XXXVI. LA HÉGIRA

Durante los cinco años que siguieron, Mahoma afirmó cada vez con mayor insistencia que él era el profeta elegido por Alá, es decir por Dios, para conducir a los árabes por el camino de la verdad. Pero resultaba difícil hacerlo creer. La Meca era una ciudad mercantil y escéptica, que vivía sobre todo de lo procedente de la Kaaba con sus muchos dioses. Sacrificarla al único Alá era un mal negocio, además de ser un ultraje a la tradición, a las costumbres y a la superstición. Mahoma intentó hacer más atractivo su credo con detalladas descripciones de las celestiales bienandanzas que esperaban a los creyentes. Pero durante un tiempo no contó más que con su mujer, Alí y la sierva Zaida, una esclava a la que había dado la libertad.

Por fin a ellos se añadió un cuarto adepto de alta categoría, Abu Bakr, que era un quraishí de gran prestigio y riqueza. Su conversión impresionó a la gente y provocó la de otros cinco «notables», que con él formaron «los seis compañeros» o apóstoles, que transcribieron las palabras del profeta y se convirtieron en sus biógrafos y propagandistas. Apoyado en ellos, Mahoma comenzó el asedio de la Kaaba para predicar a los peregrinos que se dirigían a ella. Los quraishíes que hasta entonces habían sonreído con aquel pariente del que consideraban que tenía la cabeza a pájaros, empezaron a alarmarse: la Kaaba era su industria. Y seguramente habrían pasado a la acción de no haber intervenido Abu Talib. Este no se había convertido, pero quería a su sobrino y tenía muy vivo el sentido de la solidaridad familiar. Bajo su protección, Mahoma pudo proseguir su acción de proselitismo. Sobre todo atraía a la plebe, porque la palabra del Profeta contenía un mensaje de justicia y de caridad. Y como no podía hacer nada contra los ciudadanos libres que acudían a escucharle, los quraishíes la emprendieron con los esclavos, sobre los cuales tenían derecho de vida y muerte. Abu Bakr, sin embargo, gastó sus bienes para rescatarlos. Y es fácil imaginar qué celosos prosélitos tuvo desde entonces Mahoma.

No obstante, cuando la nueva fe atacó también la esclavitud, que era la base de la economía de aquella tosca sociedad, las reacciones fueron tan violentas que Mahoma y sus conversos decidieron trasladarse a otro lugar. Taif, el lugar en que pensaban instalarse, los rechazó para evitarse sinsabores con La Meca. Fue un momento crítico para el Profeta. Uno tras otro murieron Abu Talib, su gran protector, y Jadiya, su fiel compañera. Mahoma únicamente hallaba consuelo en sus visiones. Una noche soñó que estaba en Jerusalén, desde donde un caballo alado lo condujo al cielo. La leyenda de este vuelo hizo de Jerusalén una de las tres ciudades santas de la religión islámica, como ya lo era de la hebraica y de la cristiana.

Mahoma se consoló de su viudez casándose con dos mujeres, a las que después añadió otras: la viuda Sauda, de cuarenta años, y la hija de Abu Bakr, Aisha, que tenía siete. Suponemos que una para usos diurnos y la otra para los nocturnos. Seguía predicando en la Kaaba, donde logró cierto éxito con los peregrinos de Medina, ya medio convertidos por los hebreos a la idea de un solo dios. Los de Yatrib lo invitaron a trasladarse a su ciudad y lo hicieron precisamente en el momento exacto. El nuevo jefe de la rama omeya de los quraishíes, Abu Sufyan, había decidido eliminar a aquel aguafiestas hachemita. Mahoma escapó por milagro a sus sicarios. El día de su fuga, o Hégira, a Yatrib, 16 de julio de 622, se convirtió para los secuaces de su religión en lo que para nosotros los cristianos es la Natividad de Jesús: el comienzo de una nueva era.

Yatrib, que posteriormente se llamaría Medina, la Ciudad por antonomasia, trescientos kilómetros más al norte, era una pequeña ciudad de jardines, de palmas y de dátiles. Mahoma, que había sido precedido por doscientos secuaces de La Meca, con sus respectivas familias, fue acogido con entusiasmo. Cada uno quería que se detuviera en su casa. Y el Profeta, para evitar celos, respondió diplomáticamente: «Dejad que el camello decida. Donde él se detenga, me detendré yo». El camello escogió un bonito sitio, fuera de la población. Allí, Mahoma hizo construir su primera mezquita y dos casitas, una para Sauda y la otra para Aisha, con las que él se turnaba. Más tarde añadió otras, a medida que tomaba nuevas mujeres.

Cuando la mezquita estuvo terminada, Mahoma celebró en ella una ceremonia con la que prácticamente dictaba los cánones, simplicísimos, de su liturgia. Subió al púlpito, lanzó el grito de «¡Alá es grande!», al que todos los presentes hicieron eco, y se inclinó para orar, volviendo la espalda a la gente. Después, retrocediendo, descendió las gradas y, una vez abajo, se postró tres veces con el rostro contra el suelo, mirando hacia Jerusalén. Este gesto se convirtió desde entonces en el símbolo del Islam, palabra que significa «paz» o «abandono» en Dios. Por último, volviéndose a los fieles, dijo que este era el ritual que había que seguir, lo mismo en la mezquita que en el desierto o en cualquier otro lugar, y los llamó musulmanes, que significa «los que han hecho la paz con Dios».

Sin embargo, aún había que superar bastantes dificultades. Los musulmanes se habían dividido en dos comunidades, los Refugiados (de La Meca) y los Socorredores (de Yatrib), que no se veían con buenos ojos. Mahoma los emparejó de dos en dos en un vínculo de fraternidad adoptiva sancionado por el juramento.

La mayoría de los ciudadanos no aceptaban su credo, y con suprema habilidad el Profeta los llamó «disidentes», como si fueran ellos los que se apartaban de su religión, en vez de ser él quien se alejaba de la de ellos, y los dividió estipulando un acuerdo con las numerosas y fuertes comunidades hebreas. Esto le permitió conquistar también el poder civil y administrativo sobre la ciudad, rasgo destinado a ser característico del islam, que centra en la misma persona el poder temporal y el espiritual.

Pero entonces, al verse convertido prácticamente en rey, tuvo que resolver también los problemas materiales, que eran bastante complicados. Con la inmigración de los refugiados, la ciudad estaba amenazada por la carestía. Mahoma recordó que era árabe y ordenó a sus lugartenientes que hicieran lo que hacen los árabes cuando tienen hambre: saltear caminos. Las caravanas que iban y volvían a La Meca fueron regularmente atacadas y aliviadas de sus cargas. Esta fue la escuela de guerra en la que se formaron los famosos generales de Mahoma, llamados a asombrar al mundo con sus gestas napoleónicas. La ley del profeta era simple y precisa: cuatro quintas partes del botín pertenecían a quienes lo obtenían, y el otro quinto a él para la financiación de la propaganda. El saqueador que perdía la vida en su hazaña, ganaba el paraíso y su parte de botín correspondía a su viuda.

En La Meca, centro de las compañías de transporte que organizaban las caravanas, la reacción fue violenta. Abu Sufyan organizó un ejército de mil hombres para infligir a los bandidos un castigo ejemplar. Mahoma salió a su encuentro, guiando personalmente a trescientos de sus adeptos. Quizá, si hubiera perdido aquella batalla, no existiría el islam. Pero venció, atribuyó la victoria a Alá y demostró a todos el potencial guerrero que se fraguaba dentro del celo religioso de sus seguidores. Abu Sufyan, que se salvó de la muerte, juró no tocar a ninguna de sus mujeres hasta haber vengado aquella humillación.

Debía de ser un hombre dueño de sus propios impulsos, porque empleó un año en preparar la venganza. Pero tampoco el profeta se estuvo mano sobre mano. Animado por la victoria, había instaurado un régimen autocrático, no sin una pizca de culto a la personalidad. Hizo apuñalar a un poeta y a una poetisa de Yatrib que en sus versos le habían hecho objeto de burla; rompió con los hebreos, a quienes no gustaba demasiado aquel modo de gobernar, y los aisló en su barrio, privándoles de todos sus bienes. Después de estos hechos cambió su propio ritual: la postración de la plegaria no debía hacerse mirando hacia Jerusalén, sino hacia La Meca.

Sufyan logró su venganza en el año 625, cuando sus tres mil hombres vencieron a los mil de Mahoma, que estuvo a punto de perder la vida en las colinas de Ohod, pues los suyos lo salvaron a duras penas. Pero Medina resultó inconquistable. Después de un mes de asedio, los de La Meca tuvieron que retirarse y Mahoma se vengó en los hebreos, colocándolos ante la alternativa: o la conversión al islam o la muerte. Los hebreos escogieron la muerte. El profeta hizo degollar a seiscientos, todos los que eran útiles para pelear, y vendió a las mujeres y los niños como esclavos. Después entabló conversaciones de paz con La Meca pidiendo para sí y para sus refugiados el permiso de volver en una peregrinación pacífica. Los quraishíes se lo concedieron, e incluso, para evitar roces, se retiraron a las colinas cercanas. La peregrinación fue para el profeta una victoria más importante que las obtenidas en los campos de batalla. La Meca se asombró ante el espectáculo de disciplina y devoción que ofrecían los dos mil musulmanes. Dieron siete vueltas a la Kaaba y después, mientras Mahoma se inclinaba reverente sobre la Piedra Negra, gritaron: «¡No hay más dios que Alá!». Como había sucedido, seiscientos años antes, a los primeros hebreos seguidores de Jesús, que en el cristianismo vieron en la liturgia del profeta una puesta al día de la liturgia tradicional, que en nada ofendía al culto de la Piedra Negra, y la aceptaron. Habiendo salido de Medina con dos mil secuaces, Mahoma volvió con cuatro o cinco mil. Y comprendió que había vencido.

Para obtener el permiso de la peregrinación, había estipulado con los quraishíes un armisticio de diez años.

Pero no lo respetó. Con toda clase de pretextos rompió la tregua y marchó contra La Meca al frente de diez mil hombres. Abu Sufyan se dio cuenta de que la partida estaba perdida y no le ofreció resistencia. Caballerosamente, el Profeta ofreció una amnistía a todos sus enemigos, menos a tres o cuatro que fueron rápidamente liquidados. Destruyó los ídolos de la Kaaba, pero respetó la piedra negra y sancionó el beso ritual que solía dársele. Proclamó a La Meca ciudad santa del islam, confirmando así su primado religioso, y desde aquel momento reunió en su persona los poderes de Dios y del César.

Tenía ya sesenta años y no le quedaban más que dos de vida. Los empleó bien, gobernando con autoridad y clemencia. Las conversiones alcanzaron un ritmo vertiginoso. Se le rindió incluso el más célebre poeta árabe, Kab ibn Zuhair, que hasta entonces había sido enemigo acérrimo suyo, y compuso para el Profeta un poema tan inspirado que Mahoma le echó sobre los hombros su propio manto. La sagrada reliquia forma parte ahora del tesoro de los turcos y a veces es usada como estandarte nacional.

Mahoma no era un legislador y no compuso ningún código a la manera de Justiniano. El código fue sacado como se pudo del conjunto de veredictos que formulaba de viva voz, a medida que se presentaban problemas que resolver. Modestamente, el Profeta atribuía la paternidad de aquellas decisiones a Alá, que se las inspiraba cuando entraba en estado de éxtasis. Alá era un dios siempre dispuesto a socorrerlo. Le sugería las decisiones que debía tomar hasta en sus pequeñas dificultades personales y familiares. Por ejemplo, cuando sus mujeres intentaron impedir que se casase con su nuera Zaida, él dijo que era Alá quien se lo ordenaba, y enseguida cesó la oposición.

Así, también con el ejemplo, confirmó el Profeta la poligamia ya practicada por los árabes, y hasta la impuso como obligación moral haciendo él mismo un amplio uso de la misma. Muchos de sus matrimonios fueron actos de caridad y de cortesía hacia, por ejemplo, las viudas de sus amigos y seguidores. Otros fueron sugeridos por la diplomacia, como el celebrado con la hija de Abu Sufyan. Pero hubo también verdaderos matrimonios de amor o de placer. Aisha recordaba siempre haberle oído decir que en el mundo solo hay tres delicias: las bellas mujeres, los buenos olores y las plegarias santas.

Fue un gran organizador civil y militar, y los efectos se vieron después de su muerte, cuando el pequeño ejército árabe se lanzó a una campaña más vasta que la de Alejandro Magno y menos efímera. En una sola cosa se mostró poco inspirado: en la reforma del calendario. Como los hebreos, los árabes habían dividido el año en doce meses de veintiocho días. Cada tres años, para ponerse nuevamente de acuerdo con el sol, añadían un mes suplementario. Mahoma abolió este último, imponiendo un reparto de meses alternados de treinta y veintinueve días. Así, el calendario musulmán perdió el paso con el cambio de las estaciones y cada treinta y dos años y medio se encontró con un año de adelanto con respecto al calendario cristiano.

El profeta vivía con mucha sencillez. Su único lujo era aquella colección de mujeres, entre las que dividía imparcialmente sus noches. La más indócil y posesiva era Aisha, que con sus caprichos consiguió coaligar a las demás contra ella. Para aplacar la discordia, el profeta hizo que Alá le enviara una «revelación» especial que restableció la disciplina. Las trataba a todas con mucha cortesía, ayudándolas a veces en los trabajos domésticos, como un buen marido americano. Iba al mercado a hacer las compras, barría el suelo, encendía el fuego y a veces los viandantes lo veían a la puerta de su casa remendándose la túnica. Era sobrio. Su dieta consistía en pan, dátiles, leche y miel, y en obediencia a sus propias disposiciones fue siempre abstemio.

La modestia de sus costumbres, empero, no era más que la fachada de un inmenso orgullo que a veces lindaba en la vanidad. Llevaba en el dedo un anillo con esta inscripción: «Mahoma, mensajero de Alá», se rociaba con perfumes, se teñía el cabello y se pintaba los ojos. Le gustaba estar en el centro de las conversaciones y de la adoración general, pero se sentía molesto cuando aquella atención resultaba demasiado insistente y amenazaba su vida privada. «Déjame solo —dijo una vez a un admirador que lo obsesionaba con su presencia—, de manera que mi deseo de ti pueda crecer». Juez justo y magnánimo, era un guerrero despiadado en las batallas. Nada tenía de «santo» en el sentido que nosotros, los cristianos, damos a este atributo.

Desde que volvió a La Meca, su salud empezó a declinar. Echaba la culpa a un veneno que sus enemigos le habrían administrado. Sufría fiebres y hemicranias, cada vez más frecuentes. Una noche, a finales de mayo del año 632, mientras yacía con Aisha, esta se quejó de un fuerte dolor de cabeza. Burlándose, él le preguntó si deseaba morir en su compañía, de manera que pudiese estar enterrada junto al Profeta. «Contigo, sí —contestó Aisha—. Pero no antes, pues me reemplazarías por otras en cuanto regresases del cementerio». Durante dos semanas, la fiebre lo tuvo en el lecho. El 4 de junio se levantó, se arrastró hasta la mezquita, vio a Abu Bakr oficiar en ella y en vez de tomar su puesto, se sentó junto a él, humildemente, orando. Era, claramente, la designación del sucesor. Inmediatamente después entró en agonía y el día 7 la muerte lo sorprendió con la cabeza hundida en el seno fresco y turgente de Aisha.