XL. NOBLEZA Y CABALLERÍA
El rasgo característico de los siglos oscuros en toda Europa fue la decadencia, y en algunos casos la desaparición, de las ciudades.
Roma las había fundado con prodigalidad, y a través de ellas había difundido por el mundo su lengua, sus costumbres, sus leyes. La misma palabra «civilización» deriva de civitas, ciudad. Lo mismo en Italia que en España o en Francia, la civitas era una sucursal grande o pequeña de Roma, constituida a su imagen y semejanza: un centro administrativo, militar, judicial, escolar y comercial. La comarca, a su alrededor, vivía sus reflejos y no tenía otra misión que alimentarla.
Esta estructura urbana de la sociedad fue barrida por las invasiones. Los bárbaros solo destruyeron materialmente las ciudades en alguna ocasión, pero no tenían el personal necesario para mantenerlas y llevarlas adelante, es decir, los funcionarios y técnicos, del contable al pregonero, que Roma había seleccionado en las escuelas. Todos ellos habían huido o habían sido asesinados o, caso más frecuente, habían muerto al cabo de los años, de muerte natural. Y los nuevos dueños no tenían con quien sustituirlos. Toscos y analfabetos, no conocían otros oficios que el pastoreo o la guerra. Además eran incapaces de notar el peculiar atractivo de las ciudades. Cuando las viejas murallas construidas por los arquitectos y los albañiles romanos caían, cuando se derrumbaba un puente o se atascaba una cloaca, no había nadie que pudiera repararlos. En Nimes, los diezmados restos de la antigua población se habían reducido a vivir en el anfiteatro, cuyas macizas gradas habían resistido mejor a la ruina. Y la misma Roma se había contraído a un barrio del Trastevere, que se llamó «ciudad leonina» por el nombre del Papa que la había hecho fortificar.
Todo esto, naturalmente, no fue un fenómeno total y repentino al que podamos asignar una fecha. Se desarrolló durante cinco siglos, a partir del siglo VI, y en Italia fue menos notorio gracias a la fuerte impronta que Roma le había dado. Sin embargo, también en Italia, bajo los godos, los longobardos y los francos, la vida urbana recibió un golpe mortal. Y los que habían sido florecientes centros de industria, de comercio y de cultura se habían reducido a aldeas cerradas, frecuentemente hambrientas, sin comunicación entre sí y solo atentas a edificar bastiones para defenderse de los enemigos exteriores. Ya no había clases dirigentes ni vida social. La única autoridad que seguía residiendo en ellas era la religiosa. Y esto tuvo consecuencias decisivas, especialmente en Italia.
El obispo era el único «notable» de la ciudad que no había abandonado a la población desheredada o descuidada. Y naturalmente, en torno a él empezó a gravitar cada vez más aquella población, no solo por las necesidades espirituales, sino también por las materiales. No tanto a causa de la Pragmática Sanción como por ausencia de rivales laicos, el obispo se convirtió en eje de toda la organización civil. Fue al mismo tiempo pretor, alcalde, notario, director escolar, agente del fisco y, a veces, hasta el médico de su grey. Esto se veía incluso por la nueva estructura urbanística que se iba delineando. El «centro» era, y sigue siéndolo en casi todas partes, la catedral, con su atrio, donde se desarrollaban todos los hechos más destacados de la vida de la comunidad: bautismos, matrimonios, procesos, contratos. Fue este el verdadero origen de la gran fuerza temporal que la Iglesia asumiría después. Cuando, después del año 1000, las ciudades volvieron a ser las protagonistas de la vida europea, estaban acostumbradas a ver su jefe, incluso político y militar, en el obispo, y fueron sus naturales aliadas en la lucha contra el poder seglar del Imperio.
Este último era un fenómeno agrario. El mismo Carlomagno, que fue su más avanzada encarnación, no había tenido una capital. París no era más que un montón de chozas de barro. Y en toda Francia no había una ciudad en condiciones de garantizar las provisiones ni siquiera a una corte pobre y tosca como la de los reyes francos. Estos siguieron siendo nómadas como sus antepasados, acampando donde había reservas de trigo y marchando de nuevo en cuanto las agotaban. Sus missi gozaban de un especial «derecho de alojamiento» que los calificaba para la hospitalidad en las casas de los súbditos. También era peripatética la administración, y cada uno puede imaginar con qué rigor funcionaría. Fue esta ruralización lo que dio una peculiar fisonomía al mundo feudal. Con la desaparición o decadencia de la ciudad, había desaparecido o se había reducido al mínimo el «mercado», es decir el punto de encuentro entre el productor y el consumidor. Estos se identificaban ahora en la misma persona, el campesino, que era al mismo tiempo productor y consumidor, pues no tenía más incentivo para producir que lo que reclama su estómago. Al fin y al cabo, no podía vender el excedente por falta de medios de transporte y de clientes. Esto es evidente por la decadencia de la técnica agrícola y la contracción de las cosechas. Pero para el campesino hubo, además, otra consecuencia nefasta: su incapacidad de resistir la crisis. Al no poder vender, tampoco estaba en condiciones de comprar, y una mala cosecha bastaba para causar el hambre y la necesidad de enajenar su hacienda en beneficio de un propietario más rico y fuerte.
Es imposible decir cuántos campesinos propietarios pudieron sobrevivir desde los tiempos de Roma, que siempre se había esforzado por multiplicarlos. Cuando cayó el Imperio, ya debían de haber quedado reducidos a muy pocos. La falta del mercado ciudadano seguramente los destruyó de forma definitiva. Año tras año, sequías y hambrunas los echaban en brazos de los latifundistas, que podían resistir a todas esas calamidades. No fueron ellos quienes los devoraron; fueron los mismos campesinos quienes pedían entrar a su servicio como «colonos».
El «colonialismo» no fue esa bárbara institución que muchos han descrito. Su formación espontánea demuestra que era necesario, y desde luego no se requiere mucho para darse cuenta de ello. En una sociedad como aquella, sin un Estado en condiciones de mantener el orden, la independencia era fatalmente privilegio de los ricos y de los poderosos que podían defenderla y defenderse. Para los pobres y los débiles se trataba de un lujo demasiado costoso. Entrar a formar parte de una gran propiedad significaba no solo protegerse de las hambrunas, sino también estar a salvo de los ladrones. El amo miraba con interés por los suyos. Los consideraba más que a la tierra, y esto por dos razones: ante todo porque la tierra abundaba en una Italia reducida a cuatro o cinco millones de habitantes y, en cambio, había penuria de hombres. Además, porque, más que por la extensión de sus dominios, la categoría de señor se calculaba por el número de sus súbditos. Por lo tanto, atendía a su conservación, y en la medida de lo posible, a su multiplicación.
Hasta jurídicamente eran una «cosa» suya. No podían abandonar las tierras ni casarse sin su consentimiento. En esto eran verdaderos siervos de la gleba, pero en todo lo demás sus relaciones no diferían de las del moderno intermediario. El señor dejaba al colono en la tierra incorporada, que pasaba de padres a hijos, por más que aquel derecho hereditario no estuviera sancionado por la ley, y se limitaba a quedarse con una parte del producto, que variaba según los casos, pero que era generalmente la mitad. Los propietarios romanos habían sido mucho más gravosos, vejatorios y despiadados, porque actuaban en una economía de mercado dominada por el criterio de ganancia, que los obligaba a comprimir los costes de producción. Para reducir los de la mano de obra, se servían del trabajo forzado de los esclavos, exprimidos al máximo y alimentados al mínimo.
El propietario feudal no sentía este aguijón. Fuera grande o pequeño, concebía su propiedad más como una institución social que como una empresa económica. Era un microcosmos autárquico, que había reducido al mínimo los intercambios con el mundo exterior. La falta de dinero era, al mismo tiempo, la causa y el efecto de esa arteriesclerosis económica. La moneda nunca desapareció del todo. Por ejemplo, la de Constantinopla, el bizante, siempre se mantuvo en curso. Pero circulaba muy poco, porque dentro del círculo cerrado de los feudos se hacían intercambios a base de productos naturales. En la Edad Media, la riqueza no se medía en oro, sino en tierras. Un patrimonio estaba formado únicamente de fincas y de colonos, sobre los que el señor ejercía una autoridad patriarcal como soberano absoluto, pero habitualmente benévolo.
El latifundio tenía su centro administrativo, llamado «villa», que consistía en un conjunto de edificios, el más imponente de los cuales era el castillo del señor, que hacía de fortaleza, con su foso y su puente levadizo. Cerca estaba lo que hoy llamamos «granja», donde vivía el granjero, que entonces se llamaba balio. Este no se limitaba a proveer al reparto de los productos reunidos en los graneros y en las bodegas, sino que ejercía oficio de juez, pues también la justicia era autárquica en el fundo. Había, además, una capilla con su buen párroco para decir la misa, bendecir matrimonios e impartir bautismos. Y si en las cercanías corría un río, se instalaba un molino.
Habitualmente, un latifundio comprendía varias villas, entre las que el señor repartía sus estancias. Muchas de ellas fueron el núcleo originario de ciudades que se desarrollaron en los siglos siguientes. Las tierras anexas estaban divididas en dos categorías de diversa extensión y sometidas a un régimen distinto: una restringida parte patronal, que se llamaba indominicata, «sin señor», y que, como se diría hoy, el señor administraba «en régimen directo», con el trabajo de los «siervos»; lo demás era tierra mansionaria, es decir, administrada y cultivada por intermediarios.
Aunque cerrado, el círculo económico de una villa era lo suficientemente amplio para proteger del hambre, en caso de carestía, a los campesinos. Salvo catástrofes excepcionales, siempre encontraban con qué saciarse en el granero del señor, que además los protegía de los avasallamientos de otros y les aseguraba un mínimo de justicia. Así pues, con todos sus defectos, el latifundio medieval salvó prácticamente de la extinción a la clase campesina. Y que el campesino se dio cuenta lo demuestra la docilidad con que aceptaron todos su condición. La Edad Media ignoró el «hambre de tierra», no conoció las terribles revueltas agrarias de Roma y no tuvo ningún Espartaco. Los pocos que se negaban a entrar en una villa eran considerados unos holgazanes extravagantes más peligrosos para los gallineros que para el orden social al que se sustraían. Normalmente, el señor podía contar con la docilidad de sus «rústicos» o «villanos», como se les llamaba, y a menudo con su devoción.
Esa concentración de tierras en manos de unos cuantos fue lo que provocó el nacimiento de una institución social destinada a condicionar la vida de toda Europa durante diez siglos: la nobleza.
Todos los pueblos han tenido una, de origen más o menos mitológico, pero con el progreso de la civilización desaparecía regularmente, o al menos perdía sus heredados privilegios. Lo mismo los romanos que los bizantinos, tenían una clase dirigente que gozaba de especiales derechos, pero solo cuando desempeñaba una «función». Cuando esa función cesaba, cesaban también los derechos.
Las invasiones bárbaras barrieron esa aristocracia de «notables», una de cuyas últimas muestras fue Boecio. Los longobardos aportaron una nueva nobleza, de tipo guerrero, que es la más antigua. Alboino descendió a Italia al frente de una horda en la que se habían reunido las diversas tribus germánicas establecidas en Panonia. Sus jefes eran los generales del rey que ellos mismos habían elegido libremente. Instalado en Pavía, Alboino los envió, en calidad de duques o gobernadores, al resto de Italia, a Trento y al Friuli, a Spoleto y a Benevento. Al principio, el título de duque fue vitalicio; después, se hizo, además, hereditario. Las dificultades de comunicaciones y la falta de aparato burocrático central aceleraron fatalmente el siguiente proceso: carente de control, cada ducado se gobernaba a sí mismo. Los duques, cada vez más autónomos y poderosos, impidieron así que el rey de los longobardos unificara Italia.
Cuando Carlomagno conquistó la península, o mejor dicho el centro y el norte de la misma, instituyó el Condado y la Marca, dejando intactos algunos ducados, como los de Spoleto y Benevento. El condado era un departamento administrativo que podía ser extenso como una provincia o como una región. En cambio, la marca, formada por varios condados, era una circunscripción militar fronteriza, regida por un marqués elegido entre los condes. Aun antes del hundimiento del Imperio, tales títulos se habían hecho hereditarios. Y así, marcas, condados y ducados, se transformaron en unidades territoriales independientes, algunas de ellas más poderosas que los mismos reyes. Los margraves, como genéricamente se llamaba a esos grandes señores, se habían convertido en propietarios de las tierras que habían recibido en arriendo y disponían a su gusto de ellas y de sus habitantes.
En realidad, el concepto de propiedad constituía una misma cosa con el de libertad y el de milicia. Los duques, condes y marqueses fueron al principio los únicos libres, los únicos propietarios y los únicos calificados para el mando militar. Pero como eran pocos, de hecho cada vez menos (lo que hacía difícil tomar ejércitos), hubo que extender el privilegio de la propiedad y por lo tanto el de la libertad y la nobleza, a una segunda categoría de personas: los vasallos.
Eran estos, digámoslo así, los «libres de complemento», por cuanto que no tenían propiedad alguna transmisible a herederos, sino un feudo, es decir, el goce de un trozo de la propiedad del señor, al que volvía a la muerte del vasallo. El señor se lo concedía precisamente a fin de calificar al vasallo para el servicio militar y remunerarlo. Por lo tanto, el feudo era un «salario» o «quinta» en productos naturales. A su vez, el vasallo daba aquella porción de tierra a un colono que se la trabajaba. Y con lo que conseguía podía consentirse el lujo de mantener su caballo, comprar armas y emplear su tiempo en ejercitarse para la guerra. Pero no era más que la recompensa de un servicio y duraba mientras duraba este. El titular la perdía con la vejez o con la muerte. Su hijo no lo heredaba. Solo podía obtener la confirmación entrando a su vez en el servicio y dando buenas pruebas de su capacidad.
Esto, en su origen. Pero con el tiempo lo provisional se hizo definitivo, entre otras razones porque solo el hijo del guerrero, que desde niño recibía una educación bélica, al llegar a adulto se mostraba buen soldado. Como suele ocurrir, la costumbre precedió a la ley. Aun antes de que esta lo confirmara de forma definitiva, el feudo se convirtió en propiedad y como tal fue transmisible a los herederos con el título nobiliario que de él se derivaba. El margrave, en fin de cuentas, tuvo que reconocer al vasallo lo que el emperador le había reconocido a él: la transmisibilidad del título y la disponibilidad del feudo. Era, al mismo tiempo, una forma agraria y social. Al llegar a su mayoría de edad, el hijo del vasallo era armado caballero y entraba a formar parte de aquella «milicia» con la que se identificaba la nobleza. Aquella milicia no formaba el ejército. Lo era.
El noble no tenía privilegios, excepto la exención de tributos, que pagaba con el servicio militar gratuito. Pero gozaba de una posición social de nivel altísimo. La sociedad de la Edad Media era piramidal. La base estaba constituida por una masa sin derechos. En el vértice estaban los nobles, que combatían para defenderla, y los sacerdotes, que oraban por el alma de los unos y de los otros. Tal era el mundo de la caballería.
Esta palabra suscita en nosotros unas deliciosas imágenes de la vida refinada de castillo, dominada por románticos y desinteresados ideales de amor, poesía y piedad. Y tal vez hubo algo así en los siglos después del año 1000, o al menos existió alguna muestra. Pero, en sus tiempos heroicos, el caballero fue algo muy distinto. Su padre no le daba otro preceptor que el caballo. Lo ponía sobre la silla a los cinco o seis años y allí lo dejaba crecer, sin la sospecha siquiera del alfabeto que, por otra parte, él mismo ignoraba. El individuo que surgía de esa crisálida era un tosco y rudo soldadote, supersticioso y turbulento, siempre en busca de alguna pendencia a la que arrimarse. Hacía ostentación de ignorancia, como una señal de casta. «No sabe leer ni escribir porque es noble» es una frase que quedó por esnobismo hasta el pasado siglo. El pequeño feudo del que era titular, apenas le daba para vivir. Sus casas estaban habitadas por campesinos, pues los señores paraban poco en ellas. Vivían sobre su caballo, dormían en el suelo con la silla de montar por almohada y no conocían otro oficio que la guerra. A veces guerreaban entre sí sin otro objeto que el de mantenerse en forma. En vano intentaba la Iglesia llevar a una existencia más ordenada a aquellos bandoleros espadachines, proclamando treguas o «paces de Dios». Todavía en el siglo XI, el cronista Lamberto de Waterloo contaba que diez hermanos de su padre habían quedado inertes en un «festejo de armas» en Tournai.
Pero eran unos soldados formidables, de un valor y una resistencia a toda prueba. Fueron ellos quienes salvaron a Europa de los musulmanes cuando estos cruzaron los Pirineos y quienes le dieron aquel armazón militar que iba a protegerla, los siglos venideros, de las demás amenazas.
La fragilidad militar de Italia, su ancestral alergia a la guerra procede del hecho de que aquellos «bárbaros» arraigaron poco allí y nunca lograron darle su impronta caballeresca y guerrera. Ni siquiera tenemos una poesía épica, porque no sabríamos en qué gestas inspirarnos. Tasso y Ariosto, cuando quisieron echar su cuarto a espadas, tuvieron que copiar las «canciones de gesta» francesas y adoptar hasta sus personajes. Municipios y señorías recurrían para combatir entre sí a mercenarios extranjeros porque las milicias ciudadanas no valían nada. Únicamente Venecia y Génova crearon una gran escuela militar propia: la flota. Y en realidad hemos sido siempre un país de excelentes marinos y mediocres soldados.
Debemos admitir estas cosas si queremos tener conciencia de nosotros mismos. La precariedad de las instituciones feudales permitió a Italia ser la primera en salir de las tinieblas de la Edad Media y en desarrollar una cultura urbana importante y brillante, pero nos ha impedido absorber aquella ética caballeresca, centrada en el sentido del honor y de la abnegación que hace grandes no solo a los ejércitos, sino también a las naciones. Maquiavelo será la prueba de estas carencias. En todos los países y en todos los tiempos, la felonía, la traición y el perjurio aparecen una y otra vez, pero solo en un país privado de ética aristocrática y militar como Italia podían ser codificados como una «guía» para la política de un príncipe.