecer, con la complicidad de un monje, León descendió con ayuda de una cuerda desde su celda. En tierra fue acogido por algunos fieles, que lo pusieron sobre un mulo y lo llevaron salvo a San Pedro, de donde partió hacia Espoleto.
Casi un mes estuvo en la ciudad umbría. Después se puso en marcha hacia Sajonia, directamente a Paderborn, donde Carlomagno había fijado su residencia de verano. Llegó en pleno mes de julio. El rey franco lo acogió con mucha consideración y una pizca de frialdad. Al mismo tiempo que León, habían llegado a Paderborn emisarios de Pascual y Campólo, con el fin de reafirmar sus acusaciones. Carlomagno escuchó las dos versiones, nombró una comisión de investigación y le dio el encargo de dilucidar el caso.
El pontífice se detuvo en Sajonia unos meses, durante los cuales celebró frecuentes conversaciones con el rey franco, a quien regaló las reliquias del protomártir san Esteban. Según algunos historiadores, fue precisamente durante estas conversaciones cuando Carlomagno pidió a León que lo coronara emperador, comprometiéndose, en cambio, a echar tierra sobre las acusaciones que los sobrinos de Adriano lanzaban contra él.
Naturalmente, se trata de conjeturas que quizá tengan, en nuestra opinión, algún fundamento. En el año 799, Carlomagno era dueño de Europa. Las fronteras de su reino se extendían desde el Elba a los Pirineos, desde la llanura del Po al mar del Norte. Era natural que pensara en aquel Imperio de Occidente cuyo legítimo titular, esto es el emperador de Oriente, hacía tiempo que no estaba en condiciones de administrar.
León regresó a Roma a finales de noviembre, acompañado de la comisión de investigación, que se puso a trabajar de inmediato. Al cabo de una semana encontró que las acusaciones contra el Papa carecían de fundamento. Ordenó la detención de los sobrinos de Adriano y los envió a Carlomagno para que les aplicara el castigo que merecían. El rey franco los hizo encerrar en un monasterio y se preparó para partir hacia Roma cuanto antes. Fijó la fecha del viaje para comienzos de junio, pero la repentina muerte de su esposa le obligó a aplazarlo hasta los primeros días del otoño.
El 24 de noviembre del año 800 llegó a la urbe donde fue acogido por el Papa y por una enorme muchedumbre de sacerdotes, romanos y aldeanos a los que León había hecho acudir de toda la región del Lacio. El 2 de diciembre, el pontífice convocó un sínodo en la basílica de San Pedro, en el que intervinieron las altas jerarquías eclesiásticas y los nobles carolingios que habían acompañado al rey a Roma.
Carlomagno inauguró personalmente la asamblea manifestando el objeto de su visita, que era dar a conocer a todos y sancionar las conclusiones de la comisión. El día siguiente, León inauguró el sínodo declarándose dispuesto a hacer pública penitencia por los delitos de que se le había acusado falsamente. El gesto desencadenó una tempestad de aplausos. La asamblea condenó a muerte a Pascual y a Campólo, pero la pena, por intercesión del pontífice, fue conmutada por la de exilio. Carlomagno se pasó las semanas siguientes realizando peregrinaciones a las iglesias de Roma.
Entretanto, se acercaba el gran día de la coronación. El 25 de diciembre, el rey franco, escoltado por sus nobles, cruzó la ciudad entre las aclamaciones de la multitud en dirección a la basílica de San Pedro. Vestía la túnica y las sandalias romanas, en vez de los calzones y las botas francas. Sus cabellos se habían hecho grises y los hombros se le habían encorvado un poco. Tenía la frente surcada de profundas arrugas, pero su aspecto aún era juvenil, y parecía estar en la plenitud del vigor. El cortejo entró en el templo entre dos filas de prelados, atravesó la nave central iluminada por mil trescientas setenta velas y adornada con imágenes de santos, y llegó al presbiterio. Una vez allí, Carlomagno se destacó del séquito y cruzó la balaustrada. Fue a arrodillarse a los pies del altar mayor y se recogió en oración. En aquel momento, León, que estaba celebrando la misa, sacó del tabernáculo una corona de oro y la puso sobre la cabeza del rey franco. Por tres veces, la aclamación en latín «A Carlos Augusto, coronado por Dios, poderoso y pacífico emperador, vida y victoria», resonó en el templo. El historiador Teófanes cuenta que antes de ser coronado, Carlomagno fue completamente desvestido por el Papa y ungido de pies a cabeza. Las fuentes eclesiásticas refieren que León consagró también al pequeño Carlos rey de los francos, como su predecesor había hecho con Pipino y con Luis. Al final de la ceremonia, Carlomagno depositó a los pies del altar ricos dones, entre ellos una mesa de plata, una patena de oro y tres cálices cubiertos de pedrería.
Los cronistas laicos, sin embargo, dan del acontecimiento una versión distinta. Sostienen que aquella coronación pilló al rey franco por sorpresa. Eginardo escribe: «Carlomagno nunca habría cruzado el umbral de San Pedro, aunque fuera Navidad, si hubiese sospechado la astuta jugada que el Papa se disponía a hacer».
El nuevo emperador salió de Roma a primeros de mayo, camino de Pavía, donde recogió un juego de ajedrez en marfil que el califa de Bagdad, Harun-al-Rashid, le había regalado. De allí partió hacia Aquisgrán. Aunque se hubiera tratado de una «astuta jugada» del Papa, no parecía muy enfadado. Pero tal vez ni siquiera él, a pesar de su intuición, valoraba plenamente la importancia de aquel nuevo título con que volvía a casa. Se trataba de un título destinado a dificultar durante mil años la historia de Europa.