VI. ROMA, 410 D. C.
Asomado a la ventana de Laybach con su ambigua actitud de siempre, Alarico pareció acoger con absoluta indiferencia, al menos por el momento, la noticia de la muerte de su amigo Estilicón. Más aún, envió un mensaje a Honorio manifestándose dispuesto, a cambio de una moderada recompensa, a firmar un tratado de paz con él y retirarse de Serbia. Honorio, con el valor que lo distinguía, más a la hora de manejar la pluma que la espada, se negó. Sin embargo, en lugar de prepararse para la otra eventualidad con la que implícitamente lo amenazaba Alarico, la guerra, volvió a sus actividades favoritas: criar pollos y redactar decretos de persecución contra los herejes, confiándose para todo lo demás, según Zósimo, a las oraciones de Olimpio. Ya había trasladado definitivamente su corte de Milán a Rávena, una ciudad que para defenderse se bastaba con los pantanos y la malaria. Para él, no había más seguridad que la de su persona.
Alarico cruzó los Alpes Julianos, bajó al Véneto, no intentó nada contra Aquilea, atravesó el Po y llegó a Bolonia, sembrando por donde pasaba miseria y hambre. A su encuentro solo salió un monje, que fue a suplicarle que desistiera de sus propósitos. «No se trata de que me los proponga o no —repuso Alarico—. Hay algo dentro de mí que me empuja irresistiblemente, gritándome: “Marcha sobre Roma y haz de ella un montón de ruinas”». Fue, si no nos equivocamos, el primer alemán que alistó al mismísimo Dios bajo sus estandartes. No le faltarían imitadores.
En Roma, donde desde los tiempos de Brenno no había vuelto a verse a un enemigo acampar bajo las murallas, el desaliento fue grande, y la primera medida que se tomó fue matar a Serena, la viuda de Estilicón, el hombre que siempre había pactado con los godos. Los paganos, acusándola de connivencia con el enemigo, quisieron vengarse del sacrilegio que había cometido en el templo de Rea. Pero los antiguos dioses, a cuya mortificación había contribuido el cristiano Estilicón, no recompensaron su celo a la urbe, que a finales del año 408 comenzó a morir de hambre. Alarico no la atacaba, pero mantenía en torno a ella un cerco implacable. Desde Rávena llegaban incitaciones a resistir, pero no batallones. Al hambre se sumó una epidemia. Se produjeron casos de canibalismo. Ante estas desdichas, el orgullo romano, que se negaba a creer que Roma pudiera caer en manos de un enemigo, reaccionó difundiendo el rumor de que no era Alarico con sus visigodos quien acampaba bajo sus murallas, sino un rebelde lugarteniente de Estilicón.
Para aclarar la veracidad de ese rumor, fue enviado como embajador el jefe de los notarios imperiales, Juan, que conocía personalmente a Alarico y que hubo de convenir en que, por desgracia, era él en persona quien asediaba a la ciudad. En el lenguaje empleado ante el guerrero bárbaro resonaban los acentos de la urbe imperial, más acostumbrada a imponer la paz que a pedirla. Pero el guerrero bárbaro, lejos de dejarse impresionar, se rio en la cara del legado y replicó a la áulica perorata con un proverbio popular germano: «La hierba abundante se siega más fácilmente que la escasa». Quién sabe lo que trataba de decir. En cambio, no hubo dudas acerca de lo que exigía: el oro, la plata de la ciudad y la entrega de todos los esclavos de sangre bárbara. «Entonces, ¿qué nos dejas?», preguntó asustado el legado. «El alma», respondió Alarico. En realidad se trataba de una rendición sin condiciones.
El Senado rechazó la propuesta y se volvió hacia el Papa. Ante la inminencia del peligro, el Estado abdicaba en la Iglesia, que de esta manera reemplaza al vacilante poder político en Italia. Inocencio I era un pontífice de altas cualidades morales e intelectuales, pero sabía de sobra que Roma, cristiana en la superficie, seguía siendo sustancialmente pagana. La plebe iba de un lado a otro diciendo que Alarico solo representaba la venganza de los dioses contra la urbe que los había traicionado, mientras que otras ciudades, como Narni, se habían salvado de la catástrofe por volver a abrazar a tiempo la antigua fe y sus ritos.
Inocencio I, inclinándose ante la fuerza de la necesidad, consintió en la restauración de los ritos, pero los sacerdotes paganos replicaron que eso debía hacerse de forma pública y solemne en el Capitolio y en el Foro de Trajano, con la participación del Senado al completo. El Papa, aunque de mala gana, dio también su consentimiento. Pero las ceremonias y los sacrificios que momentáneamente volvieron a transformar la urbe en la capital del paganismo, no dieron fruto. Alarico no se movió de donde estaba y el hambre y la peste siguieron haciendo estragos en la asediada ciudad[6].
Se reanudaron las conversaciones y, por fin, se llegó a un acuerdo. Alarico se conformó con 5000 libras de oro, 30 000 de plata, 3000 de pimienta y 4000 túnicas de seda. Esta ansia de seda y de pimienta dice bastante acerca de los cambios ocurridos en los usos y costumbres de los bárbaros. En cuanto a los de los romanos, quedan bien explicados por el modo de proporcionarse los medios para pagar aquel pesado tributo. La ciudad que poco antes quería volver al culto de los antiguos dioses, despojó sus estatuas de todas las joyas que ostentaban.
Alarico quiso mostrarse accesible, porque tenía en su mente un proyecto más amplio: el de hacerse aceptar como aliado permanente y defensor de Roma. El momento le parecía bueno, porque Honorio se hallaba más amenazado que nunca por el usurpador Constantino, acuartelado en Valence y momentáneamente victorioso en Britania, Galia e Hispania sobre las hordas bárbaras que las habían arrasado. A principios del año 409 envió un legado a Honorio para decirle que, si le reconocía el mando en aquellas provincias, en adelante las gobernaría en su nombre. Honorio tenía que elegir así entre un enemigo y un general traidor que en aquel momento estaba asesinando sumariamente a todos los funcionarios fieles al emperador, y le mandó la púrpura imperial asociándolo al trono.
Tal vez lo hizo por coherencia, porque la alianza con Alarico significaría el retorno a la política de Estilicón; pero quien pagó las consecuencias fue Roma, que había enviado una embajada a Rávena para obtener la ratificación del tratado de paz con el visigodo. Honorio escuchó a los enviados, no se conmovió al oír el relato de los sufrimientos de la ciudad, rechazó la ratificación y Alarico volvió a poner sitio a Roma.
Esta vez, sin embargo, ya no podía decirse que la culpa fuera de los malos consejos de Olimpio, que había caído en desgracia y huía de Rávena. Su puesto lo había ocupado un tal Jovio, un personaje salido de la nada y de quien solo se sabía que había tenido buenas relaciones con Alarico, del que había sido huésped en Epiro. Pidió permiso al emperador para entrevistarse con el rey godo —con quien de hecho se encontró en Rímini— a fin de intentar resolver de forma amistosa la controversia. En el informe que inmediatamente después envió a Rávena se decía que Alarico pedía un tributo anual, además de Istria, Venecia y Dalmacia como lugar de asentamiento para su pueblo, quedando intacta en estas provincias la autoridad del Imperio. Pero Jovio sugería que si Alarico fuese nombrado magister militum, que era el cargo que había ostentado Estilicón, se conformaría sin pedir más. Se trataba de la enésima prueba de que la ambición del bárbaro no era destruir el Imperio, sino introducirse en sus estructuras.
La respuesta de Honorio fue fulminante: «No solo Alarico, sino ninguno de su raza —concluía la carta— podrá aspirar jamás a semejantes cargos». Y Jovio cometió la tontería, o el delito voluntario, de leer esa frase en voz alta.
La reacción de Alarico fue la del hombre herido en sus más dolorosos complejos de inferioridad: aquella alusión a la raza le había escocido. Sin embargo, supo controlarse y antes de reanudar el asedio de Roma quiso atraerse a la población con un gesto generoso. Reunió a los obispos de las ciudades italianas que ya había ocupado y los envió a Rávena como embajadores para informar al emperador de que, con tal de evitar a la urbe nuevos sufrimientos, se contentaba con un derecho de asilo en Austria prometiendo a cambio su asistencia militar contra cualquier enemigo de Roma y el Imperio.
Honorio se negó otra vez alegando el juramento que había hecho de nunca rebajarse a pactar con el bárbaro, quien a los ojos de los romanos se convirtió en amigo que trataba de salvarlos. Los sitiados se manifestaron tumultuosamente por las calles de su ciudad demostrando su indignación contra un emperador que, lejos de defenderlos, los convertía en víctimas de su obstinación. Finalmente decidieron rebelarse; cortaron los puentes con Rávena y elevaron al trono a otro emperador, Atalo.
Era este un intelectual griego que había hecho una excelente carrera en la corte hasta conseguir que lo nombrasen prefecto del pretorio de la urbe, el cargo más elevado de la ciudad. Los paganos lo consideraban uno de los suyos a causa de la cultura clásica en que estaba formado. En realidad, era cristiano, pero había recibido el bautismo de un obispo godo y arriano, lo que hacía de él una persona grata a los ojos de Alarico y los suyos.
Atalo se tomó muy en serio su nombramiento: convocó el Senado y pronunció, en un latín perfectamente ciceroniano, un magnífico discurso en el que anunció la reconstrucción del viejo Imperio, con el retorno de todo Occidente bajo el cetro de Roma. Naturalmente, no pensaba llevar a cabo esta operación con los romanos, sino con los visigodos de Alarico. Pero esto no lo dijo. Y el primer paso lo dio hacia Rávena, para eliminar de entrada al depuesto Honorio.
Este no envió a su encuentro un ejército porque no lo había, sino al acostumbrado Jovio, con una propuesta halagüeña: que quedara Atalo como emperador en Roma, con tal de que Honorio pudiera serlo en Rávena. Pero fue el mismo Jovio, inagotable practicante del doble juego, quien aconsejó a Atalo que se negara a aceptar, y al parecer también quien le dictó la insolente respuesta: «Ni siquiera un vestigio de la dignidad imperial se te dejará, Honorio. Solo, como un favor, te concederemos la vida». Y Honorio, que amaba no poco la vida y no se fiaba del «favor», comenzaba ya a preparar su fuga a Constantinopla cuando recibió la inesperada noticia de que precisamente de esta iban a llegar a Rávena cuarenta mil hombres, enviados por su sobrino Teodosio II.
Nada podría darnos mejor la medida de la desorganización y el desorden que reinaban en los dos Imperios, el de Occidente y el de Oriente, que el hecho de que aquellos cuarenta mil hombres eran el refuerzo solicitado dos años antes por Estilicón a fin de rechazar los continuos ataques de los bárbaros. Habían empleado dos años en acudir, y no por mala voluntad, sino por una falta total de eficiencia. Y así Honorio fue salvado otra vez por el general al que había hecho matar y que hasta después de muerto seguía sirviéndole.
Jovio, que se había quedado en Roma fingiéndose aliado de Atalo, pero manteniendo una correspondencia secreta con Honorio, se aprovechaba de su personal amistad con Alarico para insinuarle al oído que no debía fiarse de Atalo, quien se disponía a traicionar y asesinar a su protector. Alarico escuchaba, pero sabía que en cuestiones de lealtad las lecciones de Jovio no eran de lo más cualificado. No abandonó a Atalo, sino que avanzó primero contra Bolonia y después hacia Génova a fin de imponer a ambas ciudades el que lo reconocieran como emperador. Y solo cuando le cegó la noticia de que el pueblo romano, reducido nuevamente al hambre por el bloqueo de los puertos africanos, estaba a punto de rebelarse contra aquel Augusto que solo se dedicaba a pronunciar discursos solemnes e inútiles, lo convocó a Rímini. Y allí, ante toda la población, le arrebató la púrpura y la diadema y las mandó como homenaje a Honorio, en un último intento de llegar a un acuerdo con él.
Esta vez fue un guerrero godo, un tal Saro, que hacía muchos años dependía del emperador, quien aconsejó a este que rechazara cualquier acuerdo. Parece ser que este Saro tenía ciertos desacuerdos de tipo familiar con Alarico. Fuera como fuese, no necesitó hacer un gran esfuerzo para animar la obstinación de aquel soberano que, como después se dirá de ciertos reyes Borbones, ni olvidaba ni aprendía nada.
Entonces se presentó por tercera vez Alarico ante las murallas de Roma, llevándose consigo a Atalo que, arrojado de nuevo al polvo del que se había levantado, le había pedido humildemente que le dejara quedarse en su séquito. Después de un breve asedio irrumpió en la ciudad, probablemente sin encontrar resistencia, o encontrando muy poca.
Corría el año 410. Y el acontecimiento era tan sensacional que la noticia se extendió por todo el mundo y excitó la fantasía de la gente, que bordó sobre él las más siniestras murmuraciones. Para justificar aquella rápida rendición se dijo que Alarico había recurrido a la estratagema traicionera de enviar como regalo a los nobles romanos trescientos esclavos, que después habían actuado como «quinta columna» abriendo las puertas de la ciudad. Según otros, en cambio, fue una dama de la aristocracia, Proba, quien hizo que sus criadas las abrieran a fin de ahorrar a la población las torturas de un nuevo asedio.
Por desgracia, de la caída de Roma no tenemos más que unas pocas anécdotas, recogidas por algunos memorialistas eclesiásticos, que, desde luego, no son muy dignas de crédito. No vacilamos en creer que, después de haberla deseado tanto y durante tantos años, los guerreros godos debieron de cometer saqueos y devastaciones, pero sin duda fueron muchos menos de lo que por entonces se dijo. Alarico había ordenado que los edificios cristianos fuesen respetados. Y los soldados obedecieron. Uno de ellos, que había entrado en una iglesia sin saberlo, quiso robar algo. Una vieja religiosa le dijo: «Hazlo, si quieres. Yo no soy lo bastante fuerte para defenderla. Pero debes saber que esto es del apóstol Pedro». El godo se asustó, solicitó la intervención personal de Alarico y este ordenó que todas las joyas del templo fueran llevadas en procesión a la cripta.
El saqueo de Roma duró entre tres y seis días. Después, cargando con el botín, el ejército de Alarico reanudó la marcha hacia el sur, penetró en la Campania, pasó de allí a Calabria y acampó en Brindisi, donde con todo empeño se puso a construir una flota. Aún hoy ignoramos si pretendía desembarcar en Sicilia o pasar a África para obligar a Honorio a hincarse de rodillas ante él a fuerza de impedirle el abastecimiento de trigo. La expedición estaba a punto de hacerse a la mar cuando un huracán hundió buena parte de los barcos con muchos soldados ya a bordo. Inmediatamente después, la fiebre atacó a Alarico, que se había trasladado a Cosenza. Tal vez fuese malaria. En cualquier caso, a los pocos días el enfermo expiró.
Al no poder llevar su cadáver a la patria, los hombres de Alarico decidieron excavar una tumba que nadie pudiese hallar ni profanar. Hicieron trabajar a miles de esclavos para desviar el curso del Busento, abrieron una fosa en el viejo lecho del río, que desde la Sila desciende al Tirreno, y después recondujeron nuevamente las aguas. A continuación, para mayor seguridad, asesinaron a cuantos habían tomado parte en el faraónico trabajo, de manera que ninguno pudiese revelar la situación exacta del sepulcro.
Era un broche de acuerdo con la figura romántica y errabunda de este guerrero germano que iniciaba la serie de aquellos héroes destinados a descender a Italia sedientos de un amor homicida hacia Roma y perderse en ella. Había resumido en sí, mejor que ningún otro, los turbios instintos y las confusas aspiraciones del mundo bárbaro frente a la civilización latina. Aunque su comportamiento resultase contradictorio e incoherente, Alarico fue el primero de los caudillos teutónicos que concibió una política. Generoso y ávido, noble y cruel, a menudo presa de sus pasiones, pero también capaz de obrar con frialdad, había ejercido sobre sus hombres, que lo idolatraban, una profunda fascinación. De todos sus contemporáneos, germanos y latinos, fue, con Estilicón, el único que vio claramente la necesidad de una integración entre los dos mundos.
Fue él mismo quien pidió, en la víspera de su muerte, ser enterrado allí, en el lecho de un río que le recordaba el Danubio, en cuyas orillas había nacido. Como sucesor, había designado a su hermano Ataúlfo.