XIV. TEODORICO

Cuando a la muerte de Atila la horda huna se disgregó y los pueblos vencidos que se habían reunido en ella recobraron la libertad, los ostrogodos pidieron y obtuvieron de Bizancio el permiso de instalarse en Panonia, que correspondía a la parte occidental de la actual Hungría. Su rey, Teodomiro, era un hombre inquieto y ambicioso. El año 458 invadió Iliria y la devastó. El emperador León lo frenó a tiempo con una fuerte suma de dinero, antes de que penetrara en Tracia. Griegos y godos convinieron una paz y se devolvieron, como era de rigor, sus rehenes.

Estaba entre ellos el hijo del rey. Se llamaba Teodorico, que significaba «jefe de pueblos», y tenía siete años; era un hermoso niño rubio con grandes ojos de color azul claro. Su madre, Erelieva, había sido concubina de Teodomiro, que la había conocido en el campamento de Atila. Así, el pequeño Teodorico creció entre guerreros godos. Sabía cabalgar, había aprendido a manejar el arco y era un buen cazador. La espada era su juguete preferido. Dormía, como el padre, bajo la tienda, junto a su caballo. Allí, en las tibias noches de estío, los cantores ambulantes le contaban las antiguas sagas nórdicas y le leían la Biblia traducida por el sabio Ulfilas. El día de la partida hacia Constantinopla, Teodomiro le regaló su puñal y una escolta de godos lo acompañó hasta el Bósforo.

Teodorico siempre había vivido en la pradera, entre carros, rebaños y caballos, y nunca había visto una ciudad. Bizancio era la mayor metrópoli del mundo. Tenía casi un millón de habitantes y su corte era fabulosa. Teodorico quedó deslumbrado por la profusión de oro y mármoles y la abundancia de alfombras y tapices. El emperador León lo recibió en la sala de la corona, sentado en un trono desproporcionado, bajo un baldaquino de damasco, del que pendían dos pájaros mecánicos. Se trataba de un hombre pequeño, calvo, carente de ingenio, tartamudo, algo cojo y lleno de pequeñas manías. Vivía con el constante temor de ser destronado, y por las noches se encerraba con llave en su alcoba por miedo a que alguien lo asesinara mientras dormía. Al llegar a su presencia, el pequeño príncipe godo se inclinó, pero lo hizo con tanta torpeza que resbaló. Para sostenerse se agarró a un pie del soberano, que colgaba en el aire, y a punto estuvo de arrastrar a León haciéndole caer del trono. Al emperador le divirtió el lance y empezó a simpatizar con el muchacho. Le dio alojamiento en la corte y le asignó un buen apartamento en el primer piso del sagrado palacio, cuyas ventanas daban al Bósforo. Llamó después a dos siervos y les encargó que prepararan un baño caliente para el pequeño huésped. Teodorico fue metido en una bañera de mármol, llena de espuma de jabón, y cuidadosamente lavado. Un peluquero le cortó los rizos rubios, que le caían sobre los hombros, y lo perfumó. Después, con una túnica azul ceñida a la cintura con un cinturón de marroquín con hebilla de oro y un par de pantuflas de púrpura, fue conducido a la escuela.

En Bizancio había muchos colegios, pero uno destacaba sobre los demás: era algo así como Eton o Harrow en la Inglaterra de hoy. Asistían a él los hijos de los ricos, los nobles y sátrapas extranjeros. Teodorico cursó en él todos sus estudios, al término de los cuales seguía siendo un analfabeto con algunas nociones de álgebra, de astronomía y de urbanidad. Cuando cumplió los quince años hizo su presentación en sociedad. Era un espléndido y corpulento muchacho, fuerte y seguro de sí mismo. Hablaba fluidamente el griego, mascullaba un poco de latín y no había olvidado el godo. Era educado y galante, y las señoras se lo disputaban en los salones. El emperador lo invitaba a su mesa y hacía que le sirvieran el primero. A Teodorico le gustaban las lentejas, el ajo y el jabalí. También le gustaba el vino, pero nunca se levantaba borracho de la mesa. Después de la cena solía ir a algún local nocturno para divertirse un poco con los amigos. Los domingos asistía al hipódromo, a las carreras de carros. Tenía un puesto reservado en la tribuna de honor, junto al de León, pero prefería mezclarse con el pueblo en la explanada y era amigo de los jinetes. A veces, durante los entrenamientos, intervenía en las pruebas. Pasaba los veranos en alegre compañía en una villa que había alquilado a orillas del Bósforo. Era un nadador formidable y tenía una resistencia a toda prueba.

El año 470, aunque la fecha no es segura, regresó a la Panonia. Tenía dieciocho años y ya era un hombre hecho y derecho. De estatura superior a la media, tenía una cabeza grande y redonda, una frente amplia, nariz aguileña, cejas abundantes e hirsutas que le cubrían los párpados y unas orejas generosas. La boca, sobre cuyas comisuras caían las guías de un poderoso bigote rubio, mostraba una soberbia dentadura que resaltaba los labios pálidos y delgados. Los orificios nasales estaban tan llenos de pelos que cada mañana un barbero provisto de una navaja especial tenía que cortárselos para facilitar la respiración. Un velludo pecho de gladiador servía de base a un cuello de toro. Las piernas, rectas y musculosas, se sostenían en dos pies cortos y puntiagudos. Cuando lo vio, Teodomiro no reconoció a su hijo. Teodorico encontró a su padre muy envejecido y un poco chocho. Habían vivido diez años lejos el uno del otro y no se habían intercambiado más que algunos mensajes.

Panonia estaba amenazada por los sármatas, que habían invadido Misia y amenazaban sus confines. Sin que el padre lo supiera, Teodorico reunió seis mil hombres y cruzó el Danubio lanzándose sobre el enemigo hasta exterminarlo. Decapitó al rey Badai, puso su cabeza en lo alto de una pica y con aquel trofeo regresó a Panonia. Poco después, fue coronado rey.

Panonia se había hecho demasiado pequeña para los godos, que necesitaban continuamente más espacio. Nómadas y pastores, vivían de pastos y saqueos, y la vida sedentaria los hacía hambrientos. En aquel momento Bizancio había concentrado sus ejércitos en los confines orientales, dejando abiertas de par en par las puertas de Macedonia. Teodorico se dispuso a pasar por aquellas puertas con todo su pueblo. Se enfrentó por sorpresa con las resistencias griegas, pero las venció. El nuevo emperador Zenón, que el año 474 había sucedido a León, pidió la paz, y los godos depusieron las armas, a cambio de Macedonia, donde se establecieron. Pero el año 478 volvieron a armarse y se trasladaron a Escitia, a orillas del mar Negro.

El rey godo se había convertido para Bizancio en un huésped incómodo e imprevisible. El año 484, el emperador lo nombró cónsul. Sabía que con honores se ganaría su simpatía. Teodorico vistió la toga y dos años después, por todo gesto de agradecimiento, invadió Tracia y asedió, aunque sin fortuna, a la misma Bizancio. Evidentemente, Escitia no había sido la tierra prometida que él esperaba. Zenón le invitó entonces a ocupar Italia.

De hecho, la península se había convertido en un reino independiente, por más que Odoacro la gobernara en nombre de Constantinopla. El historiador griego Procopio refiere que Teodorico aceptó con entusiasmo la propuesta que, en realidad, tendía más a liberar de los godos a los Balcanes que a reconquistar un país sobre el que el emperador ya no ejercía control alguno.

La «larga marcha» de Teodorico comenzó a finales del otoño del año 488. Era un pueblo entero el que emigraba: mujeres, viejos, niños, carros, cabras, utensilios… Doscientos cincuenta mil godos, de los que únicamente cincuenta mil iban armados, y algunos centenares de mercenarios griegos en busca de aventuras avanzaban hacia Occidente, por las calzadas que Roma había construido en la antigua ruta danubiana y que los hunos no habían tenido tiempo de destruir. Los primeros quinientos kilómetros constituyeron un largo paseo. Después empezó la anábasis, cuando los godos llegaron a las fronteras de Dacia, donde estaban acuartelados los gépidos, sus parientes cercanos. Teodorico pidió el derecho de paso por su territorio, pero recibió una negativa por respuesta. Los gépidos fueron atacados en sus campamentos y aniquilados. Los godos incluyeron en su horda a los pocos supervivientes, después de haber dado muerte a los viejos y a los inválidos, y reanudaron el camino hacia el noroeste. En agosto del año siguiente cruzaron los Alpes Julianos y descendieron hasta Italia.

Odoacro no se había quedado mano sobre mano. Movilizó el ejército y lo concentró a orillas del Isonzo, donde había excavado trincheras y levantado fortificaciones. El 28 de agosto, los godos chocaron con las bandas de Odoacro y las derrotaron. El 30 de septiembre, los dos ejércitos se enfrentaron de nuevo en Verona. Antes de la batalla, Teodorico, que era bastante supersticioso, quiso ponerse un manto de seda que su madre y su hermana habían confeccionado durante la «larga marcha». Odoacro fue batido de nuevo, y se dio a la fuga. Buscó la salvación en Roma, pero los quiretes, que lo detestaban, le cerraron las puertas. Marchó entonces hacia Rávena, después de arrasar el Lacio y diezmar a sus habitantes.

El rey godo no lo persiguió, sino que se dirigió a Milán, donde las retaguardias enemigas habían buscado refugio, y ocupó la ciudad. Los secuaces de Odoacro fueron hechos prisioneros. El general que los mandaba, un hérulo llamado Tufa, pidió alistarse con los godos. Teodorico lo aceptó, lo puso al frente de un ejército y lo envió a asediar Rávena. En cuanto hubo llegado ante la ciudad, devorado por el remordimiento, o por el miedo, Tufa volvió a ponerse a las órdenes de Odoacro. Miles de godos fueron capturados y muertos, y pareció que la suerte de la guerra iba a cambiar de signo. Entonces Teodorico salió de Milán y marchó sobre Rávena. Como la ciudad era prácticamente inexpugnable, ordenó excavar un amplio foso alrededor de las murallas y reunió sus tropas. Después se dirigió a Roma, donde fue acogido como un libertador. Desde allí se lanzó a la conquista del sur, que pacíficamente se le sometió.

A comienzos del año 493, agotada por un asedio que ya duraba más de dos años y por una escasez de víveres que obligaba a sus habitantes a alimentarse de hierbas y carne de perro, Rávena capituló. Dos días después se firmó la paz, que fue bendecida por el obispo Juan. Odoacro invocó la clemencia de Teodorico y le entregó su propio hijo Telano como rehén. El 5 de marzo, el rey godo atravesó a caballo la ciudad entre las ovaciones del pueblo y del clero. Juan ordenó un Te Deum de acción de gracias y salió a su encuentro con la cruz alzada y un grupo de sacerdotes cantando salmos. Los festejos concluyeron con un gran banquete en honor de Odoacro, a cuyo término, Teodorico degolló a su rival, después de haber hecho exterminar a toda su familia. Procopio cuenta que Odoacro fue asesinado por haberse atrevido a pedir al rey godo que le dejara gobernar con él.

La conquista de la península había durado en total cinco años. Los ejércitos habían asolado los campos, arrasado las ciudades, y asesinado a los habitantes. Pero más que por la guerra, la población moría por el hambre, las epidemias y los indefectibles cataclismos naturales. El historiador Enodio cuenta que el hambre mataba a los que sobrevivían a la espada. Odoacro no había gobernado ni mejor ni peor que sus predecesores. No construyó nada ni destruyó nada. Conservó Italia como la había encontrado: una tierra de rapiña y de conquista, a merced de todos. Con Teodorico cambiaron muchas cosas y la situación mejoró.