III. LOS BÁRBAROS
Los primeros escritores romanos que tuvieron algún contacto con los bárbaros los describieron, con una mezcla de estupor, admiración e ironía, como unos mozarrones demasiado crecidos, de ojos claros y cabello rubio, que comían juntos, bebían juntos, dormían juntos ante las hogueras del vivac, se enternecían por cualquier cosa y por un inocente juego se enredaban en duelos de los que no era poca suerte el que uno de los contendientes saliera con vida, pues lo normal era que muriesen ambos.
Su punto de partida, reconstruido a través de inciertas leyendas de tradición verbal, parece haber sido Escandinavia y los territorios que se extienden entre el Elba y el Oder. Allí, en lo alto de las colinas y en los claros de los bosques, habían levantado aldeas de chozas efímeras como campamentos. Nunca permanecían en ellas por mucho tiempo, porque, como vivían casi exclusivamente de la caza, emigraban una vez que los animales de una región desaparecían. Su organización era primitiva y estaba basada en exigencias sobre todo militares. El núcleo fundamental era el gau, que Hitler resucitó dos mil años después: grupo de familias que proporcionaba de mil a mil quinientos soldados, sobre todo de caballería. Los gau eran muy independientes entre sí. Solo en circunstancias excepcionales se reunían en el thing o mallus, especie de asamblea plenaria, para decidir, por ejemplo, la elección de un nuevo rey, la paz o la guerra.
A diferencia del romano, que era siempre un «ciudadano» y en toda ocasión se sentía parte de algo, fuese la sociedad o el Estado, el bárbaro solo era un «individuo», celosísimo de su absoluta independencia. No reconocía otro vínculo que el de la palabra libremente dada. Su patriotismo era la fidelidad jurada al señor libremente elegido, al que se sentía ligado por un vínculo puramente personal. De ahí la incomprensión entre ellos y los latinos, que tenían un concepto muy distinto de la lealtad. Aparte de César y de Tácito, que poseían un olfato demasiado fino para menospreciar y desconocer el sentido del honor germánico, todos los historiadores y memorialistas romanos no hacen más que denunciar la perfidia y la propensión de los bárbaros a la traición, lo que es verdad en cuanto a las relaciones entre personas.
No se movían en grupos numerosos y compactos. Los llamados «aluviones bárbaros», acerca de los cuales se ha fantaseado tanto, eran caravanas compuestas hasta de ciento veinte mil individuos, pero más a menudo de solo treinta o cuarenta mil, de los que los guerreros solo constituían una quinta parte. Se trataba de un mundo fluido y ecuestre. A caballo, los hombres precedían y seguían a los carros dentro de los cuales se amontonaban las mujeres, los viejos y los niños, que por las noches y durante las batallas eran dispuestos en círculos, y a cuyo cobijo se dormía y se defendían.
El trato dado a los pueblos sometidos en aquellos continuos traslados variaba según la resistencia que oponían. En algunos casos se los exterminaba sin contemplaciones. En otros, se daba una fusión pacífica. Cuando Teodorico, rey de los ostrogodos, llegó a Italia, contaría con unos cinco o seis mil de estos. El resto eran gépidos, alanos, rugios, esciros, restos de tribus vencidas e integradas al vencedor. ¿Y cuántos serían, en el ejército de Atila, los hunos que intervinieron en la batalla de los Campos Cataláunicos? No se sabe con exactitud, pero todo hace creer que se trataba de una minoría con respecto a los aliados y federados germanos que habían aceptado o habían tenido que sufrir su supremacía. Los vencidos no eran reducidos a la esclavitud, porque esta no resultaba compatible con el nomadismo y de hecho no se desarrolló hasta que los pueblos se hicieron sedentarios y agricultores, sino que eran alistados como guerreros.
Existían, además, en este panorama de conjunto, las diferencias entre unos pueblos y otros. Los longobardos no recibían ese nombre por el hecho de llevar barba, sino barda, un hacha larga, que era su arma de combate. Los francos, objeto de burla por parte de los demás porque se rasuraban cuidadosamente el rostro, tenían en cambio como arma la francisca. Y Sidonio Apolinar reconocía a los burgundios por su desmesurada estatura, por la atronadora potencia de su voz y por el hedor de la manteca rancia con que se engrasaban los cabellos.
Los ostrogodos y los visigodos, que fueron los primeros en dar el empellón a Italia, formaban al principio un solo pueblo, el godo, originario de Suecia, uno de cuyos condados, la isla de Gotland, lleva aún su nombre. No tenían lengua escrita. Solo en el siglo VI d. C, uno de ellos, Jordane, formado en la cultura latina, recogió el relato que sus connacionales habían transmitido verbalmente de una generación a otra acerca de su pasado.
Mezclando historia y leyenda, decían que unos cuatro siglos antes de Jesucristo, mientras Roma estaba ocupada en unificar Italia, su rey Berig los había llevado, a través del Báltico y desde Escandinavia, a Germania. Para cruzar el paso no contaba más que con tres barcas, que tuvieron que hacer la travesía quién sabe cuántas veces. Una de ellas quedaba regularmente rezagada. Los remeros de las otras dos la llamaron, por diversión, gepanta que en su idioma significaba «perezosa», y gépidos, es decir, «holgazanes», a sus pasajeros.
Permanecieron en las regiones de Prusia Oriental durante algunas generaciones, frente a los vándalos, con los que guerreaban de vez en cuando. Después, reanudaron la marcha hacia el sudeste.
La mitad de sus efectivos desapareció en los pantanos de Lituania. Fue un desastre. Jordane asegura que aún en sus tiempos, es decir, una docena de siglos después, el que pasaba por aquellos lugares veía los espectros de los muertos y oía el lamento del ganado agonizante.
Viajaron durante muchos años, tal vez décadas, porque eran desplazamientos pesados y lentos, interrumpidos por paradas, combates, desvíos. Por las expresiones que se han ido pasando los narradores de historias se comprende que su alegría, al ver por fin el mar, no fue menor que la de los griegos de Jenofonte al término de la Anabasis. No gritaba Thalatta! Thalatta! porque no sabían griego, pero a lo largo de generaciones conservaron en sus poemas el recuerdo de aquel gran día.
Aquel mar era el mar Negro, y se instalaron en sus costas septentrionales, en esa zona meridional de Rusia que entonces se llamaba Escitia. De las comarcas que las diversas tribus ocuparon procedieron los diferentes nombres: los ostrogodos quedaban al este, los visigodos al oeste, y los gépidos, que seguían siendo considerados los holgazanes de la familia, al norte. Pero nunca se estaban quietos, y como hacia Oriente estaba el desierto, sus ansias de saqueo se desahogaban hacia Occidente, donde se extendía el limes romano.
Las relaciones con las vecinas autoridades imperiales variaban, como en todas las demás zonas del confín, de la amistad a la hostilidad, de la guerra fría a la caliente. Como de costumbre, sin embargo, muchos godos iban a alistarse en las milicias romanas, dispuestos a provocar revueltas y motines en cuanto no se hiciera efectiva su paga. Hacia mediados del siglo III d. C. estas anomalías administrativas se produjeron con frecuencia a causa del desorden que reinó después de la muerte de Septimio Severo.
La primera y verdadera acción bélica de los godos contra los romanos se registró el año 250, cuando en el trono de Roma estaba Decio, un emperador de pocos escrúpulos especialmente contra los cristianos, pero en el que revivían las virtudes guerreras de la antigua Urbe. Los godos estaban encabezados por Cniva, que al frente de setenta mil hombres atravesó el Danubio, penetró en Serbia y puso asedio a Filipópolis. Acudió Decio con un fuerte ejército y la batalla fue terrible. Los historiadores romanos dicen que los godos dejaron en el terreno treinta mil cadáveres, pero olvidan añadir cuántos dejaron los romanos, que debieron perder bastantes más, puesto que se reconocieron derrotados. La ciudad cayó en manos de los bárbaros, que asesinaron a cien mil personas pero descuidaron, en el placer del saqueo, tomar precauciones contra Decio, que no era hombre que se diera por vencido fácilmente. Cuando se vieron cercados por él y trataron de comprar un armisticio que les permitiera retirarse sin luchar, Decio, que había colocado a su mejor general, Gallo, a sus espaldas, se negó. No obstante, según afirma el historiador Zósimo, Gallo traicionó a su amigo, y entonces fue Decio quien se encontró atrapado en tierras pantanosas. Su hijo cayó en la batalla. «Uno menos», se limitó a comentar el emperador, sin dejar de luchar. Finalmente, también él cayó, así como casi todo su estado mayor. El traidor Gallo, que le sucedió, compró a los godos aquella paz que Decio no había querido venderles, comprometiéndose a pagar una suma que los romanos llamaron después subsidio y los godos tributo.
Cniva regresó a sus tierras con un abundante botín, pero sobre todo llevando consigo la prueba de las debilidades de un Imperio que hasta aquel momento se había mantenido sobre su fama de invencible. Desde entonces, los godos ya no lo dejaron en paz, y desahogaron su instinto de saqueo sobre todo en Asia Menor y en Grecia. Troya, Bizancio y Éfeso sufrieron sus incidentales incursiones. Después, les tocó el turno a Corinto, Esparta y Argos, y por último, en el año 267, a Atenas.
Las incursiones godas duraron hasta el año 268, cuando llegó al trono del Imperio Claudio II, que quiso poner un remedio definitivo. Era un buen soldado que, tras aprender la lección de Filipópolis, había comprendido la importancia decisiva de la caballería y por ello había reformado el ejército. En Nisch, Serbia, no logró una victoria completa, pero cincuenta mil godos quedaron en el campo de batalla y los demás fueron empujados, gracias a su habilidad como estratega, a un laberinto de montañas y pantanos sin salida, donde empezaron a morir lentamente de hambre, con sus pesados carros medio hundidos en el fango. De los escasos supervivientes, algunos regresaron desperdigados a sus casas y otros permanecieron como federados al servicio del vencedor. Pero los muertos se vengaron de quien los había matado provocando con sus cadáveres una epidemia que le causó la muerte.
Su sucesor Aureliano arrastró detrás de su carro de triunfador hasta Roma a los jefes godos prisioneros. Pero no negó la paz a su rey, concediéndole la Dacia, territorio ocupado por las actuales Hungría y Rumania. Allí, dentro de los confines del Imperio, permanecieron los godos durante un siglo, bastante tranquilos, y fueron haciéndose algo semejante a una nación, transformándose, al menos parcialmente, en agricultores y mezclándose con la población local ya medio romanizada. Y fue en esos cien años de relativa tranquilidad cuando se enriquecieron con los dos instrumentos fundamentales de civilización: la lengua escrita y la religión cristiana.
Fue un hombre solo quien les dio ese don.
Ulfilas no era un godo de raza pura, sino hijo de un oriental de Capadocia hecho prisionero por los godos en una de sus muchas incursiones por aquellas tierras, que probablemente se había casado en la Dacia con una mujer de la tierra. Así, su hijo Ulfilas creció entre los godos y se sentía godo hasta la médula.
En la Dacia, la población autóctona ya estaba, como he dicho, romanizada, hablaba un dialecto latino —hablado todavía por los rumanos—, y cultivaba el trigo y la vid. La mayoría era pagana, pero había un número de cristianos que llevaban a cabo una obra de proselitismo. Ciertamente, Ulfilas, que había nacido en 311, debió de entrar en contacto con alguno de ellos, porque cuando, siendo aún jovencito, fue enviado a Constantinopla, donde lo ordenaron sacerdote de inmediato, y a los treinta años Eusebio de Nicomedia lo consagró obispo.
En aquel momento la Iglesia no estaba unida. Al contrario, se hallaba gravemente dividida por la herejía de Arrio, que negaba la divinidad de Jesucristo. Era el más peligroso de todos los conflictos que se habían producido en el seno de la nueva religión. El emperador Constantino, que se presentaba como protector de esa religión, pero con la pretensión de hacer de ella un instrumento de gobierno y reservándose, por lo tanto, el derecho de intervenir en ella, había convocado el Concilio de Nicea para restaurar la unidad. Arrio se defendió con mucho valor, pero fue derrotado, sobre todo por obra de los obispos de Occidente, y declarado hereje[2]. Sin embargo, contaba con muchos secuaces, entre ellos precisamente Eusebio, en cuya escuela se hizo arriano el mismo Ulfilas.
Confiáronle una de las empresas más arduas: la de regresar a su patria y convertir a sus compatriotas, aún fieles a sus dioses paganos, Odín y Thor. El rey Ermanrico era uno de los más tradicionalistas y piadosos, y enseguida empezaron las persecuciones contra los que se dejaban conquistar por la predicación del misionero. Godos menores fueron llamados despectivamente los conversos, que se reunieron en pequeñas comunidades en las zonas fronterizas, para cruzarlas de inmediato en caso de peligro y buscar refugio en los territorios del Imperio. Se atenían a la resistencia pasiva y a una dieta sobria en la que estaba casi abolida la carne y el vino era sustituido por la leche.
Ulfilas, que tenía sobre ellos un ascendiente profundo, y merecido, al parecer, por la santidad de su vida, se puso a traducir la Biblia al godo para facilitar la propia obra misionera. Y como no existía una lengua goda escrita la invento dibujando esos famosos caracteres del alfabeto que desde entonces fueron llamados «góticos» y colocando junto a cada uno su equivalente griego. Naturalmente, la gramática y la sintaxis eran sumarias. Y el esfuerzo para acostumbrar a aquella gente tosca a dar una forma gráfica a su balbuceo natural y una consecutio más o menos racional a su pensamiento, tuvo que ser inmenso. Pero Ulfilas lo logró. Tradujo a la lengua inventada por él todo el Nuevo Testamento y la mayor parte del Antiguo, proporcionando así a las poblaciones germánicas los dos instrumentos necesarios para convertirse en protagonistas de la historia europea.
Todos los pueblos germánicos, a excepción de los francos y los sajones, que se convirtieron mucho después al cristianismo y al alfabeto, aprendieron a escribir a creer según el alfabeto y la fe de Ulfilas. Desgraciadamente, esa fe no era la católica, sino la arriana, y esto tendría consecuencias bastante graves, sobre todo para Occidente y para Italia, donde, al fin y al cabo, los godos fueron a establecerse, y a enterrarse. Pero esto lo veremos más adelante.
Jordane nos ha dejado un testimonio del modo en que los godos vieron a los hunos cuando estos aparecieron en sus territorios: «Cuando el rey Filimer —escribe- condujo a nuestro pueblo desde Suecia a la Escitia, halló entre la población de aquellas tierras algunas brujas, a las que expulsó a causa de sus maleficios. Las brujas se perdieron en el desierto, donde encontraron a los Espíritus del Mal que vagan por aquellos parajes, y que las acogieron como concubinas. De su unión nacieron los hunos, criaturas de piel amarillenta por el odio, pequeñas, muy feroces e incapaces de articular su pensamiento».
Como buen godo, Jordane tenía sus razones para hacer un retrato tan malévolo de los hunos. Sus antepasados habían sido, después de los alanos, sus primeras víctimas en Europa. En aquel momento Ermanrico aún reinaba sobre ellos, pero había superado los cien años y por desgracia acababa de sufrir un grave accidente. Tradicionalista y austero, condenó a muerte e hizo descuartizar a una joven princesa, Saniel, acusada de adulterio. Los hermanos de la joven se vengaron intentando asesinarlo. Solo lo hirieron, aunque de tal manera que debilitaron gravemente la fibra de aquel viejo irreductible. Jordane se limita a insinuarlo, pero Amiano Marcelino dice explícitamente que era en parte por este atentado y en parte por la desesperación que le producía el flagelo de los hunos, que Ermanrico no se sentía con capacidad para resistir y acabo suicidándose. Como quiera que sea, una cosa es cierta: con resistencia o sin ella, los ostrogodos fueron sometidos por los hunos y así permanecieron ochenta años. Solo una parte de ellos siguió luchando bajo la guía de Withimir, que finalmente fue derrotado y muerto. Los supervivientes buscaron salvación en la Valaquia.
En cuanto a los visigodos, se reunieron en la orilla izquierda del Danubio, poco más o menos donde hoy está la frontera entre Bulgaria y Rumania. Era el limes. «Agitando los brazos y llorando —cuenta el historiador Eunapio— suplicaban que se hiciera un puente de barcas a fin de permitirles cruzar». Las autoridades imperiales del lugar dijeron que no podían asumir esa responsabilidad sin consultar al emperador Valente, quien, por su parte, impuso estas condiciones: entrega de las armas, lo que era lógico, y renuncia a los niños, que serían trasladados a otras regiones del Imperio, lo que resultaba monstruoso.
Los godos se vieron obligados a aceptar, pues no tenían alternativa. En realidad, las dos condiciones no llegaron a realizarse porque, tanto las armas como los niños fueron, en su mayoría, dejados a sus legítimos dueños. En compensación, los jerarcas imperiales rivalizaron en expoliar de todas sus pertenencias a aquellos pobres fugitivos perseguidos por el terror de los hunos y en adueñarse de los jóvenes más fuertes para convertirlos en esclavos y de las más bellas muchachas para llevárselas como concubinas. Los demás fueron abandonados al hambre y el frío del invierno. El espectáculo de latrocinio, indisciplina y desorganización que en esa ocasión dio el Imperio fue tal que, entre aquellos pobres internados, se fue incubando el odio y la revuelta en vez de la gratitud.
Testarudo y mal informado, el emperador Valente decidió acudir personalmente a infligir ejemplar castigo a los rebeldes y lo primero que hizo, sabiendo que estos se dirigían a Adrianópolis, fue ordenar a sus lugartenientes allí que alejaran a los soldados godos que combatían bajo su estandarte. Eran godos menores, cristianizados por Ulfilas, fidelísimos al Imperio. Sus jefes se declararon dispuestos a obedecer con tal de que se les pagara su quinta parte y se les proveyera de víveres para la larga marcha que habían de emprender. Se les respondió con amenazas, y el resultado fue que esos grupos pasaron a incrementar el número de las falanges insurgentes que se disponían a asediar la ciudad.
El asedio, sin embargo, no tuvo éxito. Los bárbaros nunca fueron capaces de tomar por asalto una fortaleza romana. Su jefe, Fridigern, al abandonar el campo, dijo: «Nosotros estamos acostumbrados a luchar contra hombres, no contra muros de piedra». Pero su ejército había crecido enormemente por el aflujo de esclavos godos, que acudían de todos los rincones de Tracia. Fue un año terrible aquel de 377-378 para las provincias búlgaras y rumanas. Los rebeldes las saquearon, apaleando y robando a la gente. Valente tardaba, retenido por las dificultades de una paz con Persia. Por fin se puso en marcha, citando en Adrianópolis a su sobrino Graciano, que gobernaba el Occidente. Los dos ejércitos estrecharían un cerco y triturarían a los rebeldes.
El plan podía tener éxito dadas las altas cualidades de mando de Graciano, joven y brillante general, pero precisamente por ello Valente, celoso de él, cometió la locura de atacar sin esperarlo. Al parece fue mal informado por sus exploradores que, enviados a la descubierta, le contaron que el enemigo no tenía más de diez mil hombres. Antes de dar la orden de ataque, Valente recibió una carta de Fridigern, que en un supremo esfuerzo por evitar el enfrentamiento le pedía para sus hombres Tracia, comprometiéndose solemnemente a guardar fidelidad al Imperio. Pero Amiano dice que, junto a esta carta oficial, Fridigern había enviado otra confidencial en la que sugería a Valente que rechazara la propuesta y estrechase aún más el cerco a los rebeldes a fin de asustar a los extremistas y hacer triunfar a su partido, el de los moderados.
Esto convenció aún más a Valente de su propia superioridad. Amiano dice que equivocó la disposición del ejército y no acertó en una maniobra. Como quiera que sea, la de Adrianópolis fue la más catastrófica derrota del Imperio (378) desde Caimas. El emperador, herido, se refugió en una cabaña donde una patrulla enemiga lo quemó vivo, al parecer, sin saber quién era. Las dos terceras partes del ejército imperial, los más expertos veteranos, incluidos treinta y siete generales, quedaron en el campo de batalla.
Los historiadores cristianos dijeron que Valente había caído en expiación del pecado que había cometido al consentir que los godos siguieran siendo arríanos cuando los admitió en aquella parte del Danubio. No mucho tiempo después tendrían que lamentar ese castigo divino que por entonces parecían saludar con satisfacción.