XXXIV. EL HUNDIMIENTO
El año 806 Carlomagno convocó una gran asamblea de nobles y eclesiásticos y dividió el Imperio entre sus hijos. Asignó a Pipino Aquitania e Italia, a Luis una ancha zona de Baviera y Alemania al sur del Danubio, y a Carlos, que era su predilecto, Neustria, Austrasia, parte de Baviera, Frisia, Sajonia y Turingia. En julio de 810 murió Pipino, y en diciembre de 811, cuando solo tenía treinta y nueve años, Carlos. Quedaba Luis, llamado el Piadoso (Ludovico Pío). En el verano de 813, el padre lo asoció al trono y el 10 de septiembre de aquel mismo año, en presencia de los obispos y de los condes francos, le puso sobre las sienes aquella corona que, en la noche de Navidad del año 800, había recibido del Papa, a quien esta vez ni siquiera se había consultado. La ceremonia se desarrolló en Aquisgrán en la iglesia del Salvador. Al final del rito, Carlomagno abrazó a su hijo y los dos estallaron en sollozos. El mismo día Luis volvió a Aquitania.
La salud de Carlomagno había comenzado a declinar hacía ya algunos años. Los ataques de gota eran cada vez más frecuentes. Una caída del caballo le había producido una fuerte distensión en el pie y le obligaba a utilizar bastón. En Aquisgrán, según los cronistas, habían ocurrido ciertos prodigios que no dejaban presagiar nada bueno. Un día, mientras realizaba su habitual cabalgada matutina, Carlomagno había sido como encandilado por el resplandor de una estrella fugaz. Su espada cayó hecha pedazos, la lanza que sostenía en la mano derecha salió disparada a diez metros de distancia y él mismo fue derribado a tierra. Una trágica cadena de calamidades naturales y de otros fenómenos celestes confirmaron después la respuesta que los magos habían deducido de este episodio.
A principios de noviembre del año 813, Carlomagno cayó presa de una misteriosa fiebre. Como solía hacer cuando no se encontraba bien, se tendió en su lecho a la espera de que el mal pasara por sí solo. Se alimentaba casi exclusivamente de zumo de frutas. Las hijas se turnaban a su cabecera y le leían la Biblia y La ciudad de Dios. El 21 de enero de 813 sobrevino una repentina complicación pulmonar que, según Eginardo, se manifestó con una dolorosa punzada en el costado. El día 27, sintiendo que se acercaba el fin, el enfermo llamó al arzobispo de Colonia, Ildibaldo, que le suministró la extremaunción. El día 28, por la mañana, intentó hacer la señal de la cruz, pero le cayó la mano sobre el pecho a causa de la debilidad. Murió a las nueve, después de haber encomendado su alma a Dios.
El cadáver fue lavado, vestido y trasladado a la basílica de Aquisgrán, donde el mismo día fue enterrado en un antiguo sarcófago sobre el cual su hijo Luis hizo inscribir este epitafio: «Bajo esta losa descansa el cuerpo de Carlos, grande y ortodoxo Emperador que extendió noblemente el reino de los francos y gobernó afortunadamente durante cuarenta y seis años. Murió a los setenta y dos, el año del Señor 814, cinco días antes de las calendas de febrero».
La muerte de su fundador fue el principio del fin del Imperio carolingio. Luis era un hombre beato y melancólico. Sus súbditos lo llamaban el Pío por su celo, pero más aún por su simpleza. Siempre había vivido a la sombra de su padre, de quien, además de la corona, había heredado la pasión por la caza. Fue educado por sacerdotes, de los cuales fue siempre instrumento y reclamo. Iba todas las mañanas a misa, observaba escrupulosamente las vigilias y se sometía a penitencias y ayunos.
Los súbditos lo amaban porque una vez había pagado de su propio bolsillo la vanoni[28] por todos. Antes de que su padre lo coronara emperador, hubiera deseado retirarse a un convento. Carlomagno cometió el error de impedírselo. No podía pensar que un día aquel hijo desharía todo lo que él había construido con tanto esfuerzo.
Luis se casó a los veinte años con una tal Irmingarda. El matrimonio había sido preparado por un obispo de la corte, a quien el emperador recompensó con un convento y varias iglesias. La boda se celebró con gran pompa. Durante la ceremonia, Luis, que era virgen, estalló en lágrimas y distribuyó entre los fieles las tierras que el padre y el abuelo le habían transmitido. Un poeta que se hallaba entre los presentes celebró el gesto con estos versos: «La riqueza de los demás está en los tesoros; la tuya, emperador, en los méritos».
Sentía Luis una extraña mezcla de santurronería y crueldad. Descuidaba los deberes conyugales para cantar salmos y leer la Biblia. Entusiasta, como su padre, de la construcción de templos y otros edificios, erigió en Ratisbona una basílica con los ladrillos sacados de las murallas de la ciudad, que había hecho demoler. Mandó hacer una efigie de él con la cruz y el escudo, en vez de la espada, que había sido hasta entonces el atributo de los reyes carolingios. Era celoso del protocolo en el que no admitía fallos. Se autoproclamaba un mortal como cualquier otro, pero pretendía que sus súbditos le besaran los pies.
Cuando fue proclamado emperador, juró a su padre que mantendría y protegería a sus hermanas. Pero una vez muerto Carlomagno, las hizo rapar e internar en un convento, porque temía que se casaran y pretendieran usurpar el trono. Peor trato todavía reservó a su sobrino Bernardo, que en 810 se había convertido en rey de Italia.
Bernardo era hijo de Pipino, el primogénito del gran Carlos. Pipino murió prematuramente y la corona pasó a las sienes de Luis. Bernardo no tenía derecho alguno a ella, por más que los arzobispos de Milán y de Cremona hubieran tratado de demostrarle lo contrario.
El tío declaró la guerra al sobrino y con un cortejo de sacerdotes armados avanzó hacia Italia. Bernardo salió a su encuentro con unos centenares de hombres. Realmente, el grueso del ejército había desertado, pasándose al enemigo. El encuentro se produjo, o mejor dicho, no se produjo, en Chalons-sur-Saône. Bernardo se rindió sin luchar. Conducido a la presencia de su tío, se postró a sus pies, le besó repetidas veces el derecho y pidió clemencia. Luis ordenó encarcelarlo, convocó un tribunal especial y se lo entregó. Bernardo y sus cómplices fueron juzgados sumarísimamente, reconocidos culpables de alta traición y condenados a muerte. Los obispos de Milán y Cremona fueron depuestos por un concilio extraordinario y otros eclesiásticos que habían participado en la conjura, exiliados o encerrados en monasterios. La víspera de la ejecución, Luis, por intercesión de algunos sacerdotes, conmutó la pena de muerte por la de ceguera. A Bernardo le arrancaron los ojos, pero la operación resultó mal y, después de tres días de agonía, el infeliz murió. Fue enterrado en Milán y sobre su tumba fue esculpido este epitafio, dictado, al parecer, por el tío: «Aquí yace Bernardo el Santo». La venganza del emperador se abatió también sobre tres hermanos de la víctima que no habían participado en la conjura, pero que eran sospechosos de poder, algún día, preparar otra.
Todo esto sucedía en 819. Dos años antes, Luis había dividido el Imperio entre sus hijos. El primogénito, Lotario, fue asociado al trono. Pipino obtuvo Aquitania y Luis, llamado el Germánico, recibió Baviera. Quedaba aún Carlos llamado el Calvo, nacido del segundo matrimonio, que todavía era un niño. Luis lo había tenido de una cierta Judith, con la que se había casado después de la muerte de Irmingarda. La pérdida de su primera esposa lo trastornó de tal manera que había decidido renunciar a la corona para retirarse a un monasterio. Los condes se lo impidieron y convocaron una dieta en Aquisgrán, a la que enviaron también un centenar de muchachas de las que fue precisamente Judith la elegida. Era una mujer astuta y mal educada. El abad de Corbie llegó a acusarla de adulterio. Luis, que la adoraba, estuvo siempre bajo su dominio y para complacerla asignó al pequeño Carlos, Alemania, Suiza y el Franco Condado, desencadenando así entre los otros hijos una guerra civil que duró ocho años. Intervinieron en ella los obispos de Vienne, Lyon y Amiens, que entraron en batalla blandiendo la espada de la excomunión, un arma que empezaba a hacerse más temible que las llamadas convencionales. Los obispos se declararon contra el emperador y su predilecto Carlos.
La revuelta fue un duro golpe para Luis que trató, aunque en vano, de dominarla, convocando cuatro concilios. Lotario consiguió tener de su parte incluso al Papa Gregorio IV, que excomulgó a Luis. Los obispos partidarios del emperador, a su vez, excomulgaron al pontífice. Gregorio intentó entonces una tregua y se entrevistó con Luis. Al día siguiente, el ejército de este se pasó al enemigo. El lugar en el que se habían celebrado las negociaciones se llamó desde entonces Campo de las Mentiras. Luis se rindió y dejó su esposa y su hijo en manos de Lotario. Judith fue rapada y encerrada en un convento. La misma suerte sufrió Carlos. El Papa, triunfante, regresó a Roma.
Luis fue desposeído y llevado a Soissons, donde se sometió a pública penitencia. El obispo de Reims, que le debía la diócesis, lo depuso en la iglesia de Nuestra Señora. Después le ordenó que se quitara el cinturón y la espada y vistiera un cilicio que había sido colocado a los pies del altar y, por último, lo acusó, en voz alta, de homicidio y de sacrilegio por haber alistado tropas durante la cuaresma y convocado el parlamento el Viernes Santo. El emperador fue despojado de las insignias y de los títulos. Solo le quedó el de Señor y como palacio se le asignó un monasterio.
Liquidado el padre y el hermano menor, los otros tres herederos comenzaron a pelear entre sí. Luis el Germánico y Pipino se aliaron contra Lotario, que era el más arrogante. Los francos se habían sentido conmovidos por la suerte de Luis, al que nunca habían amado. En 834, Pipino y Luis el Germánico visitaron al padre en el monasterio de Saint-Denis y le pidieron que los ayudase contra Lotario. A cambio, le devolvieron a Judith y Carlos. El obispo de Reims fue depuesto.
En el año 838, Pipino murió. El imperio fue dividido otra vez y Luis el Germánico, descontento con su parte, invadió la de Lotario. El padre intentó detenerlo y lo consiguió, pero murió poco después de un ataque al corazón y de pena, pidiendo a Lotario que cuidara de Judith y de Carlos. En el testamento, según refieren informes eclesiásticos, confirmó las donaciones de Pipino y de Carlomagno a la Iglesia. Por su parte, añadió Sicilia, que no le pertenecía y que había caído en manos de los árabes.
La desaparición de Luis desencadenó nuevas guerras intestinas. Lotario se proclamó heredero del Imperio, contra Luis el Germánico y Carlos el Calvo, a los que quería reducir a la condición de vasallos. Los tres hermanos se encontraron en Fontenoy. Fue una carnicería. Cien mil hombres quedaron en el campo de batalla y Lotario fue derrotado. El Tratado de Verdún del año 843 produjo una nueva división del Imperio, repartido en tres Estados cuyos confines corresponden, aproximadamente, a los actuales de Italia, Francia y Alemania. Luis el Germánico tuvo las tierras que se extienden entre el Rin y el Elba; Carlos, gran parte de Francia y la Marca Hispánica y Lotario, que conservó el título imperial, Italia y el territorio comprendido entre el Rin, al este, y el Escalda, el Saona y el Ródano, al oeste. Este reino se llamó Lotaringia, y de él deriva la moderna Lorena.
Esta división fue considerada una monstruosidad geográfica, porque la faja central, asignada a Lotario, incluía dos capitales, Roma y Aquisgrán, y englobaba territorios que no tenían nada en común. El año 842, en Estrasburgo, Luis y Carlos se juraron recíproca fidelidad. Conservamos el texto de este juramento, que es el documento más antiguo en lengua vulgar. Luis habló en francés y Carlos le respondió en alemán, y ninguno de los dos comprendió al otro.
En 855, Lotario murió en la abadía de Prum, adonde se había retirado. Dejó tres hijos. A Lotario II le asignó Lorena, a Carlos Provenza y a Luis II Italia. La península era administrada por el rey franco, el Papa y el duque de Benevento. Había, además, una nube de barones, condes y abades que fomentaban la anarquía y desencadenaban continuas guerras locales. Cuando Luis II murió, Carlos, con un reducido ejército cruzó los Alpes, marchó sobre Roma y compró Italia al Papa que, ignoramos con qué título, se proclamaba su propietario. El emperador soberano murió en el año 877, envenenado por su médico, un hebreo llamado Sedecías. Sucedieron a Carlos unos reyes todavía más ineptos: Luis el Tartamudo, Luis III, Carlomán y Carlos el Gordo, que volvió a reunir todo el Imperio de Carlomagno.
El lector probablemente se haya perdido en este caos. Consuélese pensando que toda Europa también se había perdido en él. Belicosas poblaciones escandinavas, los normandos, empujaban por el norte. Entre los años 880 y 885, devastaron Lieja, Colonia, Aquisgrán, Tréveris y Amiens, donde hicieron un botín de doce mil libras de plata. El año 885 descendieron sobre París. La ciudad, defendida por el gobernador Odón y el obispo Gozlin, resistió un asedio de trece meses. Al final, Carlos el Gordo pagó setecientas libras de plata a los normandos y los invitó a invadir Borgoña. Tres años después, el emperador fue depuesto por una asamblea de notables. En los últimos años había dado señales de locura. Fue sometido a la trepanación del cráneo, pero la operación no tuvo éxito. A los cuarenta y siete años, solo y abandonado por todos, incluso por su mujer Ricarda, que se había hecho amante de su propio confesor, se retiró a la diócesis de Maguncia, donde murió entre los brazos del obispo.
Era prácticamente el fin de la dinastía carolingia, que había tenido tres protagonistas, Carlos Martel, Pipino y Carlomagno, y muchos comparsas. En cien años, Europa había cambiado de aspecto. Perdía la huella romana para adquirir la germánica.
Pero además del germánico había, con categoría de protagonista, otro elemento: los sarracenos que, aunque detenidos por los ejércitos francos en Poitiers, dominaban todo el Mediterráneo, Sicilia y España. Afortunadamente, en el momento en que se desmoronaba el Imperio carolingio, ya no se hallaban en fase de conquista militar. Pero estaban desarrollando otra, cultural, cuyos reflejos sobre la civilización europea fueron inmensos.
Así, pues, el lector nos perdonará si abrimos un paréntesis de algunos capítulos para seguir los avatares de esta cabalgada árabe hasta los Pirineos. No es culpa nuestra que cierto filón de la civilización europea, y por lo tanto también de la italiana, comience en La Meca y en Medina.